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Página:Una excursión a los indios ranqueles - Tomo II (1909).djvu/75

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De regreso de la caminata, pasé por detrás del toldo de mi compadre y volví á ver la cara patibularia del día antes, apoyada con aire sombrío en la costanera del ranchito que servía de cocina, y que sobresalía media vara.

Junto con ella estaba otra juvenil, de aspecto extraño y marcadamente de cristiano.

La curiosidad me acercó á ellos.

Les dirigí la palabra, callaron.

—¿No entienden ?—les dije, con cierta acritud.—Me contestaron en lengua de indio.

Comprendí que no querían hablar conmigo.

El hecho acabó de despertar mi curiosidad.

No pude decir por qué, pero lo cierto es que la primera cara me alarmaba.

Seguí mi camino con el intento de averiguar quiénes eran aquellos desconocidos.

Entré en el toldo de mi compadre.

Estaba solo con sus hijos, en la misma postura en que le había dejado hacía un rato, y picaba tabaco.

¿Con qué?

Nada menos que con la navaja de barba que le acababa de regalar.

El asentador le servía de punto de apoyo.

—Bien empleado me está—dije para mi coleto,—por haber gastado pólvora en chimangos.

Mi compadre se sonrió complacido y con una cara como unas pascuas, y mirándose en la superficie tersa y lustrosa de la navaja, me dijo:

—Lindo.

—Es verdad—le contesté, murmurando: —no te legollarás con ella; y agregando al mismo tiempo que hacía el ademán de afeitarme: mejor es para esto.

Me entendió, y repuso:

—Cuchillo.