Peñas arriba/Capítulo XXVI
Capítulo XXVI
En aquel momento entraba Neluco. Yo no había visto al enfermo más que un instante después de saltar de la cama; nada había respondido a mis preguntas porque dormitaba, y a la escasa luz que entonces aclaraba un poco las tinieblas del dormitorio, nada tampoco me había chocado en su aspecto; pero al observarle nuevamente y a mejor luz, ya me pareció cosa muy distinta. Estaba mucho más anheloso que por la noche, más azulado de color, más vidrioso de mirada, y, sobre todo, muy atormentado por la tos y muy inquieto en la cama. Miré a Neluco, que le estaba pulsando, y leí en su cara sombría la confirmación de mi diagnóstico. De pronto, nos dijo él con voz tenue y silabeando casi las palabras por no alcanzar a más sus alientos:
-Hoy no me gusto pizca, muchachos.
Nos miramos el médico y yo, y le preguntó éste:
-¿Por qué lo dice usted?
-Porque me encuentro peor que el día en que más malo me he visto.
-Aprensiones de usted, -dije yo, por decir algo que le animase.
-Eso ha de verse pronto -respondió el enfermo.
Neluco, entre tanto, continuaba pulsándole, ora en una muñeca, ora en la otra; arrimó el oído a su pecho, encima del corazón, y le descubrió y palpó las piernas hasta la rodilla; hízole varias preguntas luego, y, por último, se quedó un buen rato arrimado a la cama y mirándole fijamente, con la cabeza algo caída, como si no supiera qué decirle o lo estuviera discurriendo en vista de los fenómenos que observaba. Yo estaba enfrente de Neluco, arrimado a la cama también; y a la puerta de la alcoba, con los brazos cruzados y en pie, como dos estatuas de la melancolía y de la curiosidad, Facia y su hija esperando órdenes. Las primeras fueron de mi tío para pedir «otra almohada», y eso que pasaban de tres las que le servían de apoyo para sus espaldas y cabeza.
Mientras las dos mujeres cumplían el mandato y mullían y arreglaban el montón resultante para menor incomodidad del enfermo, salió Neluco del dormitorio y yo tras él, por una seña que me hizo.
-Esto va por la posta -me dijo, de modo que no lo oyera el enfermo.
-¿Tan grave le halla usted? -preguntéle.
-Gravísimo -me respondió-. Cuestión de horas más o menos. Así es que si apunta el menor deseo de confesarse, no se le contraríen por ningún miramiento; y si no le apunta... procuren ustedes apuntársele. No le dispongo nada nuevo, porque todo sería inútil, incluso la mortificación de una cantárida. La hinchazón de las piernas, como usted habrá visto, ha tomado esta noche un gran incremento... el propio y natural del avance repentino que ha dado la enfermedad, quizás por el rápido descenso que ha habido en la temperatura esta madrugada... porque no sé si habrá usted notado que hace un frío desde el amanecer, que corta un pelo.
Esto del frío produjo en mi imaginación un trastrueque súbito de ideas; y olvidando al enfermo, no me acordé más que de la intentona dispuesta por los tres forajidos para aquella noche; y así es que pregunté a Neluco con la misma avidez que pudo hacerlo Facia en sus «mejores días» de espantos y congojas:
-¿Cree usted que nevará?
-Y de firme -me respondió Neluco-. Todos los síntomas son de una nevada de las más copiosas y duraderas que se descuelgan por acá.
-¿Y cree usted también -insistí-, que empezará hoy mismo?
-Como que ya empezaba cuando yo he venido -me contestó-. ¡Vea usted!
Y me condujo a la puerta de la solana, desde cuyos cuarterones vimos pasar, llevados por el airecillo glacial que soplaba afuera, algunos copos, idénticos a los que yo había visto al empezar la otra novela. Sin embargo, el cielo no estaba tan «encenizado» ni sombrío como entonces. Así se lo advertí al médico, y él me replicó:
-Pero todo se andará, y pronto, no lo dude usted. Por lo mismo -añadió-, hay que tener mucho cuidado con el abrigo de estas habitaciones. Que no falte de aquí el brasero bien quemado, de modo que se conserve inalterable la temperatura que ahora hay en el cuarto del enfermo. No ha de sanarle la precaución, ni de mejorarle siquiera, por supuesto; pero hay que poner de nuestra parte, en bien de él, todo cuanto sea posible... Otra cosa: en vista de lo que ocurre, y, particularmente, de lo que pueda ocurrir, hace aquí falta más gente que ustedes, por razones que en otra ocasión análoga le di, y pienso avisar a Mari Pepa para que venga enseguida con su hija... Es posible que le diga también algo a don Sabas, para que esté prevenido siquiera.
Con poco más que esto y unas advertencias que me hizo concernientes al enfermo después de pasar otra ratito a su lado, se fue Neluco y quedéme yo sumido en las más endiabladas cavilaciones. El mismo Satanás, puesto a discurrir un conflicto para la casona, no le hubiera hilado tan bien como lo estaba el que yo temía para aquella noche, si las amenazas del baratijero se realizaban, o no venía a impedirlo y arreglarlo todo el deus ex machina de la nieve, en la dosis en que me la había pronosticado Neluco. Porque de otro modo, «¡Virgen la mi Madre celeste!», como habría dicho en igual caso la mujer gris. Don Celso, agonizante quizás a aquellas horas, o tal vez cadáver ya; Lita y su madre a su lado, asistiéndole o rezando por él; Facia en los paroxismos de su reproducida tribulación; tres bandoleros asaltando la casa, y yo, con Chisco y Pito Salces, a tiro limpio con ellos, acabando de matar con el susto a mi tío, si aún vivía, y poniendo a punto de morir de congoja a las mujeres, a dos de las cuales, por lo menos, estaba yo obligado a defender de todo riesgo mientras me quedaran un soplo de vida, un cartucho que quemar o un asador que esgrimir. Recién oída por mí la confesión de Facia, me había imaginado este cuadro mucho más sencillo. Chisco, Pito Salces y yo, armados hasta los dientes y bien apercibidos, en acecho y sin respirar, en las tinieblas del portalón; uno de nosotros abriendo la puerta con las precauciones convenidas en cuanto se dejara oír afuera el silbido del baratijero, y luego los tres, según iban entrando los bandidos... ¡fuego a quemarropa sobre ellos! Ni el primer peldaño de la escalera habían de profanar con su pie los infames. Para que no se sobrecogiera mi tío con el estruendo, le habría engañado yo antes con un embuste cualquiera: le habría dicho, por ejemplo, que se había visto la noche antes el lobo rondando la casa por aquel lado, y que pensábamos matarle en las altas horas de la inmediata si volvía. Las agallas de Chisco y de Pito Salces me eran bien conocidas, y no había para qué avisar más gente ni dar cuarto al pregonero. Nos bastábamos los tres para aquella empresa por de pronto: lo demás, es decir, el recoger los despojos de la batalla, los cadáveres achicharrados y hechos jigote, ya lo haría la justicia oportunamente avisada. Y a esto se reduciría todo. Pero con el nuevo aspecto de las cosas, ignorado por los bandidos; con la casa llena de mujeres, y la muerte, con su cortejo de lágrimas y de ceremonias y accesorios patéticos, enseñoreada de ella, ¡qué perturbaciones y qué escándalos y qué profanaciones y sacrilegios no produciría una batalla en el estragal, a tiro seco, con sus correspondientes blasfemias y alaridos, y cadáveres ensangrentados y palpitantes! En fin, que si no arreglaba el conflicto la nevada, había para volverme tarumba y tener por cuerda y resignada a la mujer gris en sus recientes apuros. Por lo pronto, y esto me calmaba algo las inquietudes, había muchas horas por delante; se vería qué rumbos iba tomando y cómo se portaba el temporal insinuado, y qué marcha seguía durante la mañana la agravación de mi tío. Yo bien provisto estaba de armas y municiones; Chisco también, y a mi lado vivía en casa; y a Chorcos, ya cuidaría yo de avisarle a tiempo para que se quedara a velar con el pretexto del grave estado de don Celso. No dejó de ocurrírseme que, en lugar de esperar a los salteadores en el portalón de la casa, se les podía armar una emboscada en los peñascos inmediatos a ella, y fusilarlos a mansalva en cuanto se arrimaran a la puerta los tres. Pero este plan era menos «concluyente» que el otro, y estaba expuesto a quiebras que podían salirnos caras a los acometedores, por más que nos asistiera la justicia, según todas las leyes divinas y humanas. Así y con todo, se pesarían y medirían ambos planes si llegaba el caso y en su hora, y se optaría por el mejor.
Esto y mucho más lo meditaba yo voltejeando maquinalmente por el interior de la casona después de haber despedido al médico. Dando, de repente, por bien examinado el punto por entonces, resolví volver a ver cómo andaba mi tío de sus angustias mortales. Pero no entré en su cuarto sin asomarme antes a uno de los vidrios de la puerta que daba a la solana por el comedor. El cielo continuaba obscureciéndose y el chispear de la nieve espesando. Me gustó el síntoma. Mí tío, aunque entre amagos continuos de la tos, parecía más sosegado, y dormitaba. Facia, sentada lejos de él y atenta a cuanto pudiera ocurrirle, después que yo hube contemplado al enfermo acercándome de puntillas a su cama, me dijo con la mirada:
-Bien va eso, ¿eh?
A lo que yo respondí con otra mirada y un gesto:
-De lo mejor.
Pero bien sabe Dios que ni la pregunta ni la respuesta se referían al estado del enfermo, sino al aspecto del temporal.
Pasaron dos horas sin que dentro ni fuera de la casona ocurriera novedad digna de ser notada, y llegaron, pero sin el estrépito de costumbre, Lita y su madre y hasta el propio don Pedro Nolasco. Esta peripecia, relativamente alegre, en el sombrío drama que se desenvolvía, y a todo andar, en aquellos envejecidos ámbitos, me levantó mucho el espíritu. Venían los tres personajes hondamente impresionados por las noticias que les había dado Neluco. El gigante, por todo saludo, me estrechó la mano en silencio, con dos tremendas sacudidas que a poco me desarticulan el brazo por el hombro; su nieta y su hija, con los ojos empañados, me pidieron, mientras comenzaban a desliarse los abrigos, y en voz muy baja algo temblorosa, las noticias de cajón sobre el estado actual de mi tío. Díselas, no tan malas como las que esperaban ellas, y esto las animó a acercarse muy quedito hasta la puerta de la alcoba. Desde allí estuvieron contemplando el batallar que no cesaba dentro de las ruinas de don Celso, entre el sueño que le amodorraba y la tos que se lo prohibía, hasta que se revolvió en la cama por uno de aquellos choques, del que salió medio sofocado, con la boca y los ojos muy abiertos y acopiando el aire para respirar, hasta con las manos. Entonces se ocultaron rápidamente, casi de un salto, en la salona, y se volvieron ambas hacia mí, que no las perdía de vista, con la pena y la conmiseración pintadas en la cara. A todo esto, don Pedro Nolasco, de pie, rígido, inmóvil y silencioso, en el mismo sitio en que se había plantado al entrar. Pasó en breve el acceso, y volvió el enfermo a caer en el marasmo de antes... Pero ¿qué diablos veía yo en Lituca que me cautivaba más la atención en aquellos momentos que el pasmo de su abuelo y la angustiosa situación de mi tío? ¿Qué había en ella de nuevo y de extraño para mí? Pues, lisa y llanamente, las lágrimas de sus ojos y la expresión dolorida de su cara infantil; y yo me preguntaba en cuanto salí de mis dudas: «Pero ¿cuándo está más mona esta chica? ¿cuando ríe y gorjea como los pajaritos del monte, sin penas ni cuidados, o cuando siente, como ahora, a falta de dolores propios, la compasión que le inspiran los ajenos?» Y no sabiendo por cuál de estos extremos optar, quedéme con los dos, porque es lo cierto que, riendo o llorando, estaba monísima aquella criatura.
Temiendo que la impresionara con exceso la contemplación frecuente de aquel cuadro aflictivo de la miseria humana, tan nuevo para ella, la aconsejé que se abstuviese de entrar en el cuarto del enfermo. A lo que me respondió con una fuerza de resolución que se imponía:
-¡Pues mire que tendría que ver, señor don Marcelo!... ¡Vaya! ¡vaya!... ¿Piensa que soy yo de melindres, por si acaso? No diré que al principio no me encoja un poco; pero después... ¡vaya! ¡vaya! Y, por último, para las ocasiones son las valentías; y ahora o nunca. ¡El mi pobre señor don Celso!...
-Déjela, déjela -me decía casi al mismo tiempo la rozagante Mari Pepa, arrojando el último de sus abrigos flotantes sobre una silla, encima de los que acababa de arrojar Lituca-; déjela que entre y salga cuando quiera, que es bueno jacerse a todo, como ella se irá jiciendo, porque la conozco bien. Al que hay que tener a raya sobre ese punto, es al mi padre. Cayóle la noticia como una peña en la nuca, y aturdióse como usté le ve. Yo no sabía si dejarle en casa o traerle; pero vile roncero de quedarse solo y muy arrimao a venirse, y jícele su gusto, que era también el nuestro; porque puestas aquí, podemos tardar más o menos en volver a casa, y mejor que en parte alguna estará el venturao con nosotras donde quiera que ello sea. Lo que está él es aterecío de frialdá, ¿no es cierto, padre? Y mire, en la cocina habrá buena lumbre, ¿no es verdá, don Marcelo? y estará usté más apartao de estas cosas que le amurrian y acobardan, sin dejar de estar bien acompañao con los que entran y salen... y de paso, mire, que añada Tona buen por qué al ollón grande, que somos tres bocas más... ¡Hija, qué bobás se le ocurren a una cuando no sabe lo que diz, ni tomar los tiempos como vienen! Conque ¿entendióme, padre?... Y a usté, don Marcelo, ¿qué le paez de este disponer mío, como si estuviera en la mi casa?
Todo me pareció bien, hasta el estilo, y las precauciones que tomaba Mari Pepa para no ser oída del enfermo, y la decisión de Lituca, y, en particular, la cara que ponía para declarármela. Yo mismo conduje a la cocina a don Pedro Nolasco, que se dejaba traer y llevar como un niño atolondrado, y le senté en el sillón de mi tío, dejándole al cuidado de Tona y de Chisco, que andaba por allí entonces, con encargo de que le entretuvieran y animaran... y le dieran de comer cuanto pidiera, si lo pedía. Yo volvería por allí muy a menudo, y las señoras lo harían también de vez en cuando. En el ínterin, mucha leña a mano y buena lumbre sin cesar.
Antes de salir de la cocina, miré por los cristalejos de la puerta que da al balconazo de aquella fachada, y vi que continuaban ennegreciéndose los celajes y que ya blanqueaban un poco los picachos de enfrente y hasta las praderas del valle por algunos sitios.
Cuando llegué al cuarto de mi tío, ya se habían apoderado de él y de sus aledaños Lituca y su madre, y enviado a Facia a sus ordinarios quehaceres, por no ser necesaria allí su presencia por entonces. Ordenaban adentro muebles, ropas y frascos y botellas de potingues; enderezaban felpudos y alfombrillas, que abundaban en el suelo; graduaban y dirigían la luz de los cuarterones de la ventana y la que entraba por la puerta, de modo que no diera de lleno en la cara del enfermo, y hasta le limpiaban el sudor viscoso y frío que relucía en su frente, y le arreglaban las coberturas y las almohadas; pero todo ello, lo mismo que cuando trabajaban afuera, sin hacer ruido ni levantar polvo ni causar la más leve mortificación al paciente. Me daba gusto contemplar aquel trabajo de hadas bienhechoras. Mi tío, sofocado por la tos, despertaba algunas veces de su letargo, abría los ojos, clavaba en nosotros su mirada entorpecida y voraz, y volvía a cerrarlos enseguida para caer de nuevo en su modorra. Cuando se aprovechaba una de estas coyunturas para darle unos sorbos de caldo o la «cucharada» medicinal que «le correspondía», tomábalo entre quejidos y balbucía protestas iracundas.
Cerca del mediodía se despejó un poco y nos ponderó mucho lo mal que se encontraba. Llegó en esto Neluco, y ni por cortesía intentó convencerle de lo contrario. Pero le exhortó a que llevara con paciencia sus trabajos, pues no estaba obligado a menos un hombre de su fe y de su correa. A lo que contestó el enfermo, con toda la iracundia que pudo hallar entre el montón de sus propias ruinas:
-¿Todavía te paez cosa de ná la mi paciencia, condenao? Con la mitá de lo que tengo te quisiera yo ver, mediquín, matasanos de los demonios, a ver qué cara ponías... ¡Pues hombre!...
Intervinimos todos, Neluco inclusive, para calmarle, y se calmó pronto; pero no apuntó la menor idea de prepararse a bien morir. Sobre este punto venía muy contrariado el médico. Me dijo, al despedirse, que don Sabas estaba ausente del lugar, auxiliando a un moribundo de otro pueblo, cuyo párroco se hallaba enfermo. Al saberlo le había mandado un propio; pero como hasta el pueblo había muchas varas de camino que medir y la nevada iba espesando por instantes, aunque don Sabas procuraría no perder uno solo en cuanto se enterase de lo que ocurría en la casona, ¡fuera usted a saber a qué hora de la tarde llegaría, y si llegaría a tiempo ya!
Por no acercar demasiado al gigantón de la Castañalera al cuadro que tan tristemente le impresionaba, comimos todos con él en la perezosa de la cocina, servidos por Tona, mientras su madre cuidaba del enfermo. No fue aquella comida tan sabrosa para mí como otra que yo no olvidaba, más que por lo reciente de su fecha, por lo regocijada que la hicieron aquellas dos comensalas que en la última, algo por respeto a la tristeza «oficial» de la casa, y algo más por la pena que los motivos de esta tristeza les daban, comieron muy poco y hablaron menos. Menos habló todavía que ellas, don Pedro Nolasco, que no habló palabra; pero, en cambio, ¡qué engullir el suyo tan formidable!
Antes de que acabáramos de comer, supimos por Facia que el enfermo había vuelto a dormirse y que «el trapeu de la nieve iba tan a más, que daba gustu». Yo me acordé de la ausencia de don Sabas y de la falta que hacía al lado de mi tío, y no recibí la noticia con tanto placer como el que sentía la madre de Tona al dármela.
Según corrían las horas de la tarde, apretaba el temporal y también las ansias del enfermo, que seguía luchando con ellas a ojos cerrados y sin conciencia, al parecer, de lo que estaba pasando. Bien sabe Dios lo que nos inquietaban estos síntomas y que ardíamos en deseos de insinuarle lo que Neluco deseaba, ya que no se anticipaba él a insinuarlo; pero ¿de qué serviría la insinuación mientras no tuviéramos a mano al Cura? Entre estas dudas y las consiguientes inquietudes, llegó la noche cerrada, a poco más de las cuatro, con una tercia de nieve sobre el valle y un nevar espeso y continuo que ya me iba alarmando mucho, porque suponía a don Sabas en camino y pensaba en los peligros que podía correr. Entre tanto la cocina se llenaba poco a poco de gente que acudía a saber de don Celso y a ofrecerse para toda clase de menesteres en la casa en aquellas horas de prueba, y a mí no me disgustaba verme tan bien acompañado en ocasión de tantos apuros. A don Pedro Nolasco le sucedía lo propio, y hasta rompió a hablar con los contertulios y se permitió ciertos vaticinios risueños acerca de la enfermedad del viejo amigo y casi pedazo de su alma... precisamente en el instante en que mi tío saliendo de su modorra pertinaz y después de recorrer la estancia con los ojos azorados, dijo entre angustias de la respiración, como si no le cupiera ya en el pecho una burbuja de aire sin haberle desocupado de otra igual:
-Ahora... ahora es la de irse de veras, hijos míos, y la de prepararme al viaje en toda regla. Hacedme la caridad de decirle al Cura que le llamo yo para lo que él sabe... si no es alguno de los bultos que yo distingo malamente desde aquí, no sé si por culpa de la poca luz del cuarto, o porque ha empezado a apagarse ya la de mis ojos... ¡Sabas!... ¡Sabas!...
Todos los allí presentes oíamos y callábamos, y nos mirábamos unos a otros sin saber qué contestar. ¿Cómo decirle que el Cura no estaba en la casona ni en el pueblo?... Pero ¡qué ofuscación tan absurda la nuestra! ¿Qué inconveniente había en entretenerle las impaciencias, respondiendo que habían ido a avisarle y que estaba a punto de llegar? Esto iba a responderle yo al mismo tiempo que me acercaba a su cama con Lita y Mari-Pepa, hechas un mar de lágrimas, mientras quedaba Facia arrimada a la pared del fondo con los brazos cruzados, la cabeza inclinada sobre el pecho y los ojos, secos, entristecidos e inmóviles, clavados en la faz cadavérica de su amo, cuando éste volvió a exclamar, pero con un brío inconcebible en su estado miserable:
-¡Sabas! ¡Sabas!...
En esto oí un rudo golpeteo, como al desembocar del carrejo en la salona, y al mismo tiempo una voz que respondía a estas llamadas enérgicas:
-¡Allá va, jinojo!...
Conocí la voz, retrocedí de un salto hasta la puerta, y vi que por la del salón avanzaba un bulto que lo mismo podía ser un jaral de la montaña, tal y como debían estar todos en aquellos instantes, que un hombrazo del calibre y los talares de don Sabas, porque venía nevado por la cabeza y por los hombros y por donde quiera que asomaba un relieve, por mínimo que fuera, en sus luengas y espidas vestiduras; y al andar y sacudirse de propio intento, arrojaba en el suelo la nieve en cascadas polvorosas, como cae de los matorros cuando los sacude y zarandea el cierzo enfurecido. Salí a su encuentro para ayudarle a sacudirse y a enjugarse... y a nada, porque de dos bativoleos se desprendió de todo lo flotante que goteaba sobre él. Así quedó, en un periquete, liso y mondo de pies a cabeza, es decir, de chaqueta corta y en pelo. Mientras se iba despojando de aquellas envolturas y accesorios, me decía:
-¡Ah! pues gracias a que el tordillo tiene más agallas de lo que paez, y pudo con el espolique que a medio camino le cargué a las ancas, que si no... ¡jinojo! dígote que no llegamos vivos ninguno de los tres; porque nevadas he visto en lo que llevo de vivir; pero como ésta, ¡vaya, vaya!... ¿Y qué le pasa al pobre don Celso, hombre? Cuando allá me lo fueron a decir, no me cogió de susto, porque me lo venía yo temiendo de día en día. Lo peor del caso fue que aquel infeliz agonizante no acababa, y no era cosa de abandonarle en trance tal... Pues ¡cuidado si le da por no acabar en toda la tarde de Dios!... A todo esto, la nieve espesando y cerrándose los caminos. ¡Mira tú qué ocasión para ponerse este otro en la agonía!... ¡Si lo que hace Satanás para jincar el diente a las almas, es mucho cuento! A bien que no ha sido ello por falta de advertencias mías; pero este Celso, con ser tan hombre de fe, es de suyo tan...
Todo eso lo decía ya, y casi lo gritaba, el bueno del Cura a la puerta del dormitorio de su amigo, donde le interrumpió el descosido razonamiento otra llamada como la de antes.
-¡Sabas! ¡Sabas!
-¡Aquí estoy, hombre! -respondió el Cura-. ¡Cuidado que es tema!... Pues mira, con esas prisas en mejor salú, no las tuvieras ahora...
-¡Eso es! -refunfuñó mi tío-. Para consuelo de mis ajogos, tíñeme y vociférame, ¡pispajo!
-¡Qué te he de reñir, hombre, qué te he de reñir! -díjole entonces don Sabas, que enfrente de aquellas ruinas miserables del amigo y camarada de toda su vida, no acertaba a contener los lagrimones que le brotaban en los ojos-, ¡ni cómo te he de vociferar!... ¡Pues bueno estaría ello, jinojo!... sino que, como he venido, pude no venir, por causa de fuerza mayor. ¡Y figúrate tú entonces! ¡figúratelo, Celso!... Vaya -añadió interrumpiendo de pronto su discurso y pasando la mirada por el cuarto y acentuándola con un movimiento de sus brazos, muy significativo-: aquí sobran todos menos el enfermo y yo; porque lo que va a pasar entre nosotros, no admite más testigo que uno, que es el Señor y juez de vidas y almas.
Salimos los que sobrábamos y cerró don Sabas la puerta por dentro. Yo no sé lo que pasó por mí entonces; pero declaro que me sentí muy conmovido y que hasta lloré, disimulándolo mucho, como si fuera una debilidad indigna de los hombres fuertes.
¿Procedían aquellas lágrimas vergonzantes del contagio de otras más francas? ¿Eran arrancadas de mi corazón por la pena de ver a aquél, mi pariente en estado tan mísero y compasible? ¿Me las producía aquella rara escena que acababa de presenciar entre el Cura y el enfermo, a través de cuya tosca urdimbre se dejaban ver fondos y lejanías admirables? Quizás hubiera en ellas algo de todos y cada uno de estos ingredientes; pero el hecho es que yo lloraba, aunque no tanto como las mujeres que se agrupaban junto a mí, mientras iban entrando de puntillas en el salón en que estábamos muchos de los tertulianos de la cocina que se habían amontonado en el carrejo después de la llegada del Cura, transidos de pesadumbre... y de curiosidad.
La luz que Facia había encendido en la lamparilla del dormitorio al salir de él, y que aún conservaba en la mano, iluminaba un poco aquellas fauces entenebrecidas; y así pude entreverlas atascadas, materialmente, de figuras apiñadas y oscilantes que miraban hacia nosotros con impaciencias voraces; y aun hubiera jurado yo que allá en el fondo, detrás de toda la masa, pero alzándose un codo sobre la cabeza del más talludo, relucían, como dos linternas en un túnel, los ojazos verdes y saltones del gigantón de la Castañalera.