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taban el mobiliario. El techo, de escasa elevación, estaba ennegrecido. En las paredes se veían algunos grabados y pinturas en vulgares marcos dorados. Todo era viejo y burdo y despedía un olor desagradable.

Sobre la mesa había una gran lámpara, con pantalla azul, cuya luz se proyectaba en el pavimento.

Hipólito Sergueievich se detuvo junto a aquel círculo luminoso y, sintiendo una vaga angustia, miró las dos ventanas de la habitación.

Tras ellas, en las sombras del anochecer, se destacaban las siluetas obscuras de los árboles.

Abrió ambas ventanas, y el perfume de los tilos en flor llenó el cuarto; luego, se oyó una risa franca y alegre.

Le habían hecho la cama en el sofá, del que sólo ocupaba un poco más de la mitad. La miró un momento y empezó a quitarse la corbata; pero instantes después empujó, con un movimiento brusco, el sillón hacia la ventana y se sentó, mal encarado.

La angustia vaga que sentía, turbaba su alma y le irritaba. Rara vez estaba descontento de sí mismo; pero, cuando lo estaba, su enojo no era muy intenso ni muy prolongado y sabía dominarlo. Tenía la convicción de que un hombre debe y puede comprender sus propias emociones y desarrollarlas o anularlas a su gusto. Cuando se hablaba en su presencia de la complejidad misteriosa de la vida psíquica del hombre, se sonreía, irónico,