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to. El edificio, de igual color, confunde sus formas a la irrupción de los peñascos. Los muros, rudos y titánicos, nos evocan ángeles, y los camtiles esculpidos, demonios, pues sólo genios con alas pudieron labrarlos en la región de los cuervos.

El camino conventual que lleva a Jericó tiene apenas un pie de ancho. Al pan lo suben en cables. Los rayos del sol matinal parecen peinar las cimas, y caen sus sombras como cabelleras. Por sobre el templo mismo, se suspenden grutas de ermitaños, como nidos de águilas: los monjes, aislados, se nutren de raíces nacidas en tierras saxátiles. Hombres de todas partes del mundo se retiran a vivir y morir, donde las plegarias no piensan ya en descender con bienes, sino en estar más cerca de su destino.

Después, el aspecto se dulcifica, Las protuberancias roqueñas surgen menos rojizas y no tan amarillentas. La rala vegetación se anuncia fuerte: en varias hondonadas las gramillas atraen a las ovejas. Allá, a lo lejos, entre cimas que vuelven a evocar cráteres apagados, y tres perfiles sombríos y purpúreos del cerco de Moab, rebosa una inmensa copa azul. Galopamos, y más vibrante, se vislumbra, cual de acei-