Paria

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​Paria​ de Emilia Pardo Bazán


-Yo nunca me entenderé bien con la gente, y acabaré por meterme monja, si no fuese que también hay gente en los conventos -declaró Piedad, guardándose una carta y contestando a una interrogación que le dirigía su amiga Margarita-. ¿Conque me caso con un tapeur? -añadió-. Puede que no fuese ningún disparate... Lo malo es que a mí me gusta comer todos los días; es un vicio que he contraído... Te aseguro que cuando me decida a casarme, ser bajo esa expresa condición: que se comerá los siete días de la semana...

-Tú eres muy excéntrica -advirtió Margarita, que tiene por costumbre escandalizarse a cada momento, con un remilgo de gata pulcra, enemiga de estrépitos y trastornos-. Ni una miss solterona te gana en excentricidad.

-¡Valiente excentricidad la mía! -protestó la muchacha, frotándose activamente con el pulidor las uñas de la mano izquierda; estaban en el tocador las dos amigas, y Piedad se vestía para el teatro-. Mi excentricidad se reduce a hacer cosas naturalísimas, que han llegado a no parecerlo, a fuerza de estar falseando el criterio en todo y por todo.

-¡Mujer! No me digas que es natural lo que se te pasa por la cabeza. Si no estás en paz ni con los guardacantones. Debes de tener azogue dentro. Parece que buscas quimera, por el gusto de buscarla. ¡Mira que lo que hiciste en el duelo de Artías del Valle! ¡Aquellas carcajadas altas y sonoras!

-Pero, criatura... no me pude contener. Me da algo si no me río... Figúrate a Petrita Artías, con aquella cara fúnebre, y rebosándole la alegría por dentro, de verse rica y libre... Y aquel cuadro de sainete de Lara... La gente vestida de negro, la sala a media luz, un suspiro que sale de un rincón, todos hablando en sordina. Petrita de pañuelo sobre un ojo..., tentaciones me dieron de gritar: «Abran las ventanas; venga claret; vengan emparedados... Si somos las mismas de los otros miércoles...» No, y falta lo delicioso... Pepín Barquera, muy compungido, a dos pasos de la viuda... Por poco le chillo: «Consuélala, cena a oscuras, que costumbre tienes...»

-¡Qué atrocidad! Acabarán por huir de ti...

-¡Sí que sería atrocidad consolar a Petrita, tan fanée y con la tripa que va echando! -declaró Piedad, afectando no entender el sentido de la exclamación de su amiga.

-Mujer -suplicó Margarita-, ten juicio, si puedes, cinco minutos, y explícame por qué andan diciendo que estás enamorada del tapeur.

-Me figuro -respondió Piedad, emprendiendo la tarea de abrillantar las uñas diminutas de la otra mano- que será, en segundo lugar, por lo que voy a referirte...

-¿En segundo lugar?

-En primero, por ser estúpido todo el mundo, y más estúpido cuando se reúne a fallar de lo que no entiende.

-Pero, en fin, cuando el río suena...

-Es que no tiene otra cosa mejor que hacer... Pues verás tú, Margaritita, y te autorizo para que lo cuentes, si te da la gana, y si no, deja que hablen; a mí me es enteramente igual... Yo te doy, en parte, la razón: soy un poco maniática. No me divierto con lo que otros se divierten, ni encuentro aburrido sino lo que a mí me aburre. Además, opino que muchísimas cosas no debieran ser como son, sino de otro modo.

-En ese particular no puedo estar conforme -y Margarita sonrió-. Todo me parece a mí perfectamente arreglado; al menos, lo mejor posible.

-Dichosa tú... Yo voy a un baile; uno de estos bailecitos pequeños y de confianza, como los de casa de Almansa, por ejemplo. Tú entras y te fijas en las reinas de la fiesta. ¡Qué guapa está Menganita! ¡Perenganita estrena un fourreau de gasa de oro! ¡Zutanita trae su collar falso, sus perlas de cera legítima! Yo, casi ni las miro. Me las sé de memoria. Tampoco a los hombres les concedo gran atención. Ya presumo lo que han de espetarme. Mil simplezas, y, sobre todo, el inevitable «¡Qué calor!», que trae aparejada la respuesta ingeniosísima: «¡Ya, ya!»

En cambio..., me interesan esas personas de quienes en las fiestas no se hace caso ninguno. Las institutrices y damas de compañía que a veces tienen que ir con las muchachas o con los niños, en los bailes infantiles, y a quienes no se decide nadie a dar la mano, aunque ellas hacen sus conatos de adelantarla tímidamente; las parientas pobres, insignificantes, embutidas en un traje mil veces remendado y que fue desecho de su rica parienta; las feas de solemnidad, a las cuales nadie lleva el buffet ni da un rato de palique: las cursis francamente cursis, que parece que tienen la peste y van mendigando un saludo y una palabra..., y, sobre todo, los músicos. ¿Te has fijado en los músicos tú?

Yo estoy pendiente de ellos. Mis miradas no se apartan del desdichado profesor, tan formal y humilde, con su frac color de ala de mosca, cuyas rozaduras disimuló la tinta; oculto por el piano que cubren los pliegues de un pañolón de Manila charro y por las macetas de flores que se colocan adrede para que el pianista ni vea ni sea visto... Allí está ese paria, convertido en máquina de teclear para que los demás se diviertan y bailen; arrinconado para que no tengamos el espectáculo de su faena, y enchiquerado porque no es lícito a su juventud dirigir miradas a las muchachas bonitas... Así está, aguardando a que un gomoso le chille: «¡Vals!» «¡Rigodón!» Y yo rondo alrededor del piano, y acabo por apoyarme en él y por meditar algo raro. «¿Y si le hablase?» Dicho y hecho... Pongo la voz muy dulce, sonrío...

-¡Qué humorada! -exclamó Margarita.

-Él se vuelve, me mira con sorpresa...

-Y... ¿qué tal? ¿Guapo? ¿Tipo romántico?

-Puedes cerciorarte -respondió Piedad, sacando del bolsillo la carta que acababan de entregarle, y que había leído despacio-. Te presento la fotografía.

Margarita la examinó, observando si tenía dedicatoria. Una maliciosa sonrisa vagaba en sus labios.

-A la verdad, parece poco seductor, hija... A no ser que lleve la música dentro.

Piedad recogió la tarjeta, y, sonriente a su vez, continuó:

-Era feíllo, canijo, amarillento... y con trazas de enfermo, mejor dicho, de tuberculoso... Pero tenía cara de sentir y comprender su posición y una actitud de dignidad triste y resignada... Te confieso que el corazón me dio una vuelta. Hay momentos en que la compasión se sube a la cabeza y se halla uno capaz de cualquier desatino... Y cuando más metida en conversación estaba yo con el artista (llamémosle así), se acerca Petrita, la muy insolente, y me dice con sorna: «Veo que el maestro ha hecho conquista hoy...» Se me encrespó el genio, se me erizó el alma y solté esto que vas a oír: «Por cierto que es verdad, y ¡cuánto más vale el maestro que Pepín Barquera y otros macacos por el estilo, aunque anden persiguiéndolos las señoras!» Y era verdad; cinco minutos antes los había visto en una puerta, él tratando de escabullirse y ella no queriéndole soltar. Enseguida la dejó con la palabra en la boca y digo al pianista: «¿Quiere usted hacerme el favor de llevarme al comedor?» ¡Habías de ver aquella cara! Una expresión semejante..., sólo en los santos extáticos. Y al mismo tiempo, vergüenza; sí, vergüenza. Tuve que llevármele casi a la fuerza; no se atrevía; ¡acaso temiese de mí una burla! La gente nos miraba; se cuchicheaba; no faltó quien a mi paso dijese agudezas. Y la Almansa salió después con que yo le había estropeado el baile... ¡Vaya un baile para que nadie lo estropee! ¡Un buffet miserable, y por orquesta, un tapeur! En fin, yo no me ocupé de lo que pensasen; me senté al lado del profesor; le serví de todo..., de todo lo que había, que no era mucho; le cuidé; le pregunté su vida; supe que mantenía a su madre con su trabajo; le auguré que sería un Rubinstein..., andando el tiempo; le prometí organizar conciertos en que él tomase parte y yo aplaudiese; vamos, me colé...

-¡Cuándo no es Pascua! -declaró la amiga grave y desaprobadora-. Y él..., ¿no te hizo el amor después, a todo trapo?

-Él después se tuvo que ir a su tierra, Alicante, porque ya te dije que estaba tísico. ¡Hace unos quince días que...se ha muerto!

-¿Cómo lo sabes?

-Porque su madre me lo escribe hoy... Dice que se despide de mí por encargo de su hijo, y que, además, me envía ese retrato...

-Mira -murmuró Margarita, cavilosa-: eso no dejar de ser así..., como una cosa en verso...

Piedad calló. Había terminado de bruñirse las uñas, y alzó los hombros, mientras ordenaba a la doncella:

-Traiga usted el vestido vieux rose... ¡Ah! Y la estola de armiño... No calientan ese teatro Real, y se tirita...