Peñas arriba/Capítulo I
Capítulo I
Las razones en que mi tío fundaba la tenacidad de su empeño eran muy juiciosas, y me las iba enviando por el correo, escritas con mano torpe, pluma de ave, tinta rancia, letras gordas y anticuada ortografía, en papel de barbas comprado en el estanquillo del lugar. Yo no las echaba en saco roto precisamente; pero el caso, para mí, era de meditarse mucho y, por eso, entre alegar él y meditar y responderle yo, se fue pasando una buena temporada.
La primera carta en que trató del asunto fue la más extensa de las ocho o diez de la serie. Temía colarse en él de sopetón, y me preparaba el camino para sus fines, «tomando las cosas desde muy atrás, y como si nos tratáramos entonces, aunque de lejos, por primera vez».
«Mucho le estorbaba la pluma entre los dedos», y bien lo revelaban la rudeza de los trazos, la desigualdad de las letras y las señales de más de un borrón lamido en fresco o extendido con el canto de la mano; «pero con paciencia y buena voluntad se vencían los imposibles».
«Tus abuelos paternos -me escribía-, no lograron otros hijos que tu padre y yo. Yo fui el mayorazgo, y como tal, aquí arraigué desde el punto y hora en que nací. Tu padre, como más necesitado, echóse al mundo, y rodando mucho por él, adquirió buenos caudales y una mujer que no había oro con qué pagarla. De esta traza me la pintó cuando vino a darme cuenta de sus proyectos matrimoniales, y a tomar posesión, en pura chanza, de la pobreza que le correspondía por herencia libre de tus abuelos. Fuese a los pocos días de haber venido, y no he vuelto ni volveré a verle más en la tierra. Dios le tenga en eterno descanso.
»También yo me casé andando los días, y tuve mujer buena, e hijos que el Señor me iba quitando a medida que me los daba. Con el último de ellos se llevó a su madre. ¡Bendita y alabada sea su divina voluntad, hasta en aquello con que humanamente nos agobia y atribula! Como aún no era yo propiamente viejo y me sentía fuerte, y en estas angosturas y asperezas del terruño hallaban pasto y solaz abundante las cortas ambiciones de mi espíritu, aprendí a arrastrar con valentía la cruz de mis dolores, y hasta logré olvidarme, tiempo andando, de que la llevaba a cuestas: vamos, que me hice a la carga, y volví a ser el hombre de buen contentar y apegado a la tierra madre como la yedra al morio. De tarde en tarde nos escribíamos mi hermano y yo, y de este modo supo él mis venturas y desventuras, y yo tu nacimiento y el de tu hermana, el casamiento de ésta después con un americano rico que se la llevó a su tierra, la muerte de tu madre y los rumbos que tomabas con los libros de las aulas, según ibas esponjándote y haciéndote hombre.
»Una vez dio en faltarme carta vuestra más de lo acostumbrado, que era bien poco, y la primera que tuve al cabo de los meses fue tuya y para decirme que tu padre se había muerto de un tabardillo enconado, o cosa por este arte. Ausente tu hermana y cargada de familia y de bienes en la otra banda, quedábaste solo en la de acá, y aticuenta que en el mundo, aunque con medios de fortuna para bracear a tus anchas en él. Lo mismo que yo, salvo la comparanza de gentes y lugares. Te brindé con éste mío, desconfiando mucho, en verdad se diga, de que me quisieras el envite, hecho de todo corazón, porque barruntaba tu modo de vivir y conocía tu estampa por retratos que me habías ido mandando. Ni el uno ni la otra se amañaban bien con la pobreza y rustiquez de estos andurriales; me parecía a mí. Y no iba el parecer fuera de camino, porque eso resultó de tu respuesta, bien desentrañadas sus finezas y cortesías. Desde entonces fueron peras de a libra las cartas entre nosotros dos. Tú corriendo la Ceca y la Meca, y yo firme y agarrado a estos peñascales como barda montuna. Y así hemos ido tirando tan guapamente: tú sin acordarte dos veces al año del santo de mi nombre, y yo sin apurarme por ello cosa mayor, porque mientras tuve salud, tuve alegría, y a la luz de ella me tenía por bien acompañado con vivir entre estas gentes y estos riscos y hasta sus alimañas, que me parecían ya, a fuerza de verlos y palparlos, carne de mis huesos y sangre de mis propias venas. Pero tú eras mozo y tenías mucho tiempo y mucha tierra por delante; yo viejo y con muy pocas fantasías en la cabeza, y no sobrado de calor en la masa de la sangre; los muchos años hicieron al cabo una de las suyas, y ayer mañana, como quien dice, una pizca de nada, un sorbo de leche más de los acostumbrados, el aire de una puerta, el aletazo de un mosquito, me acaldó en la cama. Tardé en salir de ella, y salí como para entrar en la sepultura. El roble se bamboleaba como si le faltara la tierra que le sostenía, o se te despegaran de ella las raíces, o no pudiera con el peso de su propio ramaje. Ya me dan anseo las cuestas arriba con solo mirarlas, y la mano que ayer venteaba gustosa el apero o el hacha con que yo me entretenía en la tierra de labor o en la espesura del monte, hoy me pide el paluco del tullido, como el puntal de sostén el jastial resquebrajado; y lo que es peor que todo ello, que el ánimo va cantando al son de la osamenta que se descuajaringa y no puede ya con el pellejo. En suma, hombre: que en un dos por tres, y cuando menos lo esperaba, di el bajón que había de dar más tarde o más temprano. Es de ley que la tierra llame a lo que es suyo, y a mí no cesa de llamarme unos días hace. No te diré que tenga miedo, propiamente miedo, a ese vocerío que no calla día ni noche; pero es la verdad que a estas horas quisiera verme algo más acompañado de lo que me veo en la soledad en que me hallo. Soledad digo, porque con estar cada cosa de estos lugares en el punto en que siempre estuvo, y con ser estas buenas gentes lo que siempre fueron para mí, ahora resulta que tengo codicia de algo que me llegue más adentro que todo ello, por lo mismo que lo hay y sé por dónde anda. Sí, hombre, sí: has de saberte que toda la ley que tuve a mis hijos, y a su madre, y a tu padre, y a los míos, y que por tantos años ha estado como dormida en lo más hondo del corazón, se me ha despertado de repente, cebando su hambre envejecida en la única carne de la nuestra que conoce: en ti, para que lo sepas de una vez. Porque tu hermana, a la distancia que está de nosotros, es para el caso como si ya no viviera, y no quiero tener por de la casta nuestra a dos sobrinazos segundos míos, por parte de mi madre: dos bigardones de mala catadura y peor vivir. Hace no mucho tiempo bajaron de su pueblo a pedirme «algo», a tales horas y en tales términos, que tuve que darles el «Dios vos ampare» con la escopeta echada a la cara. Primera y única vez que los he visto.
»Pues bueno, y para fin y remate del camino que traigo y ya me cansa: creo que si tú te animaras y me dieras el regalo de tu compañía en esta casona, el vocear de la tierra me sería más llevadero. No hay cosa mayor con qué tentarte entre estos solitarios despeñaderos, a ti que estás avezado a las pompas y regalos de la corte; pero a todo se hacen los hombres cuando se empeñan en ello, sin contar con que también aquí hay su sol correspondiente; y aunque es cierto que tarda un poco por la mañana en trasponer los picachos que rodean el lugar, una vez arriba alumbra y calienta y regocija el ánimo como el sol más majo de cualquiera parte. Además, tu destierro no podría durar mucho por razones que yo me sé; y por último y finiquito, con salir de él en cuanto no pudieras resistirle, estaba el cuento acabado para ti.
»Ítem más: tengo ciertos planes en el magín, que me dan mucho que hacer. ¿Qué hombre anda sin ellos en mi caso? No tengo herederos forzosos, y no deja de haber en casa algo que echar a perder de mi propia pertenencia; algo que irá a parar Dios sabe adónde, si en mis últimas y postreras no topo al alcance de la vista con un ser que me haga un poco de cosquilleo en las entretelas del corazón.
»Por supuesto, que no trato de encender tu codicia con estas indirectas. ¡A buena parte iría! Pero es bien que todo se estipule y se tenga presente en horas como las que han empezado a correr para mí.
»En fin, hombre, anímate a venir por acá; y si no puedes hacerlo por gusto, hazlo por caridad de Dios.»
Menos lo del «bajón» y sus consecuencias, todo lo que mi tío me contaba en esta carta me lo tenía yo bien sabido; y sabía también, por lo que se deducía fácilmente de su anterior y escasa correspondencia con nosotros y lo poco que me había dicho mi padre, que su hermano Celso era un hombre campechano, de escasas letras y excelente corazón, agudo de magín y un tanto marrullero, como buen montañés, y más cuidadoso del cultivo y prosperidad de sus tierras y ganados, que del fomento de su cariño a la familia que le quedaba; dejadez que a ratos tocaba en una indiferencia que parecía rayana del absoluto olvido. Menos que de mi tío sabía yo de su tierra nativa y de nuestra casa solar, no tanto por culpa de mi poca curiosidad sobre estos particulares, como por obra de una de las flaquezas más salientes de mi padre. Le llamaban más la atención los apellidos que las condiciones personales de «los nuestros»: así es que al preguntarle por la vida y milagros de cualquiera de ellos, en lugar de responder derechamente a la pregunta, se encaramaba en la copa del árbol genealógico de la familia, y gateando de rama en rama hacia abajo, no paraba hasta dar, lo que menos, con la pata del Cid, si es que se conformaba con eso. De sus padres sólo pude sacar en limpio, en las diferentes veces que le pedí noticias sobre ellos, que habían sido el entronque de la casa «única» de los Ruiz de Bejos, de Tablanca, con la de los Gómez de Pomar, la más ilustre de las de Promisiones. Pocos caudales, eso sí, por parte de estos últimos principalmente, es decir, por la de mi abuela paterna, que sólo aportó al matrimonio unas gargantillas y unas arracadas de coral, dos relicarios de plata con una astilla de la Vera-Cruz, y un hueso de Santa Felícitas, respectivamente; tres mudas de ropa blanca, dos mantelerías de hilo casero, una cadena de oro cordobés, el vestido de gala con que se casó, y otro a medio uso para todos los días. Por parte de mi abuelo ya fue cosa muy diferente. Nuestra casa de Tablanca ejercía en todo el valle, por virtud de su condición benéfica amén de ilustre, cierto señorío indiscutible y patriarcal, y era el paradero obligado de todas las personas notables que pasaban por allí, incluso los obispos. Solamente en lo que recordaba mi padre, se habían hospedado dos en ella: el de Santander y el de León. Para estos y otros parecidos menesteres había en arcas y alacenas buena provisión de sábanas y mantelerías superiores, maciza y abundante plata de mesa y hasta dos colchas de damasco y un crucifijo de marfil y ébano. Nada faltaba allí de lo que no debía de faltar en la casa de una familia como la nuestra. Pero de su situación, de su forma, de su amplitud, de sus comodidades, ni una palabra: a lo sumo, que era grande, con solanas, escudo nobiliario y accesorias. Del terreno en que estaba enclavada y sus aledaños, de las condiciones y aspecto del paisaje, de su clima, de sus recursos para la vida algo más que animal, de las costumbres de sus habitadores, era ocioso inquirir cosa alguna por informes de aquel buen señor, que con estar tan pagado de su estirpe y poner en los cuernos de la luna los blasones de su casa y la tierra en que había nacido, sólo una vez y muy de prisa volvió a ella después de haberla abandonado, aunque por imperio de la necesidad, siendo muchacho todavía. Se remontaba a lo más alto de cuanto había oído y leído sobre aquella empingorotada región de la cordillera cantábrica, y era de ver cómo se las había, primeramente, con los celtas, nuestros supuestos progenitores, y se descolgaba enseguida de allí para enzarzarse mano a mano y como quien ventila y justiprecia ordinarios y corrientes asuntos de familia, con aquellas tribus montaraces, con aquel cántabro feroz que pasó los Alpes y luchó con Aníbal contra Roma y derrotó a Escipión en el Tesino. Después hablaba de Augusto y sus legiones, venidos a Cantabria expresamente para someternos al yugo romano; de que tal era nuestro empuje, tal «nuestro» valor y tal «nuestro» apego a la independencia, que el César había necesitado seis años para triunfar en un empeño que le había parecido obra de pocos días; de los horrores de esta guerra bárbara entre inaccesibles peñascales y profundos y sombríos barrancos, donde rugían las aguas tintas en la sangre de «los nuestros» y de los aguerridos legionarios. No faltaba lo de las madres que durante la guerra mataban a sus pequeñuelos para no verlos esclavos de los triunfadores extranjeros, ni lo de la muerte en cruz de tantos mártires entonando himnos de libertad entre maldiciones al conquistador, y con todo esto, un sinnúmero de pormenores sobre el tipo y las costumbres de sus héroes, pormenores que yo hubiera querido sobre la tierra que habitaron, tal y como era en mis días. Lejos de ello, sólo dejaba los cántabros para mezclar a sus sucesores en la epopeya de Covadonga o en los líos de los «Bandos» de Castilla; y ya puesto aquí con los ditirambos a sus ínclitos «antepasados», recorría con ellos las cinco partes del mundo, hasta no saber por dónde se andaba, ni yo tampoco. Porque sobre estas materias tenía mi padre una erudición abundante, pero un tanto sospechosa, obra de una voracidad que entraba con lo cierto lo mismo que con lo fantástico, por apego tenaz, aunque meramente platónico, a las cosas de su tierra.
De esta manera sabía yo de ella, al recibir la carta de mi tío, poco más de lo que se sabe, por conjeturas o por comparación, de otras semejantes que se han visto «al pasar», y muy de prisa.
Entre tanto, yo había cumplido ya los treinta y dos años; hacía seis que era doctor en ambos derechos, aunque sin saber, por desuso de ellas, para qué servían esas cosas; más de siete que campaba por mis respetos, y me daba la gran vida con el caudal que había heredado de mi padre. Porque de mi madre no heredé un maravedí. Fue una granadina muy guapa, hija de un magistrado de aquella Audiencia territorial. La conoció mi padre andando por allá una temporada, ocupado en negocios de minas, y se casó con ella de la noche a la mañana. El magistrado era viudo y pobre, y se murió dos años después de la boda de su hija.
Debo a Dios, entre otras muchas mercedes, la de un temperamento singularmente equilibrado de humores, que me ha permitido atravesar por las más peligrosas asperezas de la vida, sin dejar entre ellas la menor tira del pellejo. Muy pocas cosas me han llegado al alma, y rara vez me he apasionado por la mejor de ellas. Esta ha sido mi mayor fortuna en medio de la libertad y de la abundancia en que viví, siendo niño mimado y consentido, mientras fui «hijo de familia», y rico y desligado de toda traba en cuanto quedé huérfano de padre y madre y me declaré «mozo de casa abierta». En estas condiciones y con un temperamento más apasionado, sabe Dios lo que hubiera sido de mí y de mi dinero. Así y todo, no acrecenté el heredado de mi padre, y hasta le mermé en una buena tajada, porque no todos los tiempos corrían iguales para el vil ochavo; y yo, aunque sin perder de vista lo útil que es este ingrediente para vivir a gusto entre los hombres, no había nacido para esclavo de él y tenía muy arraigadas aficiones que no eran baratas. Me gustaba viajar, y viajaba mucho dentro y fuera de España; me gustaba el llamado «gran mundo» o «alta sociedad», y la frecuentaba en sus salones, en los teatros, en los paseos y hasta en los balnearios de moda, y en el deporte; me gustaban las Bellas Artes, aunque consideradas principalmente como artículo de lujo, y compraba cuadros y esculturas en las exposiciones; me gustaban ciertos hombres de la política y de la literatura, no por políticos ni por literatos precisamente, sino por la resonancia de sus nombres y el atractivo de sus conversaciones, y frecuentaba su trato y los acompañaba en sus círculos y en sus banquetes y en sus tertulias y francachelas... hasta me gustaban los toreros a cierta distancia, y a cierta distancia cultivaba la amistad de algunos de ellos.
Todo esto, y otro tanto más que de ello se sigue por ley forzosa, al fin y a la postre resultaba caro y producía hondos desgastes, si no del pellejo, cuando menos de la sensibilidad moral, aun tratándose de un mozo como yo, que en ningún cuadro aspiró a ser figura de primer término, ni a levantar media pulgada sobre la talla común de la masa de espectadores; y esto, no por virtud, sino por exigencias de mi temperamento.
Es muy de notarse que en la afición más acentuada de todas las mías, la de los viajes, me seducía mucho más el artificio de los hombres que la obra de la Naturaleza. Como buen madrileño, amaba a Madrid sobre todas las cosas de la tierra, y después de Madrid, a sus similares de España y del extranjero: las más grandes y más alegres capitales del mundo civilizado. Lo que quedaba entre unas y otras, me tenía sin cuidado, y pasaba sobre ello, para ir adonde fuera, como insensible proyectil que lleva el paradero determinado desde su punto de origen. Hijo y habitante de tierra llana, los montes me entristecían y los cielos borrosos me acoquinaban. Una vez sola había estado en la capital montañesa, disfrazando con el deseo de pisar «la tierra de mis mayores», como diría mi padre, la tentación de veranear en aquel puerto que comenzaba a ser «elegante». Atravesando en ferrocarril la cordillera cantábrica casi por encima de las fuentes del Ebro, recordé que «por allí», no sabía si a la derecha o a la izquierda, debía de andar mi casa solariega, en algún repliegue de aquellos montes encapuchados de neblinas y ceñidos de negros robledales. Y no tuvo entonces mayor resonancia que ésta en mi corazón el tan cacareado «grito de la sangre». Días después, y desde una de las alturas que dominan la ciudad, un santanderino, práctico en ello, me nombraba, señalándolos con el dedo, cada picacho y cada monte de la grandiosa cordillera que empieza al Oriente en Cabo Quintres y Galizano (la cola del enorme reptil), y acaba al Occidente metiendo entre las nubes los Picos de Europa (su cabeza).
Después, al trazar en el aire con el mismo dedo el curso de cada río de los que en ella nacen y por el fondo de sus negras barrancas se despeñan, llegó a encararse al Oeste; y marcando tres rayas casi verticales, me nombró el Saja, el Nansa y el Deva; y allí le atajé yo con el pensamiento, diciéndome a mí propio: «Junto a uno de esos tres ríos (creo que el Nansa), más arriba o más abajo, debe de andar el solar de mis mayores.» Y a esto solo se redujo, por segunda vez, «el grito de la sangre» que llevaba en las venas. Como decoración, me enamoraba aquel rosario de escalonadas montañas que de E. a O. por el S. sirven de marco grandioso a la admirable bahía; ¡pero como tierras habitables!...
Tales eran, pico más, pico menos, mis antecedentes personales cuando recibí la carta en que mi tío Celso me llamaba a su lado, y por tiempo indefinido, desde lo más recóndito y montaraz de la región cantábrica; y, sin embargo, no me causó la embajada impresión tan desagradable como pudiera presumirse tomando al pie de la letra lo dicho sobre mi modo de ser y de sentir.
Aparte de lo que me interesó el estado físico y moral de mi tío, no estaba yo tan enamorado de mi sistema de vida, que me espantaran los riesgos de trastornarle radicalmente por algún tiempo. Sin sentirme «cansado» de vivir como vivía, porque no cabía el cansancio en un andar tan reposado y, relativamente, metódico como el que había usado yo hasta llegar adonde había llegado por tantos y tan peligrosos caminos, comenzaba a notar a la sazón cierta languidez de espíritu, cierta inapetencia moral que no estaban reñidas seguramente con un paréntesis de reposo, y mucho menos con un cambio de impresiones y de «alimentos». Por este lado, la carta de mi tío no podía llegar más a tiempo de lo que llegó a mis manos. Lo grave, lo inesperado, lo terrible para mí estaba por otro lado: la calidad de lo que se me pedía en ella. Resuelto a cambiar de vida por algún tiempo, Dios sabe qué derroteros hubiera adoptado yo; pero es indudable para mí que jamás habría elegido el que mi tío deseaba y me proponía. Llegarme allá para hacerle una visita; pasar por allí de largo, siquiera por conocer de vista el solar de mis abuelos, menos mal; pero establecerme en él; hacer la vida de las fieras entre riscos y breñales; aclimatarme a ella de repente en la estación que corría (más que mediado el otoño), la antesala del invierno, ¡qué tendría que ver en Tablanca! recién llegado yo de Aguas-Buenas y de París y de medio mundo «distinguido», con las maletas atestadas de «novedades», lo mismo en ropas que en libros; reinstalado en mi «confortable» casita de soltero... Vamos, era el colmo de lo imposible soñar siquiera en trocar todo eso y de repente por lo que se me ofrecía desde Tablanca.
Pero yo no podía decir a mi tío estas cosas que le hubieran lastimado mucho en la situación de ánimo en que se hallaba; y le entretenía despachando sus apremiantes instancias con evasivas corteses, pretextando negocios que no tenía, y apuntando «veremos» sin el menor propósito de cumplirlos.
Ente tanto, la visión, a mi modo, de la casa de Tablanca, con sus montes y sus fieras y sus gentes y su desolación inverniza, no se apartaba un instante de mis ojos, porque las súplicas de mi tío, cada vez más vivas, llegaron a tocarme muy adentro; y por lo que pudiera suceder, sentía la necesidad de poner el caso en tela de juicio, que vale tanto, según las reglas de la experiencia, como empezar a transigir.
Lo cierto es que un día, el en que recibí la anteúltima carta de mi tío, que me comovió muy hondamente, di en el tema de buscar dentro de mí el porqué de ser yo tan poco sensible a los convenidos encantos de la Naturaleza. ¿Faltaba esa cuerda en mi organismo, o la tenía y no la había puesto en ocasión de que vibrara? Pues había que averiguarlo, porque comenzaba a mortificarme el temor de carecer de ella. Además, o es uno hombre, o no lo es; o tiene o no tiene entrañas de humanidad, agallas para ir por donde vayan y hacer lo que hagan otros; o sirve o no sirve para algo más útil y de mayor jugo y provecho que pisar alfombras de salones; engordar el riñón a fondistas judíos, sastres y zapateros de moda; concurrir a los espectáculos; devorar distancias embutidas en muelles jaulas de ferrocarril, y gastar, en fin, el tiempo y el dinero en futilidades de mujerzuela presumida y casquivana.
Encarrilado el discurso en este sendero, llegué a sentir un vigor de espíritu, una virilidad desconocida en mí; soliviantóse mi amor propio de mozo bien saneado de alma y cuerpo; y aprovechando la fiebre, por temor de que, si era pasajera, se llevara consigo mi ardimiento al desaparecer, escribí a mi tío diciéndole «allá voy» y hasta fijándole la fecha de mi salida de Madrid. Entre tanto haría yo mis preparativos de viaje, y me contestaría él dándome las necesarias instrucciones para llegar a su casa desde la última estación del ferrocarril.
Mientras anduve ocupado en hacer abundante provisión de ropas de abrigo, calzado recio, armas ofensivas y defensivas, libros de Aimard, de Topffer y de cuantos, incluso Chateaubriand, han escrito cosas amenas a propósito de montañas, de selvas y de salvajes, lo mismo que si proyectara una excursión por el centro de un remoto continente inexplorado, puedo responder de que no me faltó la fiebre. Menos seguridad tuve de ello cuando intenté «levantar» mi casa. Me parecía que esto equivalía a quemar mis naves, o, por lo menos, a darme ya por consentido en que había de ser muy larga mi permanencia entre los osos de Cantabria; y el temor de este riesgo me inclinó a dejar esas cosas como estaban, sobrándome buenos amigos en Madrid que mirarían por ellas. De todas suertes, nada más fácil que resolver lo contrario desde allá, si así lo pidieran las circunstancias.
En fin, temiendo que por este resquicio de mis flaquezas se me fueran colando otros aires aún más fríos y enervadores, cerré las puertas del discurso a toda reflexión contraria a lo convenido, y
Alea jacta est, me dije, como César, resuelto a pasar a todo trance mi correspondiente Rubicón.