Página:Una excursión a los indios ranqueles - Tomo II (1909).djvu/78

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Me dirigí á ellos. Todos me siguieron.

—¿Cómo te llamas?—le pregunté al primero que había visto.

Era un cuarterón tostado por el sol, como de cuarenta años.

Tenía una cara que daba miedo, grandes ojos negros, redondos, sin brillo, nariz aplastada, por cuyas ventanas salían algunos pelos, boca grande, en la que vagaba una sonrisa sardónica, dejando entrever dos filas de dientes enormes, separados, como los del cocodrilo, todo ello encerrado dentro de un óvalo que empezaba con una frente estrecha, erizada de cabellos duros y parados como las espinas del puerco espín, y terminaba con una barba aguda ligeramente retorcida para arriba.

Estaba gordo y no tenía una sola arruga en el cutis. Llevaba un aro de oro en la oreja izquierda, y la barba el bigote se las había arrancado con pinzas, á lo indio, de manera que en los poros irritados, se había infiltrado el polvo más tenue, dándole con la transpiración á su antipática facha, el mismo aspecto que hubiera tenido si la hubiesen escarificado con finísimas agujas y tinta china.

Vestía ropa andrajosa. No llevaba calzado, y en sus pies encallecidos resaltaban unas grandes uñas incrustadas como conchas fósiles en calcárea roca.

No me contestó. Pero fijó su mirada vaga en 1.1.

Volví á interrogarle.

Siguió callado, bajó la vista, la fijó en tierra, é hizo un ademán con los hombros, hundiendo el pescuezo en ellos, como quien dice: no sé, ¿qué le importa á usted ?

—Tú has de ser algún bellaco—le dije.

No contestó.

Entonces, dirigiéndome al más joven: