Peñas arriba/Capítulo XIV

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Capítulo XIV

Por dónde me iba conduciendo el empecatado mediquillo de Tablanca, me sería imposible decirlo ni aun con el plano del terreno a la vista. Alguna vez creí hallarme en un pedazo de senda recorrida días atrás en compañía de don Sabas; pero sin darme tiempo para salir de dudas, dejaba mi conductor aquel camino trillado y echaba por donde menos era de esperarse. Su caballo era una cabra, y él una ventolera que le arrastraba por lo más inverosímil de lo penoso y atrevido. Para aquel diabólico centauro, todo atajo era andadero, lo mismo por los jarales de las faldas que por los riscos de las cumbres. El caso era rodear poco y llegar cuanto antes, según él decía, mientras dejaba yo en cuarentena la sinceridad de su afirmación, que bien pudiera ser encubridora de antojos irresistibles de un montañés tan castizo como Neluco. Porque es lo cierto que no subíamos a una altura ni bajábamos a una hondonada sin que el médico hiciera ardorosos panegíricos de lo que se veía desde arriba o desde abajo. Para mí, quebrantado e insensible de alma y cuerpo, todo era ya igual y de un mismo color; y hasta del vértigo de los grandes asomos estaba curado con la frecuencia de verlos aquel día; y cuidado que los hubo tan tremendos y de senda tan angosta, retorcida y ladeada, que el mismo Neluco se apeó para pasarlos... tapándose la cara con el sombrero por el lado del abismo. De bajadas «pendias», no se diga: aquello fue despeñarse más que bajar.

Cuando menos lo esperaba, me encontré en el Puerto, que me pareció menos interesante que la primera vez, porque le veía a la inversa de entonces, con la línea insulsa de la sierra baja por gran parte de su fondo, en lugar de las grandiosas montañas que en esta segunda visita iban quedando a mi espalda. También flotaban sobre él las nieblas, como en el monte por donde habíamos subido, y también lo deploró Neluco, porque me impedían gozar del espectáculo admirable, que tanto me había ponderado Chisco a su modo. Pero ¿qué podía faltarme de ver en punto a panoramas, después de los que había visto con el Cura desde muy cerca de allí? Referíle, mientras nos internábamos en aquel escabroso desierto, lo del oso «hecho un reguñu» encontrado allí la otra vez, según afirmación de mi espolique. No le sorprendió el caso, porque tenía noticia de otros semejantes. Sin embargo de lo cual, me añadió, en aquel mismo puerto pastaban en los primeros meses del verano, y sin riesgo alguno por lo común, muchas cabañas de ganado, hasta de los valles de la marina, y aun me enseñó algunas chozas de vaqueros, recientemente abandonadas y que muy pronto desaparecerían bajo la nieve. Tampoco me pareció tan larga como la primera vez la travesía, ni tan fatigosa la contemplación continua de su aridez, lo cual pudo consistir en que hice la entrada por distinta «puerta» que la salida de entonces, o en el hábito adquirido ya por mí de andar entre montañas, y muy principalmente en lo agradable de la compañía de Neluco.

Al fin traspusimos la cumbre de la sierra que limita el Puerto hacia el Sur, y volví a contemplar la verde y extensa planicie del valle de los tres Campóes. Con aquel espectáculo revivió mi espíritu adormilado, y comencé a respirar con avidez el aire de la hermosa vega, como si me hubiera faltado hasta entonces el necesario para la vida; caso que no admiró a Neluco por lo raro cuando se le declaré, porque, por una ley fisiológica, del peso «ideal» de las grandes moles que agobia a los espíritus avezados a las llanuras abiertas y despejadas, participa el organismo físico también. Bajando sin cesar nuestras cabalgaduras, que ya no podían con el rabo, por los senderos que yo había conocido al subir, a media bajada se salió de ellos Neluco y tomó por otro hacia la derecha. A poco rato de andar en él, descubrimos en el extremo del valle más arrimado a aquella estribación de la sierra y debajo de nosotros, una gran torre señorial con un grupo de edificios agregados a ella, a corta distancia de un pueblecillo agrupado en una frondosa rinconada del monte.

Señalando al pueblo y luego a la torre y sus accesorias, y deteniendo al mismo tiempo su caballo, me dijo Neluco:

-Aquel lugarejo es Provedaño, y aquí está el fin de nuestra jornada de hoy.

Después tendió la vista por el esplendente panorama del valle, y fue dándome sobre él todas las noticias que me había dado Chisco, y otras muchas más. Convino conmigo en que sin dejar de ser montañés todo el conjunto del paisaje, tenía impreso ya en sus líneas y en sus tonos el influjo de sus vecindades castellanas, y continuamos bajando.

Cuando acabamos de bajar al valle, yo no me satisfacía con esparcir la vista sobre él, ni con aspirar la fragancia de sus praderas aterciopeladas: me hubiera revolcado en ellas de buena gana como una bestia; y como una bestia envidiaba a las que andaban libres y paciendo por allí. Consulté con Neluco esta bestial ocurrencia, y la celebramos los dos con grandes risotadas; pero así y todo, no faltaron un par de razones, fisiológicas también, apuntadas por el médico y discutidas por ambos, para explicar el antojo muy «racionalmente».

Resistiéndose todavía Neluco a ampliar los escasos informes que me había dado por el camino sobre la persona a quien íbamos a visitar, anduvimos por lo llano un corto trecho, y llegamos, no a la torre, sino a la trasera de un cuerpo del edificio que se unía a ella por el muro de una portalada. Entre esta fachada del edificio y nosotros se interponía otro muro más bajo que la amparaba en toda su longitud, y por encima de este muro se veía un carro de bueyes arrimado al edificio y paralelo a él; en el carro había una carga de heno «verde», según mi modo de ver, y según el más autorizado de Neluco, de retoño «seco»; y sobre la carga, un hombre de alta estatura que lanzaba con impetuoso brío grandes «horconadas» de ella a un boquerón de la pared, donde las recogía otra persona y las conducía más adentro. Nada de particular tenía todo esto; pero sí lo tuvo, y mucho para mí, lo que sucedió enseguida; y fue que, vuelto de repente hacia nosotros el hombre que descargaba el carro, y mientras nos miraba frunciendo mucho los ojos, apoyándose gallardamente en el horcón clavado por sus puntas en el heno, observé que Neluco se descubría delante de él y le saludaba con el nombre del caballero a quien íbamos a visitar. Descubríme entonces yo también, lleno de extrañeza, y nos apeamos los dos, casi al mismo tiempo que el descargador del heno saltaba del carro abajo, muy diligente y airoso, por la rabera.

Representaba cincuenta años, bien corridos; tenía buen color, la cabeza muy poblada de pelo alborotado y recio, la cara pequeña y enjuta, y aún parecía más chica de lo que era, por lo espeso de la barba que le ocupaba la mitad; la barba y el pelo, empezando a encanecer; la frente ancha, y destacado el entrecejo; la nariz curva, y la mirada de sus ojuelos verdes, firme y escrutadora; cara, en fin, cervantesca y un tanto «aquijotada». Daba grandes pasos con sus largas piernas al dirigirse a nosotros que le salimos al encuentro, y balanceaba el cuerpo, nervudo y cenceño y algo inclinado hacia adelante, al compás de las zancadas; vestía un traje modesto de paño obscuro, fuerte y barato, y calzaba abarcas de tarugos.

Conoció al mediquillo de Tablanca y le abrazó muy regocijado y cariñoso; a mí me saludó con la cortesía y los ademanes de un gran señor, de los exquisitamente educados; porque los hay de ellos sin pizca de educación. Cuando supo quién era yo, por boca de Neluco, estrechó con efusión mi mano entre las suyas, que me parecieron, por lo fuertes y aun por la aspereza de sus palmas, mejor que de carne y hueso, del roble secular de aquellos erguidos montes.

Con voz de escaso timbre y algo desafinada, como la de todos los sordos, pues lo era él y más que en grado de «teniente», me dijo:

-No le pido a usted perdón por los hábitos y ocupaciones en que me encuentra, porque si tuviera a mengua emplearme tan a menudo como me empleo en estas rudas labores, no me empleara. No me dan ellas todo el pan que me nutre el cuerpo, pero me ayudan a conservarle; y como a la par que convenientes, me son muy agradables y las tengo por honrosas, ¿a qué acusarme de ellas como de un pecado contra los timbres de mi linaje?

Al saber después que íbamos con propósito de pasar allí la noche, volvióse rápidamente hacia Neluco y le dijo con afable sonrisa:

-Pues de ese modo, y ya que conoces bien la casa, encárgate tú de hacer los honores de ella a este caballero, mientras yo doy aquí abajo algunas disposiciones que son necesarias para quedar enteramente a la de ustedes. Entren, pues; suban, pidan y tomen cuanto apetezcan de lo que haya.

Con esto me empujó suavemente hacia la torre; cogió enseguida los dos jamelgos por los bridones, y los arrastró materialmente hacia la portilla por donde había salido del cercado, mientras llamaba con toda su voz al sirviente que debía encargarse de ellos.

Guióme Neluco y seguíle yo: estaba abierta la portalada, embutida entre la torre y un extremo de los edificios que forman dos lados de la espaciosa corralada en que entramos, cerrándola por el otro lado un muro que une otra esquina de la torre con la fachada frontera de la escuadra de edificios. Estos eran tres, aunque en una sola pieza y de una misma altura, y de distinta época cada uno de ellos; pero todos más modernos que la torre, particularmente el principal. No era esta casa tan ostentosa como la de los Pomares de Promisiones; pero sí tan «bien nacida», y desde luego más rancia de linaje. Buena huerta y grandes cercados en las inmediaciones de la corralada. Lo más notable de todo ello fue para mí la torre, de la que daban dos fachadas al corral, en una de las cuales, y no en su centro, estaba la puerta de ingreso a ella, baja y angosta y reforzada con enormes clavos y grandes barrotes de hierro mohoso. Tenía cuatro pisos y terminaba en un gracioso parapeto con gárgolas de piedra para desagüe del tejadillo apuntado. Parecióme una construcción de venerable antigüedad, y no me equivoqué en el supuesto.

Después de dar un vistazo general a todos aquellos característicos accesorios, cuadras y gallineros inclusive, de la mansión del caballero a quien íbamos a visitar, y siempre bajo la dirección de Neluco, seguíle yo estragal adentro y escalera arriba, y así llegamos a la pieza que podía llamarse estrado o salón de recibir, amplia, con luces a un gran balcón de hierro, de viguetería descubierta y suelo de recias tablas de castaño. Colgaban de las paredes algunos retratos viejos, de familia, por orden de antigüedad, desde la cota de malla hasta la peluca y las chorreras; dos grandes cornucopias de talla dorada, semejantes a las que había en mi habitación de la casona de Tablanca, y un San Jerónimo penitente, muy estropeado. Los muebles no guardaban estilo ni orden ni concierto, y en cada uno de ellos y en el conjunto de lo que contenía todo el salón, y en el salón mismo, se echaba muy de menos la huella de la hábil mano de la «señora de su casa», que faltaba en aquélla por no haberla necesitado aún su dueño para arrojar la cruz de su soledad, que no debía pesarle mucho. De seguro que no hubiera consentido esa señora rimeros de libracos viejos y apolillados sobre el sofá de damasco rojo, ni un banco de roble tallado entre dos sillas de reps verde, ni dos pedruscos célticos y una escombrera de cascotes romanos encima del banco de roble y de la consola de nogal, no obstante ser los unos y los otros buena presa del solariego en sus incesantes exploraciones arqueológicas en aquellas comarcas y sus aledaños; ni una escopeta detrás de la puerta del balcón, ni una colodra colgada de un retrato. También hubiera hallado la señora ausente mucho que ordenar, o siquiera que despolvorear y aun que barrer, en la pieza inmediata, que era el despacho o cuarto de estudio del señor. Porque ¡válgame el de los cielos! ¡Cómo estaba también de libros fuera de sus estantes, y de resmas de periódicos, y de fajos de papeles, y de montones de revistas, y de huesos fósiles, y de candilejas y «escudillas» romanas, y de bronces herrumbrosos, y de ejemplares de panojas de muchas castas, en las sillas, por los suelos, en la mesa de escribir y creo que hasta en el aire!

Andando en estas investigaciones, se nos presentó una mujer más que cincuentona, limpia y afable, a preguntarnos qué queríamos tomar mientras llegaba la hora de la cena, que en aquella casa era la de las ocho; porque barruntaba que debíamos de venir desfallecidos... Dímosle las gracias, asegurándola que de ningún alimento necesitábamos hasta la hora de cenar, y volvió a dejarnos solos.

Todavía se negaba Neluco a suministrarme las noticias que yo le pedía sobre el modo de ser de aquel caballero de tan extrañas y llamativas prendas, porque prefería que fuera él mismo dándoseme a conocer... y «después hablaríamos». Por de pronto, leyendo los rótulos de algunos libros de los estantes, sacó el médico uno de ellos y le puso en mis manos.

-Esta es obra suya -me dijo al mismo tiempo-, recientemente impresa por la Real Academia Española después de haberla premiado en público certamen.

Titulábase: Ensayo histórico, etimológico y filológico sobre los apellidos castellanos desde el siglo X hasta nuestra edad.

-Y esta otra -añadió Neluco, mientras yo leía el índice de la primera, mostrándome el rótulo de otro libro-: Noticia histórica de las behetrías, primitivas libertades Castellanas... Este libro es un asombro de erudición y de ingenio, y es muy de admirar por el «montañesismo» que respira, y el tradicionalismo «científico» y patriarcalmente democrático en que está inspirado. Demuéstrase en él, entre otras cosas, por las leyes del Concejo, la antigua y suma importancia de la ganadería en la Montaña. Y ésta más, Los Eddas, traducción del poema de este nombre, algo como la Iliada de los suecos: es empresa de los albores literarios de nuestro amigo. Después, en cada periódico y en cada revista de los que andan desparramados por aquí, hay algún trabajo de erudición o de crítica, y todos ellos enderezados al bien y a la mayor gloria de la provincia, que la tiene muy señalada en contarle a él entre sus hijos, y particularmente de la comarca en que nació, vive y desea morir... ¿Ve usted?... Los Garcilasos... admirable serie biográfica de esta dinastía de guerreros y de poetas de entronque montañés... Veamos qué rollo es éste... tire usted hacia allá, porque no va a caber en la mesa... Un plano hecho y firmado por él, y bien recientemente. Ya tenía yo alguna noticia de este trabajo estupendo. Proyecto de encauce y riegos del Híjar desde Riaño a Reinosa... Parece la obra de un consumado ingeniero... Pues de seguro tiene este cartapacio lleno de apuntes de trabajos en preparación. ¿No lo dije?... La parte de los navegantes montañeses en el descubrimiento de América... Biografía del célebre poeta dramático D. Pedro Calderón de la Barca... Juan de la Cosa...

-Me consta que tiene dos novelas y una leyenda inédita porque he visto los manuscritos, históricas y montañesas también... De su estilo gallardo, brioso, castellano limpio, neto como la sangre que corre por sus venas; de su modo de ver y de sentir la tierra madre y de cantar su hermosura, ya se irá usted enterando cuando le admire en sus escritos... Pero ¡canario! permítame usted que le diga con esta franqueza que debe de haber entre hombres formales como nosotros, que no tiene usted perdón de Dios al obligarme a mí a que le entere de estas cosas que debieran serle muy conocidas, siquiera por lo que tiene de montañesa su sangre, ya que no (aunque esto debiera bastar) por ser toda ella española.

Tenía razón Neluco, y así se lo confesé con la mayor frescura. ¡Ah, pues si él hubiera sabido hasta dónde llegaba mi ignorancia en esos particulares!... ¡que toda mi erudición bibliográfica española cabía holgadamente en un papel de cigarro! Fuera de los escritores de Madrid, no conocía uno solo, ni de nombre. Por fortuna, no insistió Neluco en el tema; que si insiste, canto de plano. Y ¿a qué negarlo, si era la pura verdad y yo, hasta entonces, no me había avergonzado de ella?

En éstas y otras, como ya anochecía y andábamos casi a tientas entre los papelotes del despacho, volvimos al salón, precisamente al mismo tiempo que entraba en él el señor de la casa, con un quinqué encendido en la mano. Nos pidió perdón por la tardanza después de darnos las buenas noches, y continuó andando hacia su despacho en cuya mesa puso el quinqué. Retrocedimos tras él nosotros... y ¡nueva sorpresa para mí! El rústico descargador de yerba había sustituido los burdos ropajes del oficio con una levita cerrada y todos los accesorios correspondientes a esa prenda de sempiterna distinción, incluso el aliño, muy esmerado, de la barba y del cabello. Más que un señor de aldea con resabios de labriego, me pareció entonces aquel singular campurriano un personaje de corte, un ministro, o cosa así, que se disponía a dar audiencia. Tan bien le sentaba la levita, y tan aseñorados eran sus modales.

Como al andar enfrascado en estas reflexiones le mirara yo de arriba abajo con mal disimulada curiosidad, notóla él y me dijo sonriéndose:

-No crea usted, amigo mío, que me he vestido estos atalajes señoriles para que se vea que los tengo. No llegan a tanto mis flaquezas de infanzón sin privilegios. Neluco lo sabe bien. Pero me gusta dar a cada cual lo que merece, y no tengo todavía bastante franqueza con usted, que es caballero y hombre de mundo, para recibirle en mi casa, por primera vez, vestido de carretero. Va, pues, con usted, como ha ido antes con otros, este ceremonial; y no me lo agradezca, porque es deuda de homenaje que le rindo muy gustoso.

La verdad es que no hallé en mi repertorio de frases hechas y aceptadas en la«buena sociedad» para «cumplir» en lances tales, un par de ellas que entonaran debidamente con aquel modelo de hidalga cortesía, y que me despaché de mala manera con cuatro vulgaridades ramplonas, mal hilvanadas y entre dientes. Enseguida empezó lo que pudiera llamarse, en estilo parlamentario, la sesión.

Recién llegado por primera vez a la Montaña, oriundo de ella y vástago de una familia conocidísima del señor aquél, evidente era que había de ser yo la materia prima de la conversación que se entablara allí. Y eso sucedió. Respondiendo a sus discretas preguntas, fui entregándole, con el pasaporte, toda mi hoja de servicios y merecimientos, que, en Dios y en mi ánima lo juro, nunca me parecieron menos ni más dignos de ser desconocidos; y eso que sólo declaré los más indispensables. Algo saqué en limpio, sin embargo, y de mi gusto, de la ingrata tarea, y fue el conocer, a mi vez, algunos antecedentes de la vida y milagros de mi respetable huésped; entre otros, que después de terminada su carrera de abogado, había sido, durante algunos años, periodista en Madrid a la manera de entonces, tan diferente de la de ahora, discutiendo y exponiendo mucho y batallando poco; gallardías de torneo más que guerra implacable de pasiones; y que había vivido largo tiempo en varias provincias de España, unas veces por gusto y otras desempeñando, cargos públicos importantes.

Tras éstas y otras análogas materias, vinimos al caso concreto de mi llegada a la Montaña y sus motivos.

¡Ah, qué atinado, qué elocuente y qué «hondo» estuvo en este particular aquel caballero! ¡Qué bien conocía a mi tío, qué magistralmente me le pintaba, y cuán sinceramente deploraba su estado de salud después de haber oído de boca de Neluco su irrevocable sentencia de muerte!

-No sabe Tablanca lo que pierde en él -nos dijo-, ni lo sabrán los valles circunvecinos, que tan poco se pagan hoy de su raro ejemplo y de su obra admirable.

Pues sobre esta obra, ¡qué cosas me dijo también! En su concepto, sólo podían estimarla los hombres esforzados que se pasaban la vida consagrados al mismo generoso empeño sin lograr fruto alguno. ¿No tenían todos los terrenos los mismos elementos de fertilidad? ¿Había diferencias de consideración entre semillas que parecían idénticas? ¿Dependían los frutos de la manera de sembrar?

Él no sabía a qué atenerse en vista de lo que le iba enseñando la propia observación en muchos ejemplos que había estudiado muy de cerca. A veces veía un mal común y relativamente nuevo, que le parecía la causa mediata de que se estrellaran en el fracaso los más heroicos y desinteresados intentos; pero ¿por qué no se habían estrellado los de don Celso en el mismo escollo? Es verdad que don Celso había recibido de algunos antepasados suyos bien dispuesto y preparado el campo para su labor benéfica; pero también se había dado este caso en otras partes, y, sin embargo, el mal nuevo había logrado triunfar en ellas. Pertenecía don Celso a una casta de hombres, muy contados, que poseen, como un don de Dios, el instinto de ver el lado práctico de todas las cosas, y la virtud de imponerse, sin aparatos retóricos ni artificios teatrales, a las muchedumbres más indóciles, y de arrastrarlas hasta los últimos extremos de lo heroico. De esta madera habían sido los grandes guerreros y los ciudadanos más insignes. ¿Estaría el mérito de su cosecha en éste su modo de sembrar? De todas maneras, la obra de mi tío debía de vivir eternamente, como la de otros muchos bienhechores de su índole generosa.

Y por aquí vino, por sus pasos contados, lo que estaba yo viendo venir rato hacía.

-Es usted joven -llegó a decirme-, hecho y amoldado a la vida muelle y regalona de las grandes ciudades, y extraño enteramente, menos por su sangre, a este mundo en pequeño que rebulle y se agita entre los repliegues sombríos de estas comarcas grandiosas. ¡Qué lástima -añadió-, que todo esto junto sea un obstáculo, aunque no invencible, para que la labor de don Celso en Tablanca tenga en usted un apasionado continuador! Porque si usted no lo es, ¿quién va a serlo ya?

Eludiendo una respuesta categórica a esta insinuación tan terminante, despachéme con un «¿quién sabe?» medio en broma, y esta pregunta que debía de alejar más de su tema al caballero:

-Y en estas comarcas, ¿cómo andan esas cosas?

-¡Oh! -me respondió en el acto, con un ademán que valía tanto como decir «no hablemos de eso»-. Por acá quisiera yo ver a don Celso... aunque ¡vaya usted a saber!... Lo que puedo afirmarle es que yo, con la pluma, con la palabra, con el ejemplo, de día, de noche, no he cesado de cumplir con mi deber: a eso he vuelto aquí, a eso consagro todo mi tiempo, en eso gasto mi salud y mi corto caudal... todo menos mi perseverancia, que es indestructible... pero como si sembrara en una peña; porque el mal nuevo arraigó muy hondamente aquí, o yo no me doy buen arte para extirparle.

Seguidamente, y como para orientarme a su gusto en el terreno de que se trataba, comenzó a hablarme, como si lo fuera leyendo en un libro (tales eran la abundancia, la claridad y el método de lo que me exponía), de la organización patriarcal de aquellos pueblos desde las primeras «Hermandades» que se formaron en el siglo XI simultáneamente con las Cruzadas, desenvolviendo a mis ojos el cuadro vastísimo de la historia desde entonces acá, en rasgos tan breves como vigorosos y expresivos, y enlazando con los hechos más culminantes de ella y más gloriosos, los de aquella humilde raza de obscuros montañeses. ¡Oh! yo, que sólo los conocía vagamente por los ditirambos pomposos de mi padre en sus exaltaciones solariegas, ¡cuánto aprendí aquella noche, y con qué gusto, acerca de las interesantes vicisitudes por que ha pasado aquel esquivo rincón del mundo, aquella región cantábrica tan ignorada de extraños y aun de propios! Entonces comprendí lo que valían los libros y las investigaciones arqueológicas de aquel hombre, destinados a reivindicar para su «patria chica» las glorias que se le negaban en la grande, sacándolas del polvo de los archivos y debajo de las costras de la tierra.

Llegados por caminos tan placenteros al prosaico terreno del día presente y a tratar de nuestro punto de partida, del llamado por él «mal nuevo» en aquéllas y otras comarcas rurales, díjonos, interrumpiendo lo que yo había comenzado a exponer y como salvedad que conceptuaba necesaria:

-Debo advertir a ustedes que, aunque lo parezco en ocasiones, no soy, ni a cien leguas, un apasionado ciego de todo lo pasado. Creo, porque a la vista está, que las cosas se van modificando a medida que corre el tiempo, y lo del refrán castellano que «a otros tiempos, otras costumbres y otras leyes»; pero quiero, sin dejar por eso de ser hombre del día, antes al contrario, por lo mismo que lo soy, que esas modificaciones de las costumbres y de las leyes se deriven por su propio peso, digámoslo así, de la naturaleza de las cosas mismas; que las leyes se acomoden al modo de ser de los pueblos, no los pueblos a las leyes de otra parte porque en ella den buenos frutos. No todos los terrenos son iguales para recibir una buena semilla, como ya decíamos antes circunscribiéndonos a la pequeñez de estas comarcas agrestes; quiero, en fin, que lo que se ha promulgado por bueno y en la aplicación ha resultado malo, se modifique siquiera, para evitar nuevos desastres. Y con esta salvedad, continúo diciendo que en la imposibilidad de que males de tan hondas raíces se extirpen con el trabajo aislado de los hombres de buena voluntad, yo le diría al Estado desde aquí: «Tómate, en el concepto que más te plazca, lo que en buena y estricta justicia te debemos de nuestra pobreza para levantar las cargas comunes de la patria; pero déjanos lo demás para hacer de ello lo que mejor nos parezca; déjanos nuestros bienes comunales, nuestras sabias ordenanzas, nuestros tradicionales y libres concejos; en fin (y diciéndolo a la moda del día), nuestra autonomía municipal, y Cristo con todos.» Si de esta manera no se logra el fin que yo busco y ha logrado don Celso en su valle, le andaríamos muy cerca. Pero ¿cómo ha de dársenos eso si ha de vivir el desastrado sistema que nos rige y del cual reniegan ya sus más fervorosos admiradores? O mejor dicho, ¿cómo han de vivir sin el amparo de él, tal como está, los hombres que hoy se usan y nos gobiernan? ¿Cómo han de ser amos y señores de vidas y caudales si no tienen en sus manos todos los hilos por los cuales se conduce hasta los más escondidos rincones de la nación la voluntad, la amenaza y el zarpazo de la verdadera tiranía, mil veces peor que la muerte?... Y punto y aparte, porque si continúo por donde voy, pierdo los estribos.

Neluco y yo, que le habíamos oído embelesados, le aplaudimos de muy buena gana, sobre todo Neluco, que era un cantabrazo como una loma; y como la sesión había sido larga y entró la mujer de antes a prevenirnos que estaba la cena dispuesta y a preguntar a su amo si la servía porque habían dado ya las ocho en el reló de «allá atrás», decidimos al punto afirmativamente Neluco y yo, por cortés delegación de aquél; apoderóse de la luz la sirvienta; salió del despacho delante de nosotros, y la seguimos los tres al comedor, que era otro salón bastante destartalado y muy frío, situado al Norte de la casa.