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otro tiempo fueron islas, se acercan más unas de otras y van descendiendo gradualmente hasta un bajo lleno de graneles médanos, semejantes a los que ocupan las orillas del Atlántico en la provincia de Buenos Aires; unos tienen sus flancos desnudos, otros son sombreados por inmensos matorrales de berberis, en fruta, la que se halla en tal abundancia qué hace tomar a las matas un color azul-morado, y en las cuales sacio mi apetito bastante sensible. Esta fruta es excelente y en extremo agradable y los indios que van a los bosques de la cordillera a cortar palos para los toldos, se alimentan únicamente de ellas, cuando la carne les falta.

Entre estos médanos se ven pequeñas playas, desnudas y cubiertas de cascajo o pobladas de pasto amarillento felposo que le comunica un reflejo pintoresco, aumentado con la presencia de tropas de guanacos que pastan en ellas, mientras los avestruces atacan gozosos, sin piedad, las moradas guindas del calafate, sin fijarse que un hombre los mira de cerca, contemplándoles en su natural libertad. Mi presencia alarma las bandadas de rojos pechos colorados, que vuelan chillando, a mi aproximación; alborotan a los tranquilos dueños del arenoso anfiteatro y un relincho del caballo llena de espanto a la temerosa cuadrilla de guanacos que cruza y recruza delante de mí, sin atinar a alejarse mientras los avestruces desplegando vaporosos sus pequeñas alas, describen curvas y círculos en sus raídas gambetas, hundiendo sus patas en la arena, al tiempo que un piche calmoso, trata de huir, escalando en vano un médano.

El aire ha refrescado; hay olor de agua, y un ruido cercano, halagador en extremo y que revela olas que baten contra rocas, me hace olvidar todo lo anterior.

Nada puede expresar mi entusiasmo en estos momentos en que el caballo asciende y desciende