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Página:Una excursión a los indios ranqueles - Tomo I (1909).djvu/39

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Hay que sentir y callar. Por eso una mirada, un abrazo, un ademán con la mano, dicen más que todo cuanto la pluma más hábilmente manejada pueda describir.

La noche nos sorprendió sin haber alcanzado á cruzar la cañada. La luna salía tarde, el cielo estaba cubierto de nubes, no se veían las estrellas. Durante un largo rato caminamos, pues, en medio de una completa oscuridad, cayendo y levantando porque en cuanto nos desviábamos de la rastrillada pisábamos el borde del guadal. Las mulas que llevaban las cargas de charqui y regalos para los caciques daban muchísimo trabajo. Por huir del peligro caían á cada paso en él. Una de ellas llevaba los ornamentos sagrados de mis amigos los franciscanos, y ellos y yo íbamos con el Jesús en la boca, esperando el momento en que gritaran: -Cayó la mula de los padrecitos, que así llaman los paisanos cordobeses á los frailes. Fue menester ponerles á todas bozal y llevarlas tirando del cabestro.

Perdióse tiempo en esta operación, así fue que era tarde cuando llegamos á la Laguna Alegre.

Estaban las cabalgaduras tan fatigadas de cuatro leguas más o menos de marcha nocturna por la oscuridad y entre el agua, que resolví hacer una parada esperando que se despeje el cielo o saliera la luna.

Campamos... Y el fogón no tardó en brillar, haciéndose una rueda, en torno de él, de todos los que me acompañaban.

Entre mate y mate cada cual contó una historia más o menos soporífera.

En todo pensábamos, menos en los indios.

Yo conté la mía, y un cabo Gómez, muerto en la