Peñas arriba/Capítulo XXVIII
Capítulo XXVIII
En un pie andaba el Cura con lo cuidadoso que le traía lo extremo y desesperado de mi tío, y, sin embargo, cuando llegó a la casona resuelto a no salir de ella mientras al enfermo le quedara un soplo de vida y a él una sola función que llenar a su lado como sacerdote o como amigo, ya gruñía el temporal en la montaña y descendía la nieve sobre el valle en espesos remolinos. Es decir, que sólo habían durado la «escampa» y el sosiego lo estrictamente necesario para que fuera Dios a la casona desde la iglesia, y volviera a la iglesia desde la casona; milagro patente en opinión de Facia, y no puesto en duda por los que departían con ella sobre el caso.
Entró, pues, el Cura como la vez primera en aquella noche, sacudiéndose la ropa para «desnevarse»; arrojó el capote sobre lo primero que se le puso por delante, y llevando en la mano un saquillo de color, cerrado con una jareta, se coló, sin detenerse, en el cuarto de mi tío, que sólo parecía vivir para esperarle. Encerráronse allá los dos; y mientras andábamos en la salona los de siempre, de aquí para allí y en derredor del brasero, sin saber qué decirnos ni en qué sitio ni para qué detenernos ni sentarnos, oía yo cómo iban pasando desde la escalera gentes y más gentes hacia la cocina, donde continuaba el gigante consternadón y arrimado a la lumbre, pero con muchas ganas de cenar. Porque las funciones de comer y digerir no se regían en aquel hombrazo por las grandes crisis del espíritu, sino por una ley mecánica. Necesitaba comer, mucho y a menudo, como la mole ruinosa necesita el puntal para no desplomarse. No obstaba aquel insaciable apetito de su estómago para sentir el pobre hombre desfallecido de pena su corazón. Deploraba la muerte de don Celso como todos y cada uno de los tablanqueses que más hubieran estimado sus prendas, y la lloraba también como amigo; pero le dolía, además y sobre todo, por la edad que él contaba y por lo viejo y arraigado de su intimidad con el que se iba. En alturas semejantes, cada amigo de esos que se va, es un sillar que se arranca en los cimientos de la vida del que se queda; y don Pedro Nolasco no había tomado en serio hasta aquel día lo de la muerte de su amigo, a quien por su carácter y correa consideró siempre «incapaz» de morirse. También le dolía en el alma una separación así, sin despedida; pero no tenía valor para intentarla, y nosotros nos guardábamos muy bien de estimularle a vencer sus resistencias: al contrario, le manteníamos en ellas pintándoselas como muy justificables, y encomendábamos a los que de ordinario le acompañaban en la cocina la caritativa labor de entretenerle y animarle, como hacíamos a menudo el médico y yo con Mari-Pepa y Lituca, que no le perdían de vista ni desconocían la importancia de aquella crisis excepcional, a una edad y un temperamento como los suyos.
De esto precisamente se había llegado a tratar en la salona, cuando se abrió la puerta cerrada antes por el Cura y apareció éste con sobrepelliz y estola preguntando por el monaguillo que había venido con él y debía de andar por la cocina. Corrió Facia a avisarle y entramos los demás en el cuarto del enfermo, en los linderos ya de la agonía y con los ojos clavados en un crucifijo colocado por el Cura para eso a los pies de la cama. Vino el muchacho, y, con su ayuda, administró don Sabas la Extremaunción al moribundo. Lloraba Mari Pepa y sollozaba Lituca mientras colocaban sobre él todas las medallas y reliquias que había en casa con indulgencia plenaria para la hora de la muerte; lagrimeaban callando muchos de los que habían acudido de la cocina con el monago; rezábamos todos respondiendo a las oraciones del Cura, y en los intervalos de silencio se oían a la vez el respirar estertoroso y agitado del agonizante, y el zumbido del temporal entre las espesuras y cañadas de los montes. A este acto imponente siguió otro que no lo era menos: la recomendación del alma, leída en voz clamorosa por don Sabas, con los consiguientes rezos en que todos tomábamos parte. Y esto fue largo, muy largo, pues que llegó a medirse por horas, con algunos descansos breves, durante los cuales se movían o se renovaban muchos de los congregados, andando de puntillas y devorando suspiros y sollozos, y volvía a oírse adentro el estertor acompasado del moribundo, y afuera el mugir de los vendavales.
Por el fúnebre colorido del cuadro, por la lentitud en su desarrollo, por el exceso mismo de la atención con que yo le seguía, la visión de la muerte con todo su cortejo de tristezas se enseñoreó de mí de tal arte, que más que sentirla y estimarla en la región de las ideas, me parecía olerla y paladearla; confundía ya las sensaciones morales con los quebrantos del organismo, y el color y las figuras y los sonidos del triste cuadro caían a golpes sobre mi cerebro y me le contundían y fatigaban. El instinto de la vida me excitaba de vez en cuando a respirar otro ambiente, a contemplar otra luz y a renovar el espíritu en otros horizontes más saludables que aquéllos; y paseando la vista por los mezquinos términos de aquel recinto fúnebre, acababa siempre por detenerla en la cara de Lituca, en la que cuanto más se grababan los surcos de sus lágrimas, más de relieve ponían la frescura de su juventud. Y era muy de notarse que no hacían mis ojos un viaje de esos, sin topar con los suyos en el camino. ¿Estaría la pobre subyugada por los propios influjos y buscaría, por instinto también, los mismos asideros que yo? Es muy posible, porque para entrambos era igualmente aflictivo y desconsolador y nuevo (para mí a lo menos) aquel espectáculo. Nuevo, sí, porque en los recuerdos que yo guardaba y guardo en la memoria del paso de la muerte por mi hogar, nada había que se pareciera en los procedimientos ni en los detalles ni en los accesorios a aquella lenta, cruel e inexorable labor destructora; a aquel acabamiento de un hombre fibra a fibra, en lo recóndito de un caserón destartalado y embutido en una rendija de la cordillera cantábrica, y a la mortecina luz de dos velucas de cera, mientras zumbaba y rugía la nevasca en las tenebrosas soledades del contorno.
Pero Lituca, de rodillas y rezando, como su madre, volvía rápida a clavar la vista en el crucifijo, como el sediento caminante los labios en el caño de una fuente, y así refrigeraba y fortalecía su espíritu en cada desfallecimiento que le causaba aquel incesante batallar de la muerte para acabar con una vida que también había sido risueña y juvenil como la suya. No dejaba yo de acudir a la misma fuente que ella en demanda de los mismos alientos; pero ahondaban mucho más las raíces de la vida en, mi naturaleza curtida de las intemperies del mundo, que en el organismo tierno y virginal de aquella criatura, y por eso no resultaban iguales en los dos los frutos de un mismo esfuerzo moral.
De pronto se produjo un fenómeno en la agonía del enfermo. Abrió los ojos, clavó la vista en el crucifijo y movió las manos hacia él. Entendióle don Sabas, púsosele entre ellas, acercóle él mismo a sus labios, se abrazó a la cruz; y con esto y un suspiro muy hondo, entregó a Dios el alma.
¡Extraña coincidencia! Al indescriptible rumor de los últimos alientos de mi tío, respondió en el acto desde la iglesia el primer tañido de las campanas que doblaban a muerto por él. Otro «milagro» que jamás quiso explicarse Facia por la oficiosa intervención de algún mal informado tertuliano de la cocina, en la incesante comunicación que hubo aquella noche entre ella y el pueblo, no obstante lo duro y hasta peligroso del temporal.
Con aquel triste desenlace de todo el día, los inseguros diques que habían mantenido a la pobre sirvienta devorando en silencio las hieles de su pesadumbre, se derrumbaron de golpe, y salieron en torrentes las lágrimas y los gemidos. Parecía no haber, en lo humano, consuelo para ella, ni fuerzas capaces de arrancarla del borde de la cama, donde besaba las manos yertas «del su señor», y ponía a Dios por testigo de lo mal que le había pagado en vida los beneficios que le debía. Y sucedió lo que era de temerse: el estruendo de esta explosión de dolores profundamente sentidos, se fue propagando por toda la casa, en la cual acabaron por llorar a gritos también hasta los que no habían pensado llorar de ninguna manera, y los lazos de la disciplina y de los humanos respetos, muy relajados ya durante la agonía del patriarca, acabaron de romperse con este descomunal y plañidero vocerío: invadieron la estancia mortuoria gentes que en tropel brotaban de todos los senos del caserón, y todas querían ver al muerto, y todas le veían al cabo, y todas lloraban y gemían después más reciamente por el espanto de haberle visto.
Yo no sabía, en tanto, por dónde me andaba, ni dónde ni cómo tenía la cabeza. Por fortuna, don Sabas y Neluco se apoderaron de la dirección de todo y comenzaron por despejar el cuarto y las inmediaciones; pusieron las señoras a mi cuidado, y a Pito Salces y a Chisco a sus órdenes en la salona, y se quedaron después solos y a puerta cerrada con el muerto... Y aquí es donde comienza la verdadera maraña de esbozos, de notas sueltas de color, de perfiles extraños y manchas sombrías, que guardo en la memoria como impresión del cuadro de aquella noche inolvidable.
Creo que, con ánimo de ver al gigante de la Castañalera ante todo, fui a la cocina, en la que no cabía la gente; que supliqué a los «sobrantes» que se retiraran a descansar a sus casas, ya que, desgraciadamente, no eran necesarios allí sus buenos servicios, y hasta que conseguí en gran parte lo que pretendía; recuerdo que hallé a Mari-Pepa y a su hija convenciendo al hombrón de que las cosas habían parado en lo que acababan de parar porque no había otro camino para ellas, y de que, como ya no tenía remedio lo sucedido y él se hallaba bien cenado y en buena compañía, érale muy conveniente, para descansar y endulzar los pensamientos, acostarse en la cama que se le tenía preparada y bien lejos de los ruidos de «lo otro»; que no costó gran trabajo convencerle; que se dejó conducir a un cercano dormitorio; que se acostó; que le hicimos la tertulia hasta que le acometió el sueño, y que se durmió como un tronco y le dejamos roncando.
Después... ¿qué se yo?... el cuarto de mi tío; la cama, desnuda ya de lujos, en el centro, y sobre ella el cadáver afilado y amarillo, amortajado con hábito franciscano, porque desde el tiempo de la exclaustración nunca faltó acopio de ellos en la casona para trances como aquél; alrededor de la cama, blandones ardiendo; hacia la cabecera, don Sabas, o Mari Pepa, o Facia, o cualquier tablanqués de los de la cocina... o yo, de rodillas y rezando; Chisco y Pito Salces al cuidado de las luces; Neluco rociando suelos, muebles y ropas y felpudos con un líquido desinfectante, y por la ventana entreabierta colándose un aire frío y sutil, y también el zumbido lejano del vendaval y más de un copo de nieve... Lita y su madre en mi gabinete, arrebujadas en chales y toquillas, con los pies sobre la caja del brasero... Mari Pepa acercándose de puntillas y asomándose a la alcoba de su padre cuando cesaban sus ronquidos estentóreos; mi tema, ya maquinal, de aconsejar a las señoras y al Cura que se acostaran, y durmieran y descansaran; la resistencia de todos a complacerme, aunque la pobre Lituca se estremeciera de frío en ocasiones y no pudiera levantar los párpados enrojecidos... Que cenaran... Ya habían tomado ellas un tente en pie; y en cuanto a don Sabas, ¿cómo había de pensar en ello siendo ya más de la media noche y teniendo que celebrar a la madrugada?... En la cocina, la lumbre agonizante; Tona cabeceando cerca de ella; su madre gimiendo por lo bajo en el rincón más obscuro; hombres con la cabeza sobre las manos y las manos sobre la perezosa, durmiendo tranquilamente; otros a punto de dormirse, sentados en los bancos del fogón, fumando la pipa y con los ojos mortecinos clavados en los tizones: todo este cuadro a menos de media luz y sin otros ruidos que el sollozar de Facia... Algún bulto que otro errando a oscuras por los pasadizos, y un olor por toda la casa a pabilo de cera, a laurel pisoteado y a romero y a tabaco de lo peor... Un ratito de plática con el Cura y con Neluco en mi cuarto delante de Mari Pepa, que acababa de llegar de la alcoba de su padre, y de Lita, que dormía con la primorosa cabeza caída sobre el pecho, después de negarse a descansar en mi misma cama, que tan a la mano tenía, quién sabe por qué linaje de escrúpulos; de plática, digo, sobre el día o los días y el ceremonial de las honras fúnebres y cuanto con estos particulares se relacionaba... Pepazos y otro mozallón, entrando en la estancia mortuoria a relevar a Chisco y a Pito Salces; el Tarumbo rezando a un lado y el Topero a otro, de la cabecera; el frío arreciando allí, y la llama de los cirios bamboleándose sin cesar en sus mechas con el aire glacial que seguía filtrándose por la ventana entreabierta... Largos ratos de silencio y de quietud en toda la casa; otros de lánguida conversación en mi gabinete sobre temas de familia: el difunto, los ausentes... y vuelta con don Sabas al cuarto mortuorio, o vuelta con Neluco a la cocina, en donde, en una de ellas, encontramos a Tona escanciando a Pito Salces un traguete de lo autorizado por «la casa» para tales usos en lance tan excepcional, y vuelta a mi gabinete; y, al fin y al postre, Lita tendida sobre mi cama y cubierta, de rodillas abajo, con mi propia manta, y durmiendo con el ritmo dulce y sosegado con que dormiría un ángel, si los ángeles sintieran esa necesidad de los seres de carne y hueso. Su madre le había desvanecido los escrúpulos de una vez, cargando con ella, entre veras y chanzas, por todo razonamiento y poniéndola donde y como estaba. ¡Y aún me pedía perdón por el atrevimiento la candorosa mujer!
Y a todo esto, yo no recuerdo haber sentido ni hambre, ni frío, ni sed, ni cansancio en toda la noche, ni que me pasara por las mientes la más remota idea de lo que la mujer gris me había declarado por la mañana, y, sin embargo, me pesaban los ojos como cuando se desea dormir, y tenía la boca escaldada y el estómago desfallecido, el cuerpo quebrantado y la cabeza atiborrada de todo linaje de ideas tristes. Era mi estado como el de un calenturiento con pesadilla.
Al amanecer, a misa del alma. ¿Quiénes? Todos querían ir a oírla; pero no se lo consentimos a muchos que hacían falta en la casa, y particularmente a Mari Pepa, que se hubiera visto muy mal para acompañarnos. No nevaba ya; pero había más de una vara de nieve sobre el suelo del valle y estaban las cumbres de los montes como sumergidas en un mar denegrido y borrascoso que no auguraba cosa buena. Resignóse a quedarse la piadosa y excelente mujer; pero no Facia, más avezada que ella a franquear obstáculos de tal linaje.
¡Qué frío tan intenso, Dios soberano, en cuanto me vi fuera de casa! ¡Y qué hundírseme los pies en aquel suelo húmedo y esponjoso! ¡Cuántos resbalones y caídas en el pedregal, y cómo me hubiera reído de la triste figura que iba haciendo yo entre aquella gente que andaba sobre el inseguro tapiz con igual firmeza que sobre los estragales de sus casas, si las ideas de que estaba impresionado mi cerebro no hubieran sido tan tristes y funerarias! Y la silueta del Cura que caminaba delante de todos, con sus hopalandas negras, con su negro tapaboca arrollado al pescuezo, ¡qué grande me parecía sobre la blancura deslumbradora de la nieve! ¡Y qué solemnidad tan temerosa y elocuente la de aquel silencio de la Naturaleza! ¡Y qué sonido tan débil, tan extenuado y melancólico el de las campanas de la parroquia doblando a muerto sin cesar desde que había amanecido!
De bote en bote se llenó la iglesia: todo el pueblo había acudido allí. La misa fue rezada y breve, y se reprodujeron en ella los llantos de la casona al pedir el Cura una oración por el alma de un tan amado feligrés.
Después de la misa quise ver el cementerio, que está a dos pasos de la iglesia. Cuatro paredes no muy altas, una cruz en el centro, una tejavana humilde a la derecha de la puerta, y en el lado de enfrente media docena de sauces llorones demarcando con sus troncos jorobados un pedacito de tierra, y rozando con las puntas de su lacio y desvaído ramaje el espeso tapiz de nieve que enrasaba toda la superficie del campo santo. En aquel pedacito de tierra, limitado por los sauces, se sepultan desde tiempo inmemorial los muertos de la casona de Tablanca.
Al emprender yo la subida a ella con las personas que me habían acompañado en la bajada y algunas más, se despidió de mí el Cura «hasta la tarde».
-Ya es hora -me dijo-, de que yo dé un vistazo a la mi jacienda, de la que no sé pizca veinticuatro horas haz... y de que me desayune y duerma un rato, si esta cellerisca negra del meollo me deja apetito y calma para ello, por misericordia de Dios.
Alguien tuvo la feliz ocurrencia en la casona de mandar que se expalara la cambera del pedregal, en mi obsequio, y a eso debí que la subida por ella no fuera lo que yo me temía, recordando lo que había sido la bajada.
Marmitón había dormido toda la noche de una tirada, con lo que habían entrado en equilibrio y en juego las piezas y los engranajes de su armadura de coloso; y de esta suerte funcionaban en él, hasta las pesadumbres, con perfecta regularidad. Yo llegué cuando su hija y su nieta le servían el desayuno, y me habló de «la desgracia del pobre Celso» como si acabara entonces de ocurrir. Pregunté a Lita (y juraría yo que se lo pregunté sin pizca de segunda intención) si había dormido y descansado a su gusto; y en lugar de responder a la pregunta, se puso muy encarnada y comenzó a descargar sobre su madre todas las responsabilidades de haberse acostado, «vestida, eso sí», en la cama en que yo la había visto. Reíase a esto su madre de todas veras, mientras aseguraba yo a la vergonzosa que había sido mía la culpa, «y a mucha honra»; y de aquí tomé yo base para exponerles los proyectos que tenía: que no pensaran en volver a su casa en unos cuantos días, por no estar el tiempo para ello, y, sobre todo, por necesitarlas en la mía yo para una gran obra de caridad, y se resignaran las dos a acomodarse en mi gabinete, ya estrenado por Lituca. Yo dormiría en la alcoba del salón contiguo, que tenía su correspondiente cama; con ella y cuatro cachivaches que se le agregaran de mi cuarto, estaría como un príncipe... ¡Válgame Dios los reparos y los miramientos y los asombros con que se negaron de pronto a complacerme! no en lo de quedarse en la casa algunos días, sino en lo de ocupar el gabinete que les ofrecía yo... Hasta que al fin cedió Mari Pepa, resignóse Lita, y aplaudió el gigante el acuerdo con una «¡esa es la derecha!» que retumbó en media casa. Y esto y los quehaceres que consigo trajo para ser puesto en ejecución antes con antes, fueron los esparcimientos únicos para mí en todo aquel triste día.
Llegó la tarde, fría, brumosa y tétrica; subió el vecindario en masa, pedregal arriba, detrás del Cura con ornamentos negros, precedido del estandarte de las «Ánimas» y de un crucifijo grande; resonaron en el estragal, entonadas por voces bien avenidas con la sonora de don Sabas, lamentaciones terribles del santo Job, el mayor poeta fúnebre de que hay noticia en la tierra; bajóse el féretro entre nuevos llantos y gemidos; y andando, andando con él hacia el pueblo la luctuosa procesión el camino que había andado poco antes hacia arriba, llegamos al campo santo después de una detención breve a la puerta de la iglesia, para que el hijo fiel y sumiso recibiera de su Madre cariñosa la bendición de despedida.
Y allí, entre los mustios llorones, en un mísera fosa recién abierta en el suelo, desapareció del mundo para siempre, bajo una capa de tierra que pronto volvería a cubrir la nieve, un hombre que había sido hasta aquel día el patriarca, el señor, el rey indiscutido e indiscutible de todo el valle.