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Paternidad

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Paternidad
de Emilia Pardo Bazán


La romería terminaba felizmente, sin quimeras ni palos. Diríase que, según transcurrían las largas horas de aquella tarde de junio, la alegría iba en aumento aunque disminuyese el ruido, porque los músicos, rendidos de soplar en los cornetines y las flautas y de pegarle al bombo porrazos, se secaban la frente con anchos pañuelos de algodón de colorines, y menudeaban tragos de resolio, a medida del deseo del resecado gaznate. El aire estaba impregnado del olor del pulpo cocido y de la penetrante, húmeda y áspera emanación de la flor del castaño. Nos disponíamos a marchar, emprendiendo el camino de la Vilamorta -antes que cayese la noche y no se pudiese andar por los senderos con el calzado que gastan los señoritos- cuando se nos acercó un viejo «más alumbrado que el Santísimo», según la pintoresca frase del cura de Naya. Venía cantando, mejor dicho, berreando destempladamente, coplas muy religiosas, en honor de Nuestra Señora del Montiño, titular del santuario, y de San Antonio milagroso; y de pronto, entre las canciones edificantes, intercaló una que nos obligó a taparnos los oídos, porque, ¡dianche, picaba la condenada lo mismito que la guindilla!

Por fortuna, el cura de Naya, que en unión del notario de Cebre y el señorito de Limioso nos había acompañado y compartido nuestra merienda, es un sacerdote de muy desahogado genio, corriente y moliente, aunque, eso sí, virtuoso a su manera como el que más. Riose a carcajadas de la facha y el canturrio del viejo, y le llamó haciéndome un guiño, a estilo de quien dice: «Nos vamos a divertir un rato. Verá usted».

-Hola, tío Fidel -preguntole cuando estuvo tan cerca que el vaho de su borrachera llegaba hasta nosotros-, ¿qué tal? ¿Han caído buenos vasos? Estaba de recibo el vino, ¿eh? Porque le veo con muchos ánimos para cantar, y el hombre, ya se sabe, sin un buen vino no vale para cosa ninguna.

Afianzose el viejo, porque las piernas le danzaban; se descubrió con mano lenta y temblona, y pasando del cínico regocijo a una aflicción que le arrancaba sollozos, exclamó, entre pucheros y muecas de llanto:

-¡Ay señor abad!... ¡Ay dinísimos señores! ¡Que se me ha muerto el hijo, que se me ha muerto el hijo!

Con gran sorpresa mía, ante esta queja que me oprimió -porque cualquiera que sea la forma de que se revista el sentimiento, siempre puede encontrar eco en el alma-, abad, señorito y notario soltaron a coro la carcajada más espantosa y ruidosa. Reía el notario entre la aborrascada maleza de su barba oscura; reía el abad con su boca fresca de chiquillo, alumbrada por blancos dientes; hasta el melancólico hidalgo subía los lacios bigotes con expansión risueña. ¡Sin duda era muy chistoso que al viejo se le hubiera muerto un hijo! Salté indignada, pero mi indignación provocó nuevas demostraciones de buen humor entre aquella gente incorregible.

-Conque el hijo, ¿eh? ¡Bien, tío Fidel, magnífico! Y... ¿se puede saber cual? Porque -añadió el notario, volviéndose hacia mí- conviene saber que el tío Fidel de ese artículo anda perfectamente. ¿Cuántos tenía hace un año, por este mismo tiempo? ¿Usted se acuerda, abad?

-Hombre, se me ha borrado la cifra... ¡Haré memoria! ¡Lo que es de ochenta pasaban!

-¡De ochenta! -repetí yo atónita-. Pero ¿sabe usted lo que está diciendo? ¡Ni un patriarca de la Biblia! ¡Ea!, déjense de bromas... Eso no puede ser.

El acusado -tal parecía entonces el viejo beodo- bajaba la cabeza greñosa, tartamudeando palabras que no se entendían.

Sin embargo, de sus ojos vidriados por la embriaguez vi desprenderse una humedad como de lágrimas, y no pude menos de exclamar:

-Pues llora. ¡Pobre hombre! Aunque se tengan ochenta hijos, no se deja de sentir al que muere...

La respuesta a mi compasiva observación fue otro coro de risas, que me pareció doblemente inhumano. Tardé más de diez minutos en sospechar que los codazos, las cucaduras de ojos y las risotadas tendrían su razón de ser, su fundamento... Ellos prolongaban gustosos mi incertidumbre para sazonar la revelación. Por último, así que el tío Fidel, convicto de más de ochenta hijos, se alejó, titubeando, bordando eses en el césped y entonando con voz que parecía salir del hueco de una olla una canción muy conocida en el país:


 San Benitiño de Cova de Lobo,   
hei d’ir alá, miña nai, si non morro   



decidieron hablar, y fue el vivaracho del cura quien se encargó de enterarme.

-Calle, por Dios... Si es la guasa mayor del mundo. Pero créame que no inventamos; que es tan cierto como que estamos aquí. Este viejo, el tío Fidel, es el labrador más pobre de la parroquia de Gondelle. Pobre, eso sí, como las arañas. El trabaja... a ratitos, porque le llaman aquí y allí para la labor de las viñas; pero el resto del año, muerto de necesidad y de sed, sobre todo de sed; no hay otro más amigo del jarro. Del jarro vino la tentación, que el diablo sabe muy bien dónde cada uno tiene las asas para agarrarnos por ellas. Después de llegar a los sesenta años, tan miserable que ya iba a echarse a pedir limosna...

-¿Y los hijos? ¿No le ayudaban? -interrumpí.

El abad sacó el pañuelo y se enjugó ojos y boca. También lloraba él, como el viejo; sólo que de risa.

-¡Los hijos! -repitió al fin, cuando recobró la palabra-. ¡Si entonces no tenía ninguno! Pues ahí está el milagro: toda esa prole la engendró pasados los sesenta... Expresándome con propiedad: no la engendró; se descubrió que la tenía... Estando él a la puerta de la taberna del Morito, un mozo de la parroquia, que se llamaba Leoncio, cogió al tío Fidel y le hizo la proposición siguiente: «Si quiere beber todo el día y comer y hartarse, yo pago y le doy un duro para tabaco además. Pero antes viene conmigo a la notaría... y se pone por padre mío, a ver si libro de quintas». El tío Fidel echó sus cuentas: vio que no le importaba tener un hijo si no se trataba de mantenerle, y, al contrario, si era el hijo quien corría con la mantención, y se dejó llevar a la notaría, y reconoció aquel pecado de tiempo atrás, que no había cometido... «¡Vaya por los que serán verdá!», me decía al día siguiente, porque el tío Fidel es muy chusco y muy partidario de las rapazas, y hay que hacerle la justicia de que a nada que ellas se ablandasen, los ochenta pudo tenerlos. ¡Dios me perdone!... Bien, al caso. Ello es que el mozo libró ¿no había de librar? Padre pobre y mayor de sesenta años..., el hijo obligado a sostenerle..., libre como el aire. Y desde aquella hora..., usted, notario..., haga el favor de decirnos lo demás.

El notario torció el gesto, y barbotó entre gruñidos:

-Hombre, no fastidie... Cuente usted la historia, que usted tiene buen pico, y un servidor, no... Yo paso por lo que diga. Amén.

-Pues es el caso... que, aun cuando la ley solo permite que libre de quintas un hijo, como al presentar la certificación de uno no se exigen comprobantes de que no hay otros..., conocida la treta, nuestro tío Fidel empezó a reconocer un batallón de rapaces, antes sin padre conocido. Solo que subió la cuota: de un duro saltó a cinco, y después a ocho, y, por último a diez, y guisote y borrachera libre, por supuesto. En la taberna del Morito ya lo saben; cuando ven llegar al tío Fidel por la mañana, ordenando que le guisen un buen cazolón de bacalao con arroz..., la tabernera, la Morita; aquella mocetona que parece un guardia civil, sale al encuentro del viejo, y le dice, pegándole una palmada en el hombro: «¡Hola! ¡Le nace un hijo! ¡Que sea enhorabuena! ¡Me convidará al bautizo y regalará los dulces!». Y así ha ido mejorando de suerte el tío Fidel y dándose los hartazgos de la era cristiana. Hoy, ¿no repararon?, iba hasta elegante, con ropa nueva, de paño fino y con sombrero de los mejores. ¡Tan portado como un caballero! Se conoce que prospera la industria... Sabe Dios la cantidad de vástagos con que se habrá aumentado la familia... Mal año para aquel sultán de Persia que se las arreglaba de modo que le nacía uno por cada día del año...

Así que el cura hizo pausa, se me ocurrió una curiosidad.

-¿Y no tiene el tío Fidel algún hijo verdadero? ¿Suyo, de sus lomos, como dice la Escritura?

El abad se encogió de hombros.

-¡Vaya usted a saber! Misterios del destino. Lo indudable es que justamente a ése, si existe, no lo ha reconocido, ni ganas. Porque ése... no le valdría cuartos. Puede que se los costase.

-Sin embargo -objeté yo-, hoy, ese hombre, parecía realmente afligido; hasta se le arrasaban en lágrimas los ojos al participarnos que su hijo había muerto. ¿Qué explicación encuentran ustedes al hecho? ¿De qué hijo se trataba? Me gustaría averiguarlo.

¡Oídos que tal oyeron! El abad, que es desvivido por complacer, se separó del grupo, yéndose en busca del beodo, hacia el santuario, en la dirección donde se habían desvanecido los últimos ecos de la canción entre devota y folclórica San Benitiño...

Y nos quedamos esperándole, comentando el caso, distraídos por los grupos de aldeanos y aldeanas que bajaban la cuesta a saltos, a brincos, agarrados del dedo meñique, retozando, chillando, en un desahogo de júbilo provocado por el cosquilleo bullidor del vino en las venas y el fresco de la tardecita en los pulmones. No sentíamos pasar el tiempo; pero la verdad es que el cura tardó más de media hora en presentarse sofocado, riente y malicioso.

A nuestras interrupciones, contestó así:

-¡Qué buen recado traigo! Pero ¡qué bueno! Ya sabemos quién era el hijo que se le murió al tío Fidel. ¡Oigan, que esto merece escribirse con letras de oro! El hijo en cuestión es uno de los ochenta o noventa... cualquiera, el que ustedes gusten... que se fue a América y se agenció allí un capitalejo, unos tres mil duros..., y se murió soltero, y la herencia, claro, recayó en el padre... ¡Para el tío Fidel, el Potosí!... ¡Borrachera perpetua! Con el agradecimiento y la curda, ha llegado a creerse que era verdadero hijo el difunto, y se enternece hablando de él..., y llora... ¿No es muy justo? ¿Haría más un hijo efectivo y real, de su sangre? El tío Fidel siente ahora todas las impresiones sublimes de la paternidad.