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que, desenredando el brazo izquierdo, podría quedar en libertad; y respecto a los habitantes con justa razón me consideraba de igual fuerza a los más poderosos ejércitos que podían oponerme, siempre que fuesen todos de la misma talla que los vistos hasta entonces. Pero la fortuna me reservaba una sucrte muy diversa.

Luego que aquellas gentes notaron que no me movía, cesaron de dispararme flechas; mas, por ei murmullo que oía, advertí que se aumentaba el número considerablemente, y como a dos toesas de distancia de mi oído izquierdo sonaba un ruido que parecía de trabajadores. Con efecto, volví un poco la cubeza, en cuanto me lo permitían las prisiones, y vi que habían construído un tablado de pie y medio de alto capaz de contener cuatro hombrecitos de aquellos, con su escalera para subir a él. Habiéndose colocado, principió a perorar uno de ellos que denotaba ser personaje importante; pero yo no le entendi palabra. Antes de la arenga, exclamó tres veces: Langro Dehul San, cuyas palabras repitió sin interrupción, explicándolas también por señas para que yo las comprendiese, y a continuación se adelantaron cincuenta hombres para cortar las ligaduras que me sujetaban la cabeza por el lado izquierdo, de suerte que quedé con facultad de poderla volver hacia la derecha, y observar bien el gesto y manoteo del que hablaba. Parecióme de mediana edad y de más talla que los tres que le acompañaban, de los cuales uno, que tenía trazas de paje, recogía la cola de su bata, y los otros dos estaban en pie a los lados para sostenerle. Yo le tuve por buen orador; y por las reglas del arte pude entender que mezclaba en su discurso ciertos períodos de amenazas y promesas. Mi respuesta fué tan sucinta que se redujo a un corto número de demostraciones de sumisión, levantando la mano izquierda, y los ojos al sol, como poniéndole por tes-