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de los particulares haciéndolos acaso incurrir en acciones bajas e indignas. Preguntóme si algunos hombres viles o despreocupados no podían en ocasiones por su destreza en este oficio adquirir grandes riquezas, tener a nuestros pares mismos en una especie do dependencia, acostumbrarlos a malas compañías, extraviarlos enteramente de la cultura de su espíritu y del cuidado de sus negocios domésticos, obligándolos por las pérdidas que podían sufrir a aprender a servirse acaso de esta misma infame destreza que los había arruinado.

La relación que le había hecho de nuestra historia en el último siglo le había pasmado en extremo esto no era en su opinión otra cosa que un encadenamiento horrible de conjuraciones, rebeliones, homicidios, destrucciones, revoluciones, destierros y todos los más enormes defectos que la avarícia, el espíritu de facción, la hipocresía, la perfidia, la crueldad, la ira, la locura, el rencor, la envidia, la malicia y la ambición podían producir.

En otra audiencia se tomó Su Majestad el trabajo de resumir lo más substancial de todas nucstras conferencias, cotejando las preguntas con mis respuestas. Después me cogió en sus manos y, lisonjeándome con mucha dulzura, se explicó con estas palabras que no olvidaré jamás, como tampoco el tono en que las decía: -Mi amiguito Grildrig, por cierto que habéis hecho un panegírico admirable de vuestro país: habéis probado perfectamente que la ignorancia, la pereza y el vicio pueden ser alguna vez las únicas cualidades de un hombre de Estado y que esas leyes son aclaradas, interpretadas y aplicadas con el mayor acierto por unas gentes cuyo interés y capacidad los guía a corromperlas, embrollarlas y alterarlas. Advierto entre vosotros una constitución de gobierno que en su origen pudo ser tolerable y hoy se halla