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Sí—dijo Isabel Sergueievna, pensativa—. A los treinta años es demasiado tarde, y al mismo tiempo demasiado pronto, en un hombre, para casarse.

Hipólito Sergueievich veía con complacencia que su hermana no seguía hablando de la muerte de su marido. Pero ¿por qué le había suplicado tan ansiosamente que fuera?

—Hay que casarse a los veinte años o a los cuarenta continuó ella. De esta manera se corre menos peligro de engañarse o de engañar al prójimo...; y si se le engaña, se le compensa, en el primer caso, con la frescura del amor; en el segundo caso... con la posición, que, de ordinario, es bastante sólida en un hombre de cuarenta años.

Le parecía al catedrático que, al hablar así, su hermana pensaba más en sí misma que en él, y no la interrumpía. Sentado en el sillón, la escuchaba con la cabeza echada atrás y respirando el aire perfumado.

—Te decía que la víspera estuvo en casa de Olesov... Naturalmente, bebió... Y ya ves...

La viuda movió tristemente la cabeza.

Me he quedado sola... aunque ya hace tiempo..., desde el tercer año de nuestro matrimonio, me sentía sola junto a él. Ahora me encuentro en una situación extraña. Tengo veintiocho años, no he vivido aún...; he estado, por decirlo así, atada a la persona de mi marido y de mis hijos...

Mis hijos murieron, y yo... ¿qué soy actualmen-