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Pago Chico/Capítulo XII

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Capítulo XII

Con la horma del zapato


«Tengo el honor y la satisfacción de comunicar a usted, por orden del señor Intendente, que desde la fecha queda suspendido y exonerado de su cargo de subdirector y segundo médico del Hospital municipal, por razones de mejor servicio, y agradeciéndole en nombre del municipio los servicios prestados. Tengo el gusto de saludarlo con toda consideración, etc., etc.»

Llegó esta nota a manos del doctor Fillipini al día siguiente de la elección que consagró, por su consejo, municipal a Bermúdez.

-¡Mascalzone! -exclamó, pensando en su protegido de un minuto.

Pero sin que el despecho le ofuscara el raciocinio, salió de casa en busca del firmante de la nota en primer lugar. Era éste el secretario de la Intendencia, Remigio Bustos, y podía aclararle muchos puntos, útiles para sus manejos ulteriores. Le encontró tomando café y copa en la confitería de Cármine. Haciendo un grande esfuerzo, un acto heroico, pagó la «consumación» y pidió «otra vuelta».

-Dígame, Bustos -preguntó por fin-; ¿por qué me destituye don Domingo?

-¡Hombre, no sé! -contestó el otro, paladeando su anis, y no por sutileza ni reserva política, sino por nebulosidad cerebral.

Viera, caracterizándolo, había publicado efectivamente, hacía poco, una parodia de la fabulilla de Samaniego:

Dijo Ferreiro a Bustos
después de olerlo:
-Tu cabeza es hermosa
pero sin seso.
¡Cómo éste hay muchos
que, aunque parecen hombres,
sólo son... Bustos!

-No sabe ¡bueno! Pero dígame cómo fue -insistió Fillipini, en su jerga ítalo-argentina, seguro de que por el hilo sacaría el ovillo-. ¿No le habló nadie?

-Nadie.

-¿Le hizo escribir la nota así, sin más ni más?

-Sí, mientras estaban votando.

-¿Y nadie había ido a verlo?

-Nadie más que Gino, el pión de Cármine.

-¿Y a qué iba Gino?

-A nada. Le llevaba un papelito.

Fillipini calló, apuró su taza, pagó, salió y volvió a entrar por otra puerta, metiéndose hasta el patio y las cocinas. Allí vio a Gino, hecho una pringue, como que era el lavaplatos -el platero, ¡según los chistosos pagochiquenses- de la confitería de Cármine.

-¿Quién te dio el papelito que le llevaste al intendente el domingo? -preguntole en italiano.

-Il signor notario -contestó Gino, mirando a su egregio compatriota con los ojos azorados y los carrillos más mofletudos y rojos que de costumbre.

Fillipini, sin agregar palabra ni saludarlo siquiera, siguió andando y salió por el portón de los carruajes, encaminándose al Club del Progreso.

Allí se sentó, poniéndose a sacar un solitario, indiferente y tranquilo en apariencia, pero sin que nada escapara a sus ojos avizores. Ni aun cuando entró Ferreiro se le conmovió un músculo de la cara, blanca, impasible, rebosante de salud y de satisfacción. Pero a poco abandonó el solitario, y evolucionando lentamente entre los grupos de jugadores y desocupados, acabó por hallarse, como deseaba, mano a mano con Ferreiro.

Los dos zorros viejos se saludaron casi cariñosamente, en apariencia sin aludir al suceso de que eran primeros actores: pero Fillipini no tardó en lanzarse a la carga:

-¿No sabe? Don Domingo me ha destituido...

-¡No diga! ¿De veras?

-Sí, señor. Me ha destituido... Pero no me importa mucho, porque eso no puede quedar así...

-¿Pero por qué? ¿Cómo es eso?

-¡Pavadas! El pobre no sabe lo que hace.

-Diga, pues, doctor; que sí yo puedo...

Fillipini, sonriéndose, miró la hora en su reloj de bolsillo, muy calmoso, muy dueño de sí mismo; y luego, mirando a Ferreiro bien en los ojos, dijo con buen humor:

-¡Claro que puede! Usted y el doctor Carbonero se apresurarán a defenderme. Se necesita ser muy cretino para portarse así con un hombre como yo.

Ferreiro pulsaba al «gringo», sorprendido de tanta soltura, de tanta desfachatez, y pensando:

-¡Si se habrá encontrado topate con te toparías!

Pero quiso darse cuenta exacta de los puntos que calzaba su contrincante, y después de un segundo de silencio, le preguntó:

-¿Y por qué cree que Carbonero y yo lo hemos de defender?

El médico se echó a reír con aparente franqueza y:

-Porque ustedes son demasiado inteligentes para no hacerlo -contestó-. Y demasiado amigos míos -agregó inmediatamente, dorando la píldora, no sin ciertos asomos de sarcasmo.

-Amigos, sí... está bueno. Pero si usted pretende amenazarnos...

-¡Señor Ferreiro! -dijo entre carcajadas Fillipini-. Si yo no lo conociese tanto lo que me dice sería como para hacerme creer que usted ha «mojado» en esta barbaridad...

-¡Yooo!

-¡No, no lo creo, claro está que no lo creo! Al contrario: usted lo hubiera impedido, a saberlo... ¡Bah! entre bueyes no hay cornada, como se suele decir... Para mí el caso es sencillo... Ese «lavativo» de Bermúdez tiene la culpa, y me ha hecho una gran cargada después que le di el modo de hacerse municipal...

-¡Y por qué se lo dio! -interrumpió violentamente Ferreiro.

-¡Eh!... ¡Questo é un altro paio di maniche! -murmuró Fillipini con mucha socarronería.

Hizo una pausa, sonriente e insinuante, para continuar después:

-Yo soy muy necesario en el hospital, porque Carbonero no va casi nunca, y hago todo el servicio... Si se nombrara a otro... con la administración... y los gastos tan grandes... Además, que hay que nombrar a otro, desde que Carbonero no iría aunque lo mataran.

-¿Y de ahí?...

-¿A quién nombrarían? El único médico que queda es el doctor Pérez y Cueto...

-¿Y eso?

-Que nombrarlo a Pérez y Cucto, sería como meter las narices de toda la oposición en el hospital... Publicar lo que comen los enfermos, cuando comen... descubrir el estado de la farmacia... de las ropas de cama... contar lo que pasa con los cadáveres que se quedan allí días y días, y lo que hace la enfermera que se va a dormir todas las noches en su casa, y el ecónomo que poco a poco se va llevando cuanto hay... Un enemigo como Pérez vería todas estas cosas con malos ojos, las exageraría, metería un bochinche de dos mil demonios... No pensaría como yo, que el hospital está relativamente bien, porque no todo puede marchar a la perfección en un pueblo tan pobre como éste y tan atrasado... Además, que la gente que va a curarse allí es de poca importancia y no le interesa a nadie: extranjeros, personas de otros pagos... Si no fuera así, también, ya hubiera habido más de un escándalo... Pero, ya se ve, con las preocupaciones actuales que convierten la palabra «hospital» en sinónimo de «muerte», sin que nada pueda evitarlo, no hay que tomar el rábano por las hojas, ni meterse a redentor... Cualquier hombre sensato, yo el primero, tiene que considerarlo así; pero no se me negará que todo esto constituye un arma tremenda para los opositores, que si no la utilizan es porque están ciegos como topos. Las chicas se les van y las grandes se les escapan...

Durante este largo discurso, pronunciado con bonhomía y serenidad, como si se tratara de ajenos, el escribano observaba con desconfianza a Fillipini, diciéndole para su capote:

-El gringo éste es muy ladino. Si nos metemos con él, de repente nos va a salir la vaca toro. Me precipité demasiado, y las calenturas son malas consejeras.

-Pero, por sonsos que sean -continuó muy lentamente Fillipini-, por sonsos que sean sabrán «rumbear» en cuanto alguien les enseñe el camino; y entonces no habrá quien los ataje... ¡Chica farra se armaría si lo nombraran a Pérez y Cueto!...

-También es posible no nombrar a nadie. El hospital no necesita...

-¡Usted no dice eso seriamente, señor Ferreiro! ¡Ma! por poco que sirva el hospital tiene que tener médico, y ya sabe que Carbonero no va y no irá nunca... Yo preferiría que nombrarán a otro si no quisieran reponerme a mí. Pero, de cualquier modo, ya lamentarán haberme separado...

No daba el doctor Fillipini asidero para que se le replicara alzando la prima; al contrario, cuanto decía estaba muy puesto en razón, y sus verdades no le brotaban ni agrias ni amargas de la boca, aunque tras ellas hirviesen amenazas tan terribles cuantos evidentes.

-Lo que se había pensado -dijo sin embargo Ferreiro- era no nombrar a nadie.

-¡Ma! ¿y cómo dijo que no sabía nada? -preguntó con fingida candidez Fillipini.

-Digo... se había pensado... así en el aire para el caso de que se produjera una vacante...

-Capisco...

Y ni una objeción más. Fillipini se quedó mirando de hito en hito a Ferreiro, que al poco rato no pudo contenerse y exclamó:

-¡Pero también usté! ¿Por qué se metió en lo de Bermúdez, para qué nos forzó la mano sin necesidad?...

-¡Questo é un altro paio di maniche! -repitió el doctor-. Se lo vuelvo a decir, porque ustedes no se habían dado cuenta de dos casos: de que Bermúdez es un magnífico instrumento en la municipalidad, primero; y de que yo puedo serle muy útil o muy perjudicial, después. Era preciso que nos conociéramos, señor Ferreiro, para que ustedes no me tuvieran arrumbado en un rincón como hasta ahora. Y usted convendrá en que me he hecho conocer sin causarles perjuicio. ¿Es una buena cualidad, no es cierto? ¡Vaya! ¡Dígale al intendente que me reponga sin ruido, y tan amigos como antes o más amigos que nunca, mejor dicho!

-Bueno... veré... pensaré.

-¡Eso es! Piénselo bien, caro. Yo no quiero que se haga ninguna arbitrariedad en mi favor.

-¡Qué gringo éste! -murmuró Ferreiro, levantándose entre divertido y malhumorado-. Es como la garúa finita, que lo cala a uno hasta los huesos. Y se va a salir con la suya, no más -agregó, palmeándole el hombro.

-Piénselo, piénselo y no se apure -dijo el otro-. Para todo hay tiempo y a la corta o a larga usté se convencerá de que yo soy un buen amigo.

-Y yo también, doctor.

Se separaron. Fillipini, seguro de haber movido bien las piezas, murmuraba sin embargo.

-¡Eh! si pudieses ¡qué patada me darías! Pero no podrás...

Sin perder tiempo volvió a la confitería de Cármine, donde había un grupo de opositores tomando aperitivos, los unos sentados alrededor de las mesas, los otros de pie, junto al mostrador. Silvestre, que peroraba entre ellos, se acercó a Fillipini, como era, en parte, el deseo de éste, pues quería hallar modo de que le vieran hablar largo y tendido con algún enemigo de la situación. -Viera, si fuese posible, y lo sería, pues se hallaba presente también.

-¡Hola, doctor! -dijo Silvestre aproximándose con la confianza que se tomaba con cualquiera y que en este caso justificaban hasta cierto punto las relaciones de médico a farmacéutico-. Me alegro de verlo por acá. ¿Es cierto lo que me han dicho?

-¿Qué le han dicho? Siéntese y tome algo.

-Gracias -y se sentó-. Mozo, otro vermú. Pues dicen que le han quitau el empleo del hospital, ¿es cierto?

-Sí.

-¿Y por qué?

-Oh, esas son cosas, cosas...

-¡Hable, hombre, hable! Ya sabe que se me puede tener confianza. ¡Largue el rollo!

-¡Ma! Usted ya sabe como anda el hospital...

E hizo un cuadro, muy pálido, en verdad, de aquel desquicio harto conocido por Silvestre, quien, sin embargo, se hacía de nuevas al oír tales cosas de tales labios. Y terminó:

-Y como yo no quiero aguantar más ese desbarajuste...

-¿Lo han destituido?

-Eso es.

-¿Será cosa de Ferreiro y el dotor Carbonero, no?

-De ninguno de los dos. Es cosa de Bermúdez.

-¡Pero si Bermúdez ni siquiera es municipal!

-Pues ahí verá usted. Como ha salido electo, le ha calentado la cabeza al intendente, y éste, para tenerlo contento, me ha sacrificado cuando ya me había prometido arreglar el hospital.

-¡Bermúdez! tan bruto y tan...

-Así van los tantos... más vale un enemigo vivo que un amigo bruto... Pero todo esto tiene que saberse...

-¡Claro que sí! ¿Quiere que se lo diga a Viera? Él ya tiene la noticia, pero de un modo muy distinto. ¿Quiere?

-Llámelo, es mejor.

-¡Viera! ¡eh, Pampa!, una palabrita.

Viera se acercó, sentose a la mesa, oyó lo que el doctor quiso contarle, creyó de ello lo más verosímil, y siguió luego largo rato en amistosa charla. A la hora de comer cada cual tomó para su lado, y la vasta sala de la confitería quedó solitaria y tenebrosa, pues Cármine bajó las luces para ahorrar petróleo.

Fillipini, muy tranquilo, no salió de su casa, aquella noche, aguardando el desarrollo de los sucesos que con tanto cuidado acababa de preparar. Cuando despertó, al día siguiente, lo primero que hizo fue pedir los diarios que el sirviente le llevó a la cama.

Comenzó por la gaceta oficial, El Justiciero. De su exoneración ni una palabra, del hospital menos. Pero, ¡oh detalle significativo!, en la noticia de un banquete festejando la elección de Bermúdez y en la lista de los invitados, su nombre figuraba entre los de Luna y Ferreiro, ¡nada menos!

-¡E fatto! -murmuró con una sonrisa, arrojando despreciativamente el periódico para tomar La Pampa.

Una columna dedicaba ésta al asunto del hospital, condenando a... Bermúdez, por la destitución de Fillipini; de Fillipini que -según el artículo- era lo mejor o lo menos malo del oficialismo, un hombre así, un hombre asao, cuyas intenciones eran tan sanas como sus propósitos de reforma y administración. Bermúdez comenzaba desbarrando su carrera política, como lo había previsto La Pampa, y si lo dejaban iba a ser como un caballo metido en un almacén de loza... «El gran consejero de la situación, el señor Protocolos, podría meter en vereda a este gaznápiro» -terminaba diciendo el artículo-. La alusión a Ferreiro era visible pero no como para disgustarlo; ni el mismo Fillipini la hubiera hecho con más tino...

En toda esta andanza el único que rabió fue Bermúdez, quien se atrevió a encararse con Fillipini para darle un sofión. El italiano se le rió en la cara:

-¡Ma! ¡Usté tiene el estómago resfriao! Réchipe: sinapismos. Vaya «amigo Bermúdese» y vuelva por otra.

Ferreiro no aludió nunca a la escaramuza aquella, pero desde entonces tuvo siempre muy en cuenta a Fillipini, que, como es lógico, siguió de segundo médico perpetuo en el Hospital Municipal de Pago Chico.