cabo; pero como se empeñase en verle la cara, le hice venir.
Interrogado por Garmendia, repitió lo que ya sabemos, con algunos agregados, como por ejemplo, que la noche que estuvo oculto, él mismo se ligó las heridas, haciendo hilas y vendas de la ropa de un muerto.
Contónos también que estaba muy triste y avergonzado, porque en los primeros momentos del fuego, el día de Curupaití, el alférez Guevara le había pegado un bofetón, creyendo que estaba asustado, y diciéndole:—¡eh! haga fuego, déjese de mirar el oído del fusil.
Que él no había estado asustado ese día, que cuando el Alférez le pegó, estaba limpiando la chimenea de su arma, que sólo se asustó un poco cuando los paraguayos salieron de sus posiciones, desnudando y matando, porque no tenía fuerzas para defenderse, y le dió miedo que lo ultimaran sin poder hacerles cara.
Y todo esto era dicho con una ingenuidad que cautivaba, dando la medida del temple de ese corazón de acero.
Garmendia gozaba como en el día de sus primeras revelaciones. Yo me sentía orgulloso de contar en mis filas un nene como aquél.
Confieso que le amaba.
Esa misma noche, y con motivo de las interminables preguntas de Garmendia, supe que Gómez había padecido en otro tiempo de alucinaciones.
Explicónos en su media lengua, lo mejor que pudo, que en Buenos Aires, siendo más joven, había tenido una querida. Que esta mujer le había sido infiel y que había estado preso por una puñalada que le diera.
Al recordarla, una especie de celaje sombrío envolvió su rostro, al mismo tiempo que cierta sonrisa tierna vagó por sus labios.