por norte tan ciego respeto al léxico oficial, que conoce hasta en sus minucias, como seguramente nadie le profesa en la propia España.
Con tales elementos de trabajo, ha sido fácil apuntar las voces chilenas que pudieran incorporarse en el Diccionario, —que hubiéramos aumentado en muchas más a no prescindir de aquellas menos conocidas o de uso puramente regional,—y bien poco lo que he puesto de mi cosecha; y para que la Real Academia disponga de los medios de información, reunidos, eso sí, en pocas líneas, que acrediten aquella pretensión, he anotado el nombre científico que corresponde a cada una de esas voces, para manifestar prima facie que son especies diversas de por sí; los pasajes de antiguos cronistas que las recuerdan, para exhibir su antigüedad, llevando las citas solamente hasta donde he creído que basten al intento; una descripción, tomada de los naturalistas, del animal o planta de que se trata; en cuanto ha sido posible, su etimología, de ordinario araucana; y finalmente, la referencia a los Diccionarios de Lenz y Román en que se pudieran hallar mas detalles relativos a esas voces.
Presentado así éste que llamaría banquete chileno de trescientos y tantos platos, la Academia elegirá entre ellos los que guste, que, me imagino, sera en su mayor parte, puesto que están llamados a enriquecer nuestra lengua de lo que da buen indicio la tendencia ya claramente manifestada en su última edición del léxico, incorporando en ella voces chilenas que en las anteriores no figuraban, y si ya tienen lugar en él, como no puede menos de ser, tantas americanas, y entre ellas, las chilenas que en este momento recuerdo, como son, frutilla, frutillar, murtilla, mote, palqui, patagua, etc., ¿por qué dudar de que en una edición venidera no se dé cabida a tantas otras no menos acreedoras a ese título?