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puesto que hubiésemos pasado de Madagascar. Ninguno podía comprender qué isla era aquella que dejábamos, ni en un mapa universal que tenía en mi baúl se encontraba cosa que aludiese a ella. Allí le pusimos el nombre de la Isla infortunada. Conocíamos que no podía estar muy distante del paso ordinario de las embarcaciones; mas, con todo, convinimos en disminuir un poco las raciones por lo que podía suceder, añadiendo esta incomodidad a la que sufríamos de vernos reducidos a comer carne cruda desde el lance ocurrido.

- Al día siguiente descubrimos a nuestra gran satisfacción un país que se extendía ampliamente al Sud. Ya nos juzgábamos libres del peligro y, en efecto, antes que anocheciese estábamos a dos leguas de la costa, adonde hubiéramos abordado a no impedirlo un viento Norte fuerte que nos alejaba. Nos contentamos con echar el ancora y recogernos un rato (cosa que no habíamos podido hacer desde que nos echaron del navío), excepto dos centinelas que alternaban. No duró mucho el descanso.

Cerca de la media noche me despiertan los gritos de la esposa de Morrice, voy a levantarme y me hallo aprisionado de pies y manos al mástil de la chalupa.

Los esfuerzos que hacía para evadirme sólo servían para apretar más los nudos. A este tiempo oigo suspirar muchas veces a Morrice, y a su mujer implorar mi auxilio en lengua sevaramba. Dígole la situación en que me hallo, llamo a Morrice y no me responde.

Entonces no dudé ya de que hubiese sucedido algún desastre, confirmándomelo bien pronto las quejas con que la dama sevaramba reprendía a los dos homicidas el asesinato de su esposo y el crimen que meditaban contra ella. Advertí en seguida que iban a poner en ejecución su infame designio. Pero un instante después se suscitó pendencia entre los dos sobre quién había de ser primero, y pasando de las pa-