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peñar esta función a expensas de la admiración del pueblo, que, previendo lo que iba a hacer, no se descuidó en separarse convenientemente para no perecer ahogados. Es de advertir que algún tiempo antes me habían untado suavemente la cara y manos con una especie de ungüento aromático, que en muy corto rato me curó la picazón de las flechas. Todas estas circunstancias ayudadas de los refrescos que había tomado, me excitaron prontamente un sueño que duró cerca de ocho horas: además, los médicos, por orden del emperador, habian aderezado el vino a prevención con varias drogas soporíferas.

Mandó el emperador de Lilliput (éste era el nobre del país) que mientras dormía me transportasen a su corte. Esta determinación parecerá acaso valiente y arriesgada, y yo' aseguro que en iguales circunstancias no sería del agrado de ningún soberano de Europa sin embargo, a mi modo de entender, también era un pensamiento prudente; porque si aquellos pueblos hubiesen intentado matarme dormido con sus lanzas y flechas, precisamente hubiera despertado al primer sentimiento de dolor, me hubiera encolorizado hasta romper los cordeles que restaban, y, como ellos no eran capaces de resistirme, los hubiera destruído y acabado con todos.

Dispusieron, pues, un carro de tres pulgadas de alto, siete pies de largo, y cuatro de ancho, con veintidós ruedas, de cuya construcción se encargaron cinco mil ingenieros y carpinteros que trabajaron con suma ligereza. Cuando estuvo acabado, lo llevaron al sitio donde yo estaba; pero faltaba que vencer la principal dificultad, que era el levantarine y colocarme en él. Para esta empresa fijaron en tierra ochenta pértigas de dos pies de altura cada una y pusieron a sus extremos una multitud de garruchas bien firmes, por las cuales pasaron unas fuertes maromas como del grueso de un bramante, asegurados en ellas mu-