Miguelito está entre los indios huyendo de la justicia.
A los veinticuatro años ha pasado por grandes trabajos; tiene historia, historia que vale la pena de ser contada, y que contaré, antes de seguir describiendo las escenas báquicas con Epumer,—tal cual él me lo contó noches después de haberle conocido yendo en mi campaña de Leubucó á las tolderías del cacique Baigorrita.
Hablaré como él habló.
—Yo era pobre, señor, y mis padres también. Mi madre vivía de su conchabo; mi padre era gallista, yo corredor de carreras.
A veces mi padre y yo juntos, otras separadamente, nos conchabábamos de peones carreteros, ó para acarrear ganados de San Luis á Mendoza.
Los tres éramos nacidos y criados en el Morro, y allí vivíamos. Mi viejo era un gaucho lindo, nadie pialaba como él, ni componía gallos mejor; era joven y guapetón. No he visto hombre más alentado. Sólo tenía el defecto de la chupa. Cuando tomaba le daba por celarla á mi madre, que era muy trabajadora y muy buena, la pobre, que Dios la tenga en gloria.
A más de eso, mi viejo era buen guitarrero, hombre bastante leído y escribido pues sus primeros patrones, que fueron muy hacendados, lo enseñaron bien.
—¿Y cómo se llamaba tu padre ?
—Lo mismo que yo, mi Coronel, Miguel Corro. Somos de unos Corro de la Punta de San Luis, que allí fueron gente de posibles en tiempo de Quiroga.
Pero mi madre, mi padre y yo, como le he dicho, hemos nacido en el Morro, cerca del cerro, en un rancho que está en un terrenito que siempre pasó por nuestro, aunque yo no sé de quién será. Si conoce el Morro, mi Coronel, le diré dónde queda: queda hacia el la-