Peñas arriba/Capítulo XXXI
Capítulo XXXI
¡Y aquélla fue la más negra para mí! La de verme solo en los ámbitos enmudecidos y yertos de la casona, alcázar de mi flamante y patriarcal señorío, en el pobre terruño de «mis mayores». Todo me resultaba ancho, todo me sobraba allí y todo se me venía encima, como si estuviera edificado en el aire, desde que se había vuelto a sus hogares la familia del viejo Marmitón. Porque con la presencia continua de unas mujeres tan animosas y alegres como aquellas dos, más el trajín en que anduvieron empeñadas y el entrar y salir de tantas y tan distintas gentes en los últimos días, no había podido conocer yo en su verdadera magnitud el vacío que dejaba en la casona la muerte de su venerable habitador y dueño, que, vivo, la llenaba toda, y era además el lazo que me amarraba a ella con la fuerza de mi compromiso, fundado principalmente en la consideración de lo que él estimaba el regalo de mi compañía.
Venían a menudo a verme el Cura don Sabas y Neluco, y pasaban conmigo largos ratos; continuaba la tertulia de la noche muy concurrida y animada; presidíala yo con la mayor asiduidad, y hacía de tripas corazón para creerme muy divertido en ella, o para darlo a entender delante de aquellos rústicos y buenos tertulianos; ocupábame a ratos en despachar mi correspondencia o en arreglar los papeles y cuentas de la testamentaría; hablaba con Facia y me complacía en ver cómo, creyéndose ya, en virtud de las noticias traídas por el juez municipal de marras, y de mis subsiguientes reflexiones, libre para siempre de la cruz que tanto la había oprimido, y dando por guardado en el fondo de una sepultura el secreto de lo que podía ser afrenta para su hija, iba la pobre mujer tornando a la vida, y recobrando poco a poco las extenuadas fuerzas de su espíritu, llorando y rezando a la vez por el hombre desventurado, muerto con el alma manchada de negras intenciones, tras una vida azarosa y criminal; gozábame también en descifrar en el impenetrable continente de Chisco ciertos confusos caracteres que delataban en los adentros de su pechazo un regocijo manso y profundo desde la herencia de la «pilá de onzas», y en tirarle de la lengua para saber cómo andaba desde entonces en sus tratos y amistades con la familia del Topero, el cual, según mis noticias, se había humanizado mucho con él y hasta «le echaba memoriales con los ojos» y aun con algunas indirectas demasiado insinuantes; interesábame de veras Pito Salces, que andaba amurriadote y receloso temiendo que hubieran cambiado las buenas disposiciones de Tona hacia él desde que era rica por su madre, y hasta por sí propia, tomando el pobre por desdenes el pasmo, muy natural, en que cayó la mozona en aquellos días de lances gordos; salía de casa algunas veces para ventilar un poco las ideas y estirar los miembros entumecidos, aunque hallaba siempre el suelo como una esponja encharcada, y frío el sol que iluminaba el valle, mientras me segaba las barbas el ambiente que no apagaba una cerilla, y tenía que volverme a mi agujero sin haberme atrevido a descender el pedregal por donde querían conducirme los impulsos de mi necesidad de departir con alguien que me comprendiera; tramábala con Chisco después, o con el primero que se me pusiera por delante, y, en fin, hasta procuraba, siguiendo las enseñanzas bucólicas de Neluco, descender con mi razón, más luminosa, a las tenebrosidades de aquellos hombres para hallar el nivel apetecido y con él el prometido deleite; pero aun así, me sobraban horas y horas eternas de soledad y de silencio en aquellos páramos envejecidos y negros en que resonaba el eco de mis pasos febriles como si los diera bajo las bóvedas sombrías de un calabozo; y por donde quiera que la mirara, aquella mi labor heroica para hacer la vida más llevadera no venía a ser otra cosa que labor de encarcelado, hasta con el tenaz, profundo y tentador deseo de escaparme.
De escaparme sí; porque había vuelto a imponérseme esta idea, no como la primera vez que la sentí pasando por mi cerebro como una ráfaga, sino como un prurito irresistible que iba desbaratando por momentos la obra de mi aclimatación, casi a punto de terminarse ya. Parecíame la fuga una verdadera canallada; pero los cuerpos abandonados en el aire, caen por su propia gravedad; y así me sentía yo caer, roto, con la muerte de mi tío, el vínculo que más me ligaba a la casona. Cierto que me quedaban las ligaduras de un compromiso solemnizado tantas veces y delante de tantas y tan distintas personas; pero también era verdad que a ese compromiso le había puesto yo la limitación de «en cuanto me fuera posible», y que, suponiendo que llegara a ser capaz de penetrar la obra de mi tío para trabajar en ella, mi trabajo no sería continuo ni a cada hora, ni siquiera de cada día, al paso que la tediosa realidad que me asfixiaba era continua, perenne, de todos los momentos.
Luchando sin cesar entre estos impulsos empecatados y las repugnancias de mi conciencia de hombre formal, hubo ocasión en que me reí de mí propio, viéndome discurrir con el criterio de un colegial mal avenido con su encierro. ¡Qué cosas se me ocurrían para justificar una escapada, con promesa de volver y propósito de no cumplirla!
Serenándome después y dando mayor altura a mis pensamientos, detúveme a considerar el valor de los buenos frutos que había conseguido con el trabajo de mis propias observaciones, y el ejemplo y la predicación, más o menos directa, de mi tío, de Neluco, del señor de la Torre de Provedaño, sobre todo, y de otras muchas personas de gran monta; y entonces me avergoncé de haber pensado como pensé para sacudir la carga de mis tristezas.
Colocado en este terreno, pronto comprendí que lo que yo necesitaba desde luego y con urgencia para salir airosamente del conflicto, era adquirir otras ligaduras con qué sustituir las quebrantadas por la muerte; otro vínculo nuevo que me uniera a Tablanca, ya que no tan estrechamente como lo estuvo mi tío, hasta el punto, cuando menos, de que dejara la casona de ser cárcel para mí.
Bueno. Pero ese vínculo ¿dónde hallarle? ¿de qué casta era?... ¡Quién sabe los espacios que recorrí entonces con la imaginación enardecida y visionaria! En este viaje veloz y disparatado no hallé momento de tranquilidad ni de reposo, porque todo me parecía mal para hacer un alto de respiro... hasta que di en la más peregrina de las ocurrencias. Pero ya tenía siquiera una hipótesis en que detener el discurso fatigado. Pues a ello, y con toda la minuciosidad escrupulosa de quien, como yo, medita en asunto tan grave como aquél por vez primera en su vida. Elevé los pensamientos por encima de las enriscadas barreras del valle, y le llevé lejos, muy lejos de Tablanca; cerré los ojos, acudí a los repuestos de la memoria, y fui extrayendo de ella una verdadera legión de imágenes, a las que hice desfilar después, una a una, por delante de mí. Cuando hubo pasado la última figura de esta bizarra procesión, volví con el pensamiento a las montunas realidades de Tablanca... y me llevé las manos a la cabeza, como quien se percata de que ha estado colmándola de disparates para obtener ideas salvadoras. Apagué la linterna de mis cavilaciones y, ¡oh sorpresa!, con el último rayo de su luz vi pasar rápidamente por los términos ofuscados de la imaginación, una nueva e inesperada imagen que parecía llevar en sí la virtud de resolver todas las dificultades del conflicto. Pero... Y acabé por hacerme cruces y echarme a reír.
Riéndome estaba aún cuando entró Neluco.
-Así me gusta verle a usted -me dijo-, y no con la triste catadura de estos días atrás.
-Pues a ella volveremos, amigo Neluco -le respondí-, si Dios no hace el milagro que le pido.
-Sin embargo, usted se reía ahora...
-La risa del conejo...
-No insisto -repuso el médico-, porque no quiero que me tenga usted por imprudente; pero le aseguro que, sin ese temor, más de dos veces le hubiera preguntado, en estos últimos días, por los motivos de un desaliento que no ha podido usted disimular.
Despertaba esta declaración de Neluco la idea, no dormida enteramente en mí, de confesarme con él, como Facia se había confesado conmigo. Podía esperar mucho de los consejos de su experiencia, y, en último caso, el alivio que da en las apreturas del ánimo el recurso de departir sobre ellas con un amigo de buen entendimiento.
-Precisamente -le respondí armándome de resolución-, tenía yo grandes deseos de echar un párrafo con usted sobre los mismos particulares. Conque, ahora o nunca.
Cerré la puerta de mi gabinete, sentámonos los dos con la mesita entre ambos, y comencé a hablarle de esta manera:
-Ha de saber usted, amigo Neluco, que desde que volvieron a reinar el orden y el silencio en esta casa, después de muerto y sepultado mi tío, yo no sé en qué invertir las horas que me sobran dentro de ella... Me parecen interminables, no veo el modo de mejorarlas y me asusta lo porvenir con una perspectiva semejante. Esta es la verdad de lo que me sucede; le tengo a usted por buen amigo, y a usted se la declaro.
-¿Para qué? -me preguntó el médico, muy serenamente, después de contemplarme en silencio unos instantes.
-Por lo pronto -le respondí-, para que usted la conozca, y después, para que, si lo tiene a bien, me ayude con su autorizado consejo.
-¿A qué? -volvió a preguntarme con la misma serenidad de antes.
-¡Pues me gusta la ocurrencia, caramba! -exclamé yo un tanto picado por aquel modo de acorralarme, que se parecía mucho a una broma algo pesada-. ¿Qué se entiende aquí por ayudar a un hombre que perece en el fondo de un precipicio?
-Perdone usted -replicó el médico-; pero o yo no estoy en mis cabales, o el caso que me cita por ejemplo, no es aplicable enteramente al caso particular de usted. El que se halla en el fondo de un precipicio, no puede tener otro deseo que el de salir y alejarse de él; y a usted, en la situación en que hoy se encuentra, se le puede servir de dos maneras: ayudándole a salir de ella, o trabajar para hacérsela soportable y hasta divertida. Ahora usted dirá de cuál de estos dos extremos se trata.
-Del que mejor le parezca a usted -le dije-, o de los dos juntos... En fin, póngase usted en mi caso, y hábleme con franqueza.
-Pues con franqueza le digo -repuso el médico que no me extraña lo que le sucede a usted. Lo esperaba... Entendámonos: esperaba que muerto don Celso y solo usted en su casa, había de parecerle ésta más grande, más negra y más triste que antes, y el tiempo que pasara en ella, muy largo y enojoso. Nada más natural en un hombre de los gustos, de la educación y de los antecedentes mundanos de usted. Lo que no esperaba es que llegaran sus desalientos al extremo a que, por lo visto, han llegado... Pues mire usted, señor don Marcelo: ni por cortesía siquiera le aconsejo a usted que, para distraer su fastidio, se largue enseguida de Tablanca; consejo que, o yo no sé leer fisonomías o es el que más había usted de agradecerme. Y no se le doy, porque estoy segurísimo de que si se largara usted en la situación de ánimo en que se encuentra ahora, no volvería por acá en todos los días de su vida.
-Hombre -respondí yo cogido por la mitad de lo cierto-, eso es mucho decir.
-Ni más ni menos que lo justo -replicó el médico-, porque es la pura verdad; y usted no puede ni debe hacer eso, aunque echemos en olvido cierta promesa y hasta lo solemne de la ocasión en que fue ratificada; porque usted nada tiene que hacer en ese mundo que le tienta, y aquí sí; porque allá -y dispense la franqueza-, a pesar de sus merecimientos personales, no pasaría de ser uno más en el montón de los anónimos, y aquí desempeñaría un papel mucho más lucido, no por el relumbrón de su jerarquía, sino por la condición benéfica del cargo. Nada de esto quiere decir que esté usted obligado a sepultarse aquí perpetuamente: al contrario, yo sería el primero en aconsejarle que no lo hiciera; que de vez en cuando traspusiera esas cumbres para echar una cana al aire, bien seguro de que esas correrías, hechas por un hombre del entendimiento y de la cultura y de los caudales de usted, habían de lucir al fin y al cabo en beneficio de este valle. Mas para llegar a ese extremo, es decir, para que pueda yo excitarle a que se vaya, es preciso asegurarle aquí antes con algo que le sirva de cebo para volver, por natural y espontáneo movimiento de su corazón... En una palabra, tiene usted que aclimatarse de nuevo a esta casa y a esta tierra, y a estos hombres, tales y como habían llegado a parecerle, a la muerte de su tío don Celso.
-Pero, hombre de Dios -exclamé yo aquí-, si precisamente es ése mi dedo malo; si todo eso que usted me dice parece pensado con mis propios pensamientos y dicho con mi propia lengua; si yo no deseo otra cosa que apegarme a este terruño y cogerle todo el amor que usted le tiene; pero ¿cómo? ¿con qué? Este es el caso. Vivo mi tío, la obligación, convertida en gusto ya, de acompañarle, me entretenía, y con ello, todo cuanto le rodeaba; muerto él, me falta aquel recurso poderoso, me pierdo en el vacío de esta casa, y me abruman las eternas horas que paso en ella buscando la manera de abreviarlas. Continuar su obra benéfica. Enhorabuena. Esto es fácil y hermoso de decir; pero es muy vago y no resuelve nada, y lo que yo necesito es algo más concreto, más práctico y del momento. Si se tratara, verbigracia, de cortar camisas para los pobres o de enseñar la doctrina a los muchachos, yo me pasaría los días enteros manejando, las tijeras o injiriendo el Padre Astete en las cabezas de estos motilones; pero no se trata de eso ni de cosa parecida: la obra de mi tío no da qué hacer a cada instante ni a cada hora.
-¿Cómo que no? -interrumpióme Neluco-. ¿La conoce usted a fondo por si acaso?
-No, señor -le respondí.
-¿Y le parece a usted -añadió- poco entretenimiento el de estudiarla de ese modo, no sólo para conocerla, sino para mejorarla? Porque a usted le hemos de exigir también -prosiguió el mediquito bromeándose-, que la mejore, y la mejorará seguramente.
-Santo y bueno -dije yo siguiendo el tono que me daba Neluco-: la mejoraré si ustedes se empeñan. Pero -añadí formalizándome de veras-, ese estudio que me recomienda usted, hasta para entretenimiento de las horas de estos días, ¿cómo le hago? ¿por dónde comienzo?
-¿Y para cuándo? -replicó Neluco- son los buenos amigos y los competentes consejeros? ¿En qué ocupación más agradable ni más honrosa podría usted emplearnos?... y perdone la inmodestia con que me sumo con ellos... Y ya que de esto se trata y estoy autorizado por usted para hablarle con franqueza, he de decirle que además de este estudio, del que no puede usted prescindir, hay otra ocupación más del momento todavía, en la que debió de habernos empleado días hace... y no nos ha empleado usted, con gran extrañeza nuestra; con lo cual ha perdido un excelente recurso para matar horas sobrantes... Pensaba yo que, aunque a usted le sobraba el dinero al venir a Tablanca, había de picarle un poco la curiosidad de conocer de vista las haciendas de aquí, heredadas de don Celso, y el organismo, vamos al decir, de los tratos y contratos con sus llevadores, y algo más, a este tenor, que no deja de ofrecer su lado patriarcal, y por ende, interesante y pintoresco para un hombre como usted. Con el pretexto de verlo con los propios ojos, se deja la cárcel que abruma y entristece, se respira el aire libre y se renuevan las ideas y se esparce el ánimo encogido. Con la contemplación de lo visto así, nacen pensamientos que se comunican, por de pronto, con quienes nos rodean, y dan materia abundante para discurrir después si estamos solos, o para departir con interés gustoso si estamos acompañados de amigos que nos quieren bien. La propiedad, por pequeña que sea, tiene esa virtud, y si es recién adquirida, en más alto grado. ¡Figúrese usted si durante estos días en que tan soberanamente se ha aburrido y tan hermoso se ha mostrado el tiempo, nos hubieran faltado motivos de excursiones y temas de conversación y andamiajes de proyectos! Vamos, que parece mentira que ni por instinto de conservación se le haya ocurrido a usted una cosa tan hacedera y conveniente, y haya preferido entregarse atado de pies y manos a las inclemencias de su carcelero. Pero todavía no es tarde para subsanar esta equivocación. Le acompañaremos a usted por esos campos mientras el tiempo lo consienta; veremos y hablaremos lo que a usted le importa ver y de lo que le interesa hablar; continuaremos aquí después las conversaciones de afuera, y se apuntarán o se discutirán y se reformarán cálculos y proyectos. aunque alguna vez resulten castillos en el aire. Esto, por de pronto. Mucho de lo demás, vendrá ello solo a meterse por las puertas de esta casa... Por ejemplo: dentro de pocos días, porque ya estamos en el mes de hacerlo así, verá usted ir llegando la falange de sus colonos y aparceros a pagarle las «rentas» que le deben, unos en maíz, en castañas o en dinero; otros en las tres especies juntas, y algunos con las manos en los bolsillos desocupados, para que usted les provea de lo que más necesitan. Así irá usted conociendo, poco a poco, hasta el pie de que cojean, y descubriendo el camino por donde ha de llegar hasta la entraña misma del misterio... Amén de esto, ¿por qué no ha de volver usted a sus saludables correrías de antes? Ahí está Chisco, más animoso y ufano aún que entonces, porque ha mejorado fortuna, y doblemente apegado a usted por las larguezas que con él ha tenido; ahí está Chorcos suspirando todavía, aunque no tanto como por la hija de Facia, por aquellas aventuras montaraces, y aquellos tragos de licor tan confortantes, y aquellos agasajos tan frecuentes... y aquí estoy yo, finalmente, para cuando quiera disponer de mí; y lo mismo le dirá don Sabas de sí propio, y cada uno de los habitantes de este pueblo... Otro ejemplo más. A la hora menos pensada verá usted retoñar en el campo los preludios de la primavera; hallará la tierra enjuta y salpicada de florecillas esmaltadas; aspirará la fragancia de los montes y de los prados, y quizá se fije en que ya es hora de mover la tierra... pinto el caso, de este huerto, y aun de cultivarle mejor de lo que se ha cultivado hasta hoy; y con esos fines, llama usted a los obreros, hasta por el gusto de pagarles el jornal; y los manda que caven; y según le van obedeciendo, se va usted emborrachando con el olor de la tierra removida, que es el olor de los olores agradables, y piensa en nuevas y variadas plantaciones, y hasta esboza un proyecto de jardín en el rincón más abrigado... Y quien dice mejorar el huerto, dice retejar la casa o reparar sus achaques interiores... en fin, que nunca faltan quehaceres al hombre que se empeña en tenerlos, aunque sea en las soledades de Tablanca... Y ¿para qué se quiere el dinero?
Aquí hizo un alto Neluco y se quedó mirándome fijamente como en espera de mi contestación. No tardé en dársela.
-Todo ese cuadro que acaba usted de trazarme -le dije-, me enamora y me seduce... como pintado en un papel. Mas quiero dar por supuesto que es la pura realidad. Ya tengo en mis manos el remedio contra el fastidio de unos cuantos días... de una buena temporada, si usted quiere. Corriente. Pero ¿Y después? Cuando no pueda voltejear por la montaña, ni remover la tierra de mi huerto, ni tenga negocios que tratar con mis colonos, y usted esté ocupado en sus quehaceres profesionales, y don Sabas en los de su ministerio, y vuelvan las celliscas desatadas, y las horas sin fin, y las noches eternas, ¿qué me hago yo en las soledades de este palomar, sin la naturaleza y las aficiones de mi tío, o de don Sabas o de usted?
-Es que yo cuento -me replicó Neluco-, con que le basten y le sobren para atarle a Tablanca, de tal modo que se le pueda dar licencia para que se ausente del valle sin el temor de que no vuelva a él, esos entretenimientos y otros tales, si llega usted a tomarles gusto... Después, ¡qué demonio! es hasta pecado mortal decirle a un hombre del talento y de la experiencia de usted, cómo se sortean las horas sobrantes en la vida, que todos pasamos. Lo principal es la base de la ocupación: las lagunas de ella se colman como se puede. Para eso es el entendimiento que a usted no le falta... Y, por último, si con los recursos de él no consigue lo que busca, todavía le queda el de ligarse al terruño éste con vínculos de tal resistencia, que sólo la muerte pueda romperlos.
-Los vínculos... matrimoniales, vamos -le interrumpí-. ¿A qué andarnos con metáforas?
-Cabalmente -replicó el médico.
-Pues lo dicho -añadí yo-. Está usted pensando con mi propio caletre y hablando con mi misma lengua. También se me había ocurrido esa salida un momento hace.
-¿En serio?
-O en hipótesis.
-No es lo mismo. ¿Y por qué no ha de habérsele ocurrido en serio? Está usted en la mejor edad para casarse, es rico, ha corrido el mundo, tiene la experiencia de él, está huérfano y solo y a centenares de leguas del único deudo cercano que le queda, y tan sobrado de caudales como usted. ¿Para qué demonios quiere el suyo y la larga vida que tiene por delante, sino para reconstruir la familia que ha perdido y dejar en la tierra, cuando la abandone para siempre, alguien que le cierre los ojos con cariño y le llore de todo corazón?
-Y usted -respondí a Neluco medio en serio y medio en chanza-, que ve y siente todas esas cosas tan bonitas, que yo no veo ni echo en falta, como de urgente necesidad, ¿por qué no me ha dado ya el ejemplo?
-Porque son casos muy distintos el de usted y el mío, señor don Marcelo -díjome a esto Neluco-. Yo empiezo a vivir ahora, necesito trabajar, y trabajar mucho, para ganar el pedazo de pan que como; y además, ni me aburro en la soledad en que vegeto, ni me tientan, como a usted, las seducciones de «allá afuera», ni conmigo ha de extinguirse mi apellido aunque yo muera solterón... ¡Pero si me viera en el pellejo de usted!...
-Con verte y sin verte de ese modo -dije yo para mí, contemplando al médico con ojos de malicia-, no has de tardar mucho en caer del lado a que te inclinas, marrullero -y añadí en voz alta-: Pues supongamos, amigo Neluco, que yo, por pensar como piensa usted, o por vocación verdadera, o por eso que se llama razón de estado, resuelvo casarme... para vivir aquí, por supuesto, aunque no sea perpetuamente. Natural es que yo busque una compañera adecuada a mis condiciones... Y en este caso, ¿me quiere usted decir, señor casamentero, con qué cara ni con qué conciencia ofrezco yo a ninguna mujer, entre todas las que conozco, este presidio por recompensa de la dicha que yo voy buscando en el intento de casarme con ella?
-¡Pues eso sólo le faltaba a usted! -exclamó aquí Neluco llevándose las manos a la cabeza, como yo me las había llevado poco antes y con el propio motivo-. Con una compañera de esa estofa no viviría usted aquí en santa paz media semana. Mil veces peor que la enfermedad sería la medicina.
-Y siendo esto, como lo es -repuse-, ¿de qué traza ha de ser, y de dónde, la mujer que yo busque para casarme con ella? ¿Quiere usted que apechugue con una mozona de Tablanca?
-¿Y no hay más mujeres en el mundo -dijo con entereza el mediquillo-, que las mozonas de Tablanca y las señoras de Madrid? Procure usted, señor don Marcelo -añadió en tono de la mayor sinceridad-, que la mujer elegida para compartir con usted el señorío de esta casa, se considere muy honrada y gananciosa en ello: con esto basta, y no dude que las de esta condición abundan a nuestro alcance. El asunto no es puñalada de pícaro: da tiempo para discurrir, para andar y para ver... y ¡qué demonio, hombre! -exclamó de pronto con inusitada vehemencia-, puesto que hablamos ya en serio, y para que vea que no fantaseo yo en lo que afirmo, válgale este ejemplo que ahora se me viene a la memoria: ¿quiere usted belleza y ternura y bondad y delicadezas de sentimiento, y cuanto se pueda pedir, menos la cultura refinada de los salones, en una sola pieza, en una mujer modelo, aun para un hombre como usted? Pues bien cerca la tenemos: Lita. Conque anímese usted a pretenderla.
Me quedé estupefacto. ¿Era aquello broma? ¿Era abnegación? ¿Era arranque patriótico? Le declaré mi asombro, y me dijo:
-Desde que vino usted a Tablanca, está empeñado en ver visiones a ese propósito. Lo sé por algo que usted me ha dicho y otro poco que ha dejado traslucir. En una ocasión le pinté la casta y los motivos del cariño que nos tenemos los dos. Lo que entonces le dije era la pura verdad, y la mejor prueba de ello, lo que acabo de proponerle y tanto asombro le ha causado. Crea usted que con todo lo que le estimo y le considero, no llevaría mi abnegación hasta el punto de brindarle con prenda de tan alto valer, si fuera mía en el sentido que usted se había imaginado. Esto sin contar con que, aun sin ese soñado compromiso, sabe Dios lo que la huéspeda pensaría de estas cuentas, si nos estuviera escuchando por el ojo de esa cerradura.
Instintivamente volví los ojos hacia la puerta. Entonces soltó una carcajada Neluco, y comprendí que no sabía yo llevar la broma con la frescura que el caso requería.
Cambió discretamente de conversación el médico; dimos poco después unas vueltas por la salona, hablando... no recuerdo de qué trivialidades; fuese al cabo de un corto rato, y quedéme otra vez solo; pero ¡cosa extraña! sin inquietudes ni tristezas.