—Con mucho gusto—contestó el buen franciscano, siempre dulce, atento y amable en su trato.
Y cuando aquí llegábamos, una voz gritó:
—¡Acá va el camino!
Me detuve y conmigo todos los que me seguían de cerca; los demás fueron llegando uno tras otro.
—Debemos estar por llegar—dijo Mora,—voy á ver, mi Coronel.
Esperé un rato.
Volvió diciendo que estaba muy obscuro, que no podía reconocer la rastrillada más traqueada, que era la que debíamos tomar.
En efecto, un nubarrón parduzco eclipsaba totalmente la luna menguante y las estrellas apenas despedían su vacilante luz, por entre la tenue bruma que se levantaba en toda la redondez del horizonte.
Habíamos llegado á otro gran descampado, cuyos límites no se columbraban por la obscuridad.
Ordené que cortaran paja.
Rápidos y ágiles se desmontaron los asistentes obedecieron.
En un verbo tuvimos hermosas antorchas, y buscando al resplandor de ellas el camino que debíamos seguir, no tardamos en hallarlo.
Iba por él el rastro de Angelito y del cabo Guzmán.
—Han pasado no hace mucho rato—afirmaron los rastreadores, y van con los caballos aplastados y sólo con el montado.
—Angelito va en el picazo—dijo uno.
— Ché, y el cabo Guzmán—agregó otro, en el moro clinudo.
Tomamos el camino.
Debíamos estar á una legua. Los primeros toldos no se veían por la lobreguez de la noche.
Llegamos... Era un charco de agua entre dos medaUNA EXCURSIÓN 9.—TOMO I