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Pago Chico/Capítulo XXI

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Capítulo XXI

Altruismo


Entre las espesas sombras de la noche, en grupos charlatanes de tres o cuatro personas, numerosos vecinos de Pago Chico se encaminaban lentamente a la estación del ferrocarril. Se habían reunido con ese objeto en el Club del Progreso, en el café y en la confitería de Cármine, y al acercarse la hora fueron destacándose poco a poco, para no llamar demasiado la atención ni dar pie a que los opositores hicieran alguna de las suyas.

Llegaba en tren expreso, costeado naturalmente por el gobierno, el diputado Cisneros con la misión de reconstruir el comité, y era preciso hacerle una calurosa acogida a pesar de lo intempestivo de la hora. La estación estaba completamente a oscuras; sólo por la puerta de la habitación del jefe, filtraba una raya de luz, y allá en el fondo el Buffet -en funciones para las circunstancias-, abría sobre andén desierto, el abanico luminoso de su entrada. Allí fueron sentándose a medida que llegaban, el doctor Carbonero, el escribano Ferreiro, el intendente Luna, el juez de paz Machado, el concejal Bermúdez y varios otros, sin que faltaran el comisario Barraba y su escribiente Benito, ni aún don Másimo, el portero de la Municipalidad, muy extrañado de no tener que disparar bombas de estruendo en tan solemne emergencia. No hubo francachela; los tiempos estaban malos, y nadie quería cargar con el mochuelo del coperío, aunque sólo hubiera en la estación una veintena de personas. Cada cual, si quería, «tomaba algo»... y pagaba.

La espera fue larga. El expreso se había retrasado en no sabemos qué estación y el jefe aun no tenía noticias de su llegada... Poco a poco, todos fueron a pasearse en la oscuridad del andén, luego instintivamente agrupáronse a la puerta de Buffet, y conversaban mirando inquietos al norte por descubrir entre las sombras el ojo encendido del tren en marcha.

-¿A que no sabe abrir esta cajita? -dijo de pronto el escribano Ferreiro, presentando un objeto al Intendente Luna.

Era una cajita oblonga, en forma de ataúd, en uno de cuyos extremos asomaba un botón a modo de resorte; un juguete-chasco de lo más infantil, pues oprimiendo el botón aparecía una aguja que pinchaba al curioso, con tanta mayor fuerza cuanto mayor había sido su confianza en sí mismo y el apretón consiguiente. Luna la tomó, la examinó deliberadamente, vio el resorte cuya evidencia debería haberlo hecho recelar sin embargo, y exclamó:

-¡Mire qué gracia!...

Soberbio fue el golpe de pulgar que dio al botón apenas había dicho estas palabras, y soberbio el pinchazo que recibió en mitad de la yema del dedo... Estuvo a punto de soltar uno de los ternos más sonoros de su colección; pero se contuvo a tiempo, y lejos de protestar, fingió seguir examinando la cajita.

-No doy ni mañana -dijo por fin.

-A ver emprieste, compadre -solicitó Barraba tendiendo la mano, con los ojos brillantes de curiosidad.

Los demás habían estrechado el corro, deseando ver el misterio que encerraba el cabalístico estuche, y las conversaciones se interrumpieron.

Barraba cayó en la trampa, y a su grueso pulgar asomó una gotita de sangre como un pequeño rubí. Pero puso buena cara, y aparentó seguir maniobrando con la cajita.

-¡Traiga amigo, traiga! ¡Si usté es muy mulita p'a estas cosas! -exclamó al cabo de un instante el juez de paz Machado.- ¿No sabe que p'a qu'el amor no tuerza, más vale maña que juerza? -A ver traiga p'acá.

Barraba no tuvo inconveniente...

Nuevo pinchazo... Nuevo esfuerzo heroico para no lanzar un grito. Aquellos espartanos eran todos capaces de dejarse devorar el vientre, con tal de que enseguida, se lo devoraran a los amigos y compañeros.

Y después de Machado, la cajita pasó a Bermúdez, a Carbonero, a los demás -hasta a don Másimo, que fue el último en pincharse.

Aquel Sterne, imitado ahora por quienes, con sólo imitarlo son puestos a la cabeza de no sabemos cuántas literaturas, nos ofrecería aquí una sabrosa disquisición, llena de longanimidad y de sincero enternecimiento ante la flaqueza humana. Se explicaría el hecho y trataría de explicarlo a los demás, por aquello de que «tout comprendre c'est tout pardonner».

Pero desgraciadamente no habla Sterne, ni el hecho, produciéndose en Francia bajo tan rudimentarias formas, ha dado tema a los grandes modistos literarios. Ello vendrá.

Mientras no viene, y por si no viene, el lector hará bien si saca por su propia cuenta el caracú del hueso que le ofrecemos, y que más peca por sobra que por falta de médula, pues allá en la pobre y silenciosa estación de Pago Chico -microcosmos sintetizado-, y entre aquel reducidísimo compendio de la humanidad, no hubo un solo ejemplar, un solo individuo que no pasara por la prueba, ni uno que no se mostrara a la altura de las circunstancias. El mismo don Másimo -el último mono- se dirigió humildemente al escribano:

-¿No quiere emprestármela hasta mañana, señor Ferreiro?

-¿Para qué don Máximo?

-Va mostrársela a la Goya, no más.

Su altruismo no le permitía gozar tan solo de las delicias de la aguja, pues los otros veinte no contaban ya: Habían contribuido a chasquearlo y se reían de él, como si fuese el único burlado.

Entre tanto y en silencio, había ido aproximándose el tren. Un silbido agudo y un repentino y fuerte resplandor, les hizo dar un salto y volverse hacia la vía. El diputado Cisneros, de pie en la plataforma, con el tren aún en movimiento, comenzó a dirigirles la palabra:

«Este brillante recibimiento me demuestra cuánto es vuestro altruismo y vuestra abnegación. Siempre dispuestos a sacrificaros por el bien de los demás, a luchar sin tregua ni descanso por evitar el sufrimiento ajeno, venís en horas de combate a retemplar mi espíritu, para el holocausto fraternal a que estoy dispuesto tanto como vosotros mismos».

Y siguió así, mientras don Máximo se devanaba los sesos por hallar modo de pasarle la cajita sin faltarle a las debidas consideraciones. Pero no lo halló por demasiado humilde, y tuvo que consolarse con la idea de embromar a la Goya...