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Pocos días después pedí permiso al emperador para pasar a cumplimentar al gran rey de Blefuscu; y me respondió con frialdad que podía hacerlo.

Se me olvidaba advertir que los emperadores me hablaron por medio de un intérprete, porque los idiomas de los dos Imperios son muy diferentes cada uno pondera la antigüedad, hermosura y fuerza del suyo con un total desprecio de la otra nación, y como el emperador estaba ensoberbecido con la victoria ganada a los blefusonitas en la presa de su flota, obligó a los embajadores a que presentasen sus credenciales, e hiciesen su arenga en lengua lilliputiense; sin embargo de que con motivo del tráfico y comercio que hay entre los dos Imperios, la admisión reciproca de los desterrados y el estilo adoptado por la nobleza lilliputiense de enviar sus hijos a Blefuscu para civilizarlos y enseñarles los ejercicios de su inspección, es preciso confesar que es muy rara la persona de distinción, y aun el negociante y marinero de sus puertos marítimos, que no posea ambos idiomas.

Un fatal accidente me dió ocasión de hacer a mi emperador otro servicio señalado. Despertáronme a media noche los destemplados gritos de un tropel de gente arremolinada a la puerta de mi alojamiento, que repetían Burgum, Burgum, y rompiendo por medio de todos con bastante precipitación algunos de la corte del emperador, llegaron a mí, suplicándome que acudiese sin detención a palacio porque el cuarto de la emperatriz estaba ardiendo por el descuido de una de sus damas, que leyendo un poema blefuscuita se había quedado dormida. Levantéme al instante, y no paré hasta llegar a palacio, con bastante trabajo por no pisar a alguno en las calles. Ya habían arrimado escaleras a las paredes de la habitación, y tenían un buen surtido de cabos, pero el agua estaba distante. Estos eran como dedales, y aunque el po-