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en mármol y bronce, con el familiar, de Canova, de la capilla de nuestros padres, en Buenos Aires, y con la gran figura de Miguel Angel, tendida sobre la Virgen, en el San Pedro de Roma, pierden sus contornos en un vapor informe. A través del velo de esa inconsciencia, ni un rayo de luz... Un inmenso etíope a nuestra diestra, descalzo, con la toca en la mano, reza. ¿Qué ha venido a hacer aquel hombre en aquel sitio, dejando sus montes de Africa? Volvemos a la piedra de la Unción. Las lámparas brillan raras con el misterio de sus luces de luna. Y pensamos en el cielo azul de afuera, que es el mismo de Europa o América. Todo es raro, porque nada cambia, y este día es como todos los días, y nos parece raro que los monjes del sitio no comprendan lo extraordinario de andar somnámbulo en aquel paisaje cubierto por un templo.

Se alza un enorme cilindro: lo forman habitaciones de pobre aspecto: arriba, celdas obscuras como guaridas cavernosas de montaña; abajo, capillas con lámparas y rejas. Inclinamos la cabeza y transponemos una puerta:-«Este es el oratorio del Angel»—dice un franciscano. Muy poco expresa nuestra cara; pues,