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v:erten las de Jerusalén el frescor de la primer mañana del mundo. Se desearía que el alma se retratase en ellas como en un espejo, mientras repercute el acento de la voz de Asís :

Laudato sia il mio Signore per sor aqua.

Al pie de un brocal se tiende un trozo de hielo. La impresión curiosa es apacible. ¿De qué gruta de escarchas se le ha traído a la at- mósfera suave? Y, sobre todo, ¿qué monje, es- culpiéndolo, ha como continuado la oración de sus labios? Luce la forma de un capitel de cris- tal, desprendido de un templo invisible. El agua, purificada en su pétrea transparencia, quiere ser apoyo de un altar níveo. Lia mente del ar- tista adivínase también blanca en esa idea, en que el ensueño plástico se funde a la plegaria inconsútil. Un rayo de sol baña la frágil corona de la columna ausente. Obras soberbias encuen- tran en la pesadumbre de su esplendor su ruina ; ésta, se deshace bajo un beso de luz. El agua brota de sus arabescos, escapa de sus flores, co- rre por un principio de fuste, y disuelve sus formas en llanto. En las lágrimas, hijas del hie- lo y el sol, un espíritu de vibrante regoeijo, y