dejando á su hija ya más tranquila, condujo á Madlle. Guené á un aposento cercano.
— Lo sé todo, —dijo el Príncipe, ofreciendo un asiento á la modista.— Acabo de hablar con mi hija.
—Supongo, señor Príncipe, que os referireis á M. Miguel.
— Sin duda. ¿Qué le ha sucedido?
— ¡Oh! que empezaba á helarse,
— ¿A helarse?
— ¡Ah! sí señor; y á no haber sido por un trabajador de la fábrica, que conoció los síntomas, á estas horas estaria muerto.
— Pero ¿cómo le habeis dejado?
— Ya enteramente bien. Apénas le hicimos entrar en calor, desde la fábrica, en donde le proporcionaron los primeros auxilios, me le llevé á casa en mi coche, y allí le dejo al lado de un buen fuego, porque no ha consentido en meterse en cama.
— Madlle, es preciso que busquemos un medio de animar á mi hija: su estado me inquieta.
— Yo, señor, tendré una satisfacción en contribuir á ello, tanto por la señora Princesa, cuanto por ese jóven, digno de mejor suerte.
— Pensemos pues, Madlle. Segun parece, hemos dado con dos caracteres á cual más vidriosos y excéntricos...
La conversación del Príncipe y de la modista duró mucho tiempo, y el lector comprenderá el resultado de ella por los sucesos subsiguientes.
Aquella misma noche Madlle. Guené subió á la habitación de Miguel, al cual halló junto á la chimenea, en el mismo sitio en donde le habia dejado.
Damian, el viejo criado, asustado aún á consecuencia del accidente acaecido á su amo, cuidaba de alimentar el fuego.
A una seña de la modista salió de la estancia.
Madlle. Guené se sentó frente á Miguel.
— ¿Os sentís bien? — le preguntó.
— Muy bien, Madlle.; gracias.
Hubo un momento de silencio.
— Vengo del palacio de Lucko, —dijo la modista.
— ¡Ah! — exclamó Miguel.
— La Princesa está algo indispuesta.