Partición de herencia
No hay como el olor a carne muerta para atraer desde lejos a todas clases de aves negras; y por pequeña que sea la presa, acuden, presurosas, solitarias o en bandada, silenciosas o gritonas, a tomar posiciones, de donde puedan dejarse caer a pellizcar.
Cuando murió doña Serafina, no faltaron algunas que vinieron a olfatear la presa. La herencia era poca: un rancho, un corral de ovejas, de lienzos de madera, bastante grande y bueno, con los palos correspondientes; los veinte cachivaches del modesto ajuar; una puntita de caballos bichocos, tres lecheras, y, más o menos, mil doscientas ovejas de clase regular.
Pero, por poca que fuese, bien valía la pena de prestar a los herederos el flaco servicio de sembrar entre ellos la discordia.
Con sólo conseguir de uno de ellos un poder en forma, ya se podía armar una de esas embrollitas capaces de disolver, en trampas y gastos de justicia, algo más de la herencia. Y en esto se ocuparon sigilosamente dos o tres de los buenos amigos que, en el pueblito, tenían los hijos de la finada.
Cinco varones y dos mujeres, todos mayores de edad, de poca instrucción, pero de algún sentido común; regularmente unidos entre sí; sin quererse hasta el sacrificio dispuestos a cuartearse unos a otros para salir de un mal paso, y hacerse menos penosas las ásperas sendas de la vida.
De los hermanos, uno era hombre muy formal, trabajador e inteligente, Eufemio, en el cual, aunque no fuera el mayor, todos tenían mucha fe y cuyos consejos no hacían dificultad en seguir.
Supo, pues, que a las dos hermanas, las estaban aconsejando mal, insinuándolas que los hermanos las iba a embromar, a quitarlas de su parte todo lo que podrían, y que debían nombrar algún apoderado.
Uno de los hermanos, Juan, el más joven, quien, si, por suerte, no hubiera sido tartamudo, habría salido muy doctor, apoyaba la idea; y cuando el candidato a apoderado, procurador conocido en el pueblito con el apodo de «Gusanillo», había desarrollado sentenciosamente sus argumentos irresistibles, él, con elocuencia espontánea, decía: «¡Por, por, por... por supuesto!», y quedaban muy perplejas las mujeres. Hasta que, una tarde, convinieron en que, el día siguiente, sin falta, iría una de ellas, de un galopito, a firmar el poder; y esta tarde, se volvió Gusanillo a su casa, tarareando alegremente una cancioncita, al compás del galope de su caballo.
Pero, esta misma noche, Eufemio reunió a toda la familia, y con los argumentos poderosos que le dictaba su convicción profunda, basada en un miedo cerval a la justicia, no les dejó duda que si pasaban los pequeños bienes, dejados por la pobre vieja, por las uñas de las aves negras, no le iba a quedar absolutamente nada.
-¿Co, co, co... cómo haremos? - preguntó Juan; y Eufemio le explicó que su idea era de pedirle a don Mariano, hombre recto y bueno, dueño del campo que arrendaba la finada, que se hiciera cargo de la partición, y la hiciera a su gusto, prometiendo todos de acatar lo que mandara.
-Así -dijo- evitamos gastos, discusiones, demoras, y juez por juez, me gusta más un mal conocido que un bueno por conocer.
-Se, se, se... se puede ver -dijo Juan, y remitiendo a otro día de firmar el poder, las hermanas asintieron, sabiendo que don Mariano arreglaría todo lo mejor posible.
Dos días después, don Mariano ató su caballo al palenque de la finada, con la cual, tantas veces, había venido a conversar un rato, escuchando con benévola sonrisa, entre dos mates, los charqueos que la vieja hacía del prójimo.
Enterado ya del asunto por Eufemio, para quien tenía la estima que siempre tiene un estanciero para el que, por sus cualidades, le haría cuenta tener de puestero, había formado su plan.
-Miren, muchachos -les dijo-, ustedes son siete, la herencia no es muy grande. No se metan a pleitear; si no se reparten todo a las buenas, de lo que ha dejado la finada, no les va a quedar ni un peso; de modo que cualquier arreglo vale más que irse ante el juez.
«Hagan una cosa. Contamos la majada y como no se puede cortar en siete trozos, a campo, la volvemos a encerrar. Ponemos en un sombrero los siete nombres y tiramos a la suerte. El que sale primero saca las primeras ovejas que salgan del corral, contadas hasta completar su parte, y así, en seguida.
«Si alguno sale algo más favorecido que otro, será por poca cosa, y no se podrá echarle la culpa a nadie.
«El rancho y el corral están en mi campo; les fijamos precio y cargo con ellos. Los muchachos podrán repartirse los caballos y dejar las lecheras y los cachivaches a sus hermanas, poniendo, por supuesto, a cada cosa su valor, y, si falta un pico de algunos pesos para equilibrar el reparto, se ha de encontrar.
-¿Qué, qué, qué... qué hago yo con mi, mi, mis ovejas? -preguntó Juan.
-Te las compro -le dijo Eufemio, que tenía economías y crédito- si don Mariano me deja en el puesto.
-Te lo iba a ofrecer, muchacho -dijo don Mariano-, y te completaré el capital para darte la majada en sociedad.
Otro hermano también le vendió sus ovejas a Eufemio y el reparto se hizo como había dicho don Mariano, sin más perito, sin más abogado, ni procurador, ni juez que él, quedándose cada uno conforme con su lote.
Para festejar tan buen arreglo, Eufemio puso al asador un lindo cordero gordo...
En este momento, llegó el amigo Gusanillo, algo inquieto del silencio de su clienta; lo convidaron, y le contaron alegremente el corte dado al asunto.
Con otra presa había soñado el pícaro, que con una costilla de cordero, y la encontró algo desabrida, a pesar de la cantidad de ajos que, entre dientes, iba mascando.
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Nota de WS
[editar]Este cuento forma parte de los libros: