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taza de té, continuó, en un tono melancólico, que irritaba un poco a su hermano:

—Ocho años de vida con un hombre como mi difunto marido creo que dan derecho a la tranquilidad. Otra mujer en mi lugar—con un sentimiento del deber menos desarrollado y menos escrupuloso hubiera roto hace tiempo tan pesada cadena, mientras que yo la he arrastrado hasta el fin, encorvada bajo su peso. ¿Y la muerte de los niños?... ¡Ah, Hipólito, si tú supieras cuán dolorosa ha sido para mí su pérdida!

El la miraba con una expresión compasiva; pero sus quejas no le conmovían. Su lenguaje, más propio de los libros que de quien habla a impulsos de un sentimiento profundo, no le gustaba. La mirada de los ojos claros de su hermana erraba de un modo extraño, sin detenerse nunca en un punto.

Sus gestos eran muelles, prudentes, y toda su persona daba una sensación de frío interior.

Un alegre pajarillo se posó en la balaustrada de la terraza, dió unos cuantos saltitos y se fué volando. Los dos le siguieron con la mirada y callaron unos instantes.

—Recibes visitas? ¿Lees algo?—preguntó el hermano, encendiendo un cigarrillo y pensando que sería muy agradable, en aquella deliciosa tarde, permanecer en aquella terraza, en silencio, er un cómodo sillón, escuchando el suave murmullo de las frondas y esperando la noche, que apagaría todos los ruidos y encendería las estrellas.

—Varenka viene algunas veces... de cuando en