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tisfacción de ver despedirle de la sala con toda la ig nominia que merecía su malignidad.

Mi amo puso carteles ofreciendo exhibirme también al público en el mercado siguiente, y entretanto me dispuso otro carruaje más cómodo, en vista de la fatiga que me había ocasionado la primera marcha y la repetición de mis habilidades en ocho horas seguidas, pues al acabar no podía ya tenerme en pie, y había casi perdido la voz. Para colmo de mis descichas, luego que regresamos a casa, todos los hidalgos de la vecindad, movidos de la admiración general, acudían sin cesar a verme; hubo día que se juntaron más de treinta, con sus mujeres e hijos, que aquel país abunda tanto como Inglaterra de hidalgos holgazanes y desocupados.

Entusiasmado mi amo por las saneadas ganancias que mi exhibición le proporcionaba, determinó llevarme a todas las ciudades más principales del reino. Proveyóse de todo lo necesario para un viaje largo, arregló sus negocios domésticos, y despidiéndose de su mujer elde agosto de, casi dos meses después de mi llegada a aquel país, partimos para la capital, que está situada hacia el centro del Imperio, distante poco menos de quinientas leguas del lugar de nuestra residencia. Mi amo iba a caballo, y a la grupa su hija, vestida de calzones, la cual me llevaba dentro de un cajón atado a su cintura y forrado del paño más fino que había podido encontrar.

La idea era exponerme en todas las ciudades, villas y aldeas algo cultas del camino, y aun en las quintas que la nobleza posee en aquellas inmediaciones.

Hacíamos jornadas muy cortas, que no pasaban de ochenta o cien leguas, porque Glumdalelitch, mirando a mi comodidad, se quejó de que no podía sufrir el trote del caballo, y de cuando en cuando me saca-