Para ser un buen arriero: 3
- III -
Dos meses hacía que el indiano había llegado a casa de sus sobrinos.
Trasladados a ella los equipajes que había dejado en Santander, y hechas algunas reformas indispensables en la habitación que había elegido en la misma casuca, el pobre hombre vivía bastante satisfecho, entregado a los potajes que le disponía su sobrina, si no con gran acierto, con la voluntad y el deseo más nobles del mundo.
Los dos esposos comían con él a la mesa y de sus mismos manjares; lo cual, no obstante (preciso es confesarlo), siempre se levantaban de ella Blas y Paula un si es no es descontentos y contrariados. El indiano no era goloso ni probaba el vino; por el contrario, se daba como un diablo a los amargos, y por tanto, comía aceitunas y bebía cerveza por todo regalo. Paula, pues, no veía un azucarillo por un ojo de la cara, ni Blas se hartaba de vino blanco.
Pero, en cambio, tenían unos aperos de labranza nuevos y completos, dos vacas más, otro traje nuevo y fino cada uno, y comían carne y «pan de trigo» todos los días. Debo advertir que Blas, siguiendo aquella famosa máxima del pobre, «antes reventar que sobre», por aprovechar los medios puros que tiraba encendidos el indiano, se había hecho un fumador de primera fuerza, a costa de media docena de horribles mareos que le costó el aprendizaje.
Pues señor, volviendo al indiano, han de saber ustedes que cada día que pasaba le dejaba más flaco y más amarillo, porque el padecimiento que le ocasionaba tal ruinera, una disentería muy vieja y de fatal carácter, lejos de aliviársele con los aires de su tierra, iba caminando con ellos de mal en peor; tan mal, que hasta el mismo Blas entró en cuidado y le dijo un día a Paula que si aquel despeño no se contenía, iba a ir el buen señor a contarlo muy pronto al otro mundo. Y adviertan ustedes que lo mismo que Blas opinaba el médico del pueblo, que asistía al enfermo.
Y tan fundada era esta opinión, que a los pocos días de manifestada por Blas a su mujer, el paciente se halló sin fuerzas para salir de la cama. El médico, al verle así, no se anduvo en chiquitas, y de buenas a primeras le dijo que se preparase en toda regia, porque se las liaba.
Cumplió el indiano, como cristiano viejo que era, con sus deberes religiosos, y previno que quería hacer testamento, por lo cual ordenó que se le trajese un escribano.
Mientras éste llegaba, el mísero paciente aprovechaba la poca tranquilidad de espíritu que tenía para pensar en la distribución que debía hacer de su caudal.
-Pero, señor, ¿a quién se lo dejo yo, vamos a ver? -se decía-. Yo no tengo en el mundo más parientes que Paula y su marido, y, en rigor, a ellos les corresponde heredarme; pero ¿qué van a hacer de tanto dinero estas dos bestias? De fijo, dárselo a cuatro pillos que se lo quieran sacar con maña, porque las almas de Dios de Blas y Paula no tienen sentido común. Y si no se lo dejo a ellos, ¿a quién se lo dejo? ¿A un extraño que tal vez no rece un Padrenuestro por mi alma? No, señor. ¿A los pobres? Pobres son Paula y Blas, y además sobrinos míos, y me han cuidado con esmero, y me quieren indudablemente. Por otra parte, ¿quién me quita a mí de hacer un legado especial para los pobres, dejando lo demás a mis sobrinos? ¿Y quién sabe si éstos, a pesar de sus cortos alcances, sabrán dar al dinero un buen empleo?... Y, por último -pensó el enfermo poniendo un gesto de hiel y vinagre-, ¿qué me impide ya que se lleve Pateta ese caudal que, después de haber sudado el quilo por adquirirle, no me sirve para detener un solo instante la muerte que me amenaza? Decididamente va a ser Blas un capitalista y el primer personaje del pueblo.
En esto llegó con tres acólitos el escribano, y bajo su fe testó el enfermo; y tan a tiempo, que acababa de poner la firma en el testamento y estirar la pata, fue todo uno.
Al salir del cuarto el escribano se encontró con Blas que andaba dando vueltas, muy afligido, por el estragal; y entre mil reverencias y sombrero en mano, le dijo:
-Resignación, señor don Blas: los altos juicios de Dios son incomprensibles. Él, que ha llamado a su seno a su señor tío, sabe por qué lo ha hecho. Otro día, cuando usted se halle con ánimo más sosegado, me permitiré anunciarle las últimas disposiciones del finado; disposiciones, señor mío, por las cuales le felicitara de muy buena gana si ellas cupiesen al lado del dolor que le embarga sin arañarse con él. Vuelvo, pues, a aconsejar a usted, mi señor don Blas, resignación y conformidad, y tengo la honra de saludarle hasta los pies.
Blas, que empezaba a pasmarse del señor don que le encajó el escribano, dejó para otra ocasión el cuidado de averiguar el motivo de las dos palabrillas, porque la segunda parte del apóstrofe del oficioso notario dio al traste con su serenidad, y rompió a berrear como un ternero, colándose en seguida en el cuarto de su tío para convencerse de que realmente había espirado éste. Paula había entrado en él momentos antes que su marido, y también daba el grito que aturdía el barrio. De manera que, al reunirse el matrimonio junto a la cama donde se hallaba el aún caliente cadáver del indiano, no parecía sino que se iba a hundir la casa.
Decididamente, Blas y Paula habían tomado cariño al buen señor; pero noble y desinteresadamente. Conste así en elogio de estos dos borregos.