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siguió en su sillón, con los ojos fijos en el parque. Se oían, a cada momento más cercanos, el trote de un caballo y el rodar de un coche.

Ante sus ojos se alzaban, en largas hileras, añosos tilos, robles y castaños envueltos en las sombras del anochecer. Sus ramas, retorcidas, se entrelazaban y formaban en lo alto una bóveda espesa de olorosa verdura. Viejos, agrietados, con numerosas ramas tronchadas, parecían miembros de una gran familia viviente, íntimamente unida en sus aspiraciones al cielo y a la luz. Pero sus troncos estaban cubiertos de una espesa capa de musgo, y junto a las raíces de muchos de ellos crecían compactos matorrales, que absorbían su fuerza vital y eran la causa de que no pocas de sus ramas estuvieran secas y semejasen esqueletos.

Hipólito Sergueievich los miraba y sentía el deseo de dormirse allí, en el sillón, bajo la respiración del viejo parque.

Por entre los troncos y por entre las ramas se veían pedazos rojizos de cielo, y sobre el fondoluminoso del magno incendio vesperal los árboles parecían aún más sombríos y más agostados. A lo largo de la avenida que, partiendo de la terraza, se hundía en la lejanía obscura, movíanse lentamente sombras espesas. El silencio, a cada momento, era más profundo y sugería ensueños vagos. La imaginación de Hipólito Sergueievich, bajo el encanto de la tarde, perfilaba en las sombras la silueta de cierta conocida suya y veía caminar a

Varenka
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