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lurosa tarde de junio, fatigado por un viaje, a caballo, de cuarenta verstas, desde el puerto fluvial a la aldea donde vivía su hermana, sé hallaba sentado ante ella, en una terraza que daba al jardín, y saboreaba el té.

Junto a la balaustrada se alzaba un verde muro de lilas y acacias. Los rayos oblicuos del sol, atravesando su follaje, temblaban en el aire como finas cintas de oro. Sombras, semejantes a encajes, cubrían la mesa, sobre la que había servidos diversos fiambres. El aire estaba impregnado del olor de los tilos, de las lilas y de la tierra húmeda calentada por el sol. Resonaba en todo el jardín la algazara de los pájaros. De cuando en cuando, una abeja empezaba a girar, zumbando, por encima de la mesa, y, valiéndose de una servilleta, que agitaba en el aire, Isabel Sergueievna la echaba al jardín.

Hipólito Sergueievich había tenido tiempo de observar que su hermana no estaba muy dolorida por la muerte de su esposo.

Ella le miraba con ojos escrutadores, y, al hablarie, le ocultaba algo, sin poder disimular.

Acostumbrado a imaginársela entregada completamente al cuidado del hogar y quebrantada por las discordias conyugales, Hipólito Sergueievich esperaba encontrarla pálida, nerviosa. Y contemplando su rostro oval, ligeramente tostado por el sol, sereno, plácido, animado por el brillo inteligente de sus hermosos ojos claros, pensaba, con alegría, que se había engañado.