Peñas arriba/Capítulo XXXIII

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Capítulo XXXIII

No puedo negar que me encontré muy a gusto en mi casita de la calle de Arenal, tan bien «vestida», tan elegante, con todas las cosas tan a la mano y tan a la medida de mis necesidades. No me veía harto de pisar el suelo alfombrado, de arrellanarme en los blandos sillones, de contemplarme en los espejos de los armarios, de recrear la vista en los cuadros de las paredes y en los bronces y porcelanas que coronaban los muebles de fantasía o guardaban las artísticas vidrieras, ni de tender mis huesos en la mullida y voluptuosa cama a esperar el sueño, que no tardaba en llegar, como un aleteo suavísimo de geniecillos bienhechores. ¡Qué poco se parecía todo aquello a la casona de Tablanca, tan grande, tan vieja, tan desnuda... y tan fría!

También me hallé muy complacido entre el grupo, no muy numeroso, de mis íntimas amistades, lo mismo cuando departíamos sobre lo ocurrido en el escenario de nuestro mundo desde que yo faltaba de él, que cuando servían de motivo a sus bromas la «pátina montaraz» de que veían empañada toda mi persona, o las nuevas aficiones a las cuales me mostraba inclinado, aunque cuidando mucho de no descubrir el oculto resorte del aparente milagro.

Lo que no me gustaba tanto eran las muchedumbres y el ruido y la línea recta informándolo todo, en el suelo de la calle, en los muros paralelos y compactos de las casas enfiladas, en la piedra y en el hierro de las jaulas del vecindario, avezada como tenía la vista a las curvas ondulantes y graciosas de la Naturaleza, al ordenado desorden de sus obras colosales y a la sobriedad jugosa y dulce de sus tonos severos. Echaban de menos mis pulmones el aire rico y puro de la montaña, cuando se henchían del espeso y mal oliente de los grandes centros recreativos atestados de luces y de gentes; y andaba con la cabeza muy alta aun por los sitios más espaciosos, por la costumbre de buscar la luz por encima de los montes; antojábanseme las calles hormigueros y no viendo en ellas más que las obras y los fines de la ambición humana, cuando elevaba mi vista más allá de los aleros que asombraban la rendija de la calle, no descubría siempre la imagen de Dios, o la veía menos grande que la que me reflejaban forzosamente los gigantescos picachos de Tablanca en cuanto clavaba mis ojos en ellos. Yo hubiera querido en tales casos una componenda entre los dos extremos, algo por el estilo de lo que sentía Gedeón cuando se lamentaba de que no estuvieran las ciudades construidas en el campo; pero no siendo posible la realización de mis deseos, no muy apremiantes, me habría acomodado tan guapamente a estas y aquellas relativas contrariedades, entre las cuales había nacido y vivido y hasta engordado, sin la menor sospecha de que pudiera haber cosa mejor dispuesta y ordenada para el regalo y bienestar de una persona de buen gusto, en parte alguna del mundo conocido.

Lo de las muchedumbres, que comenzó por desagradarme un poco, ya llegó a ser harina de otro costal. No hay como las picaduras del amor propio o las insinuaciones del egoísmo para sacar de su paso a los hombres más parsimoniosos. Cada vez que salía de casa o asistía a un espectáculo, siempre, en fin, que me veía envuelto en los oleajes del mar de transeúntes o de espectadores, me acordaba del dicho de Neluco y me preguntaba a mí propio: ¿quién soy yo, qué represento, qué papel hago, qué pito toco en medio de estas masas de gente? ¿Para qué demonios sirven en el mundo los hombres que, como yo, se han pasado la vida como las bestias libres, sin otra ocupación que la de regalarse el cuerpo? ¿Quién los conoce, quién los estima, quién llorará mañana su muerte ni notará su falta en el montón, ni será capaz de descubrir la huella de su paso por la tierra? ¿Y para eso, para vivir y acabar como las bestias, soy hombre y libre y mozo y rico? ¿No serían una mala vergüenza una vida y una muerte así? Y me iba con el pensamiento a las agrestes soledades de Tablanca, donde no existía un desocupado, ni un egoísta, ni un descreído, y había visto yo morir a mi tío abrazado a la cruz entre las bendiciones y las lágrimas de todo el pueblo. Esto sería triste y «obscuro» ante la consideración de un elegante despreocupado; pero era luminoso y grande a los ojos del buen sentido y de la conciencia sana. Quedábame algunas veces, sin embargo, la duda de si estas reflexiones eran legítima y directamente nacidas de la observación serena y desinteresada, o venían impuestas por la idea de mi adquirido compromiso, ineludible ya; pero la verdad es que aquellas dudas se desvanecían fácilmente, y que cada día que pasaba me era menos agradable el desairado papel de comparsa anónimo que había hecho yo en el montón decorativo de esa incesante farsa de la vida.

Contribuía mucho a sostener el calor de estos sentimientos, mi frecuente y animada correspondencia con Neluco, el cual no era menos expresivo, discreto e intencionado con la pluma que con la palabra; y digo lo de intencionado, porque nunca le faltaba un pretexto en las cartas para dedicar el mejor párrafo de ellas a Lita, de manera que me enterara yo de lo que me «añoraba» la hija de Mari Pepa, sin que pareciese noticia de ello lo que me decía. Yo seguía un procedimiento semejante para que se enterara ella de que no la echaba en olvido un solo momento; y así fomentaba y tenía en incesante cultivo este delicado fruto de mi transcendental evolución, dentro de los límites que yo me había trazado para eso.

Me daba minuciosa cuenta del estado de las cosas de allá que podían interesarme; me consultaba dudas o me apuntaba ideas sobre los encargos que le tenía hechos, o me esbozaba otros planes que siempre me parecían bien. Así me defendía de las malas tentaciones con que me asediaban los diablejos de mi vida pasada, en cuyas garras había vuelto a caer. Entre tanto, ordenaba y disponía mis caudales de modo que los tuviera siempre a la mano por alejado que me viera de ellos; y por último, me atreví con lo que más me dolía y a lo cual llamaba yo «quemar mis naves»: «deshice» mi casa. Quería destruir el nido para no tener tanto apego al árbol. Empaqueté lo más, vendí muy poco y regalé algo de ello a mis amigos. Envié lo empaquetado a la Montaña, y me instalé en una fonda.

Entonces fue cuando me puse a mirar, con verdadera y reposada atención, el consabido cuadro «desde lejos». Como «obra de arte», me parecía bellísimo; como realidad, no tanto; pero había que tener en cuenta la luz y los «adherentes» que me deslumbraban algo en mi observatorio, y la incesante y maléfica labor de los diablejos empeñados en que yo no saliera de Madrid y volviera a las andadas. Ello fue que, sin meterme en grandes filosofías, salí triunfante de la prueba con poquísimo esfuerzo de mi voluntad. Verdad es también que, por buenas o por malas, yo, decentemente, necesitaba triunfar en aquel empeño.

A todo esto, me carteaba mucho con mi hermana; y al darle la noticia de la muerte de nuestro tío y de sus disposiciones testamentarias, no la había omitido lo de mis propósitos de continuar su obra en el valle. Como la carta fue escrita en aquellos días de mis entusiasmos bucólicos, la hablé largamente de mis proyectos de vivir allí y de reformar la casona para hacerla más llamativa y pegajosa... en fin, de todo menos de lo principal: quiero decir, de la «santa» a quien se debían los milagros de mi conversión. El caso es que mi hermana alabó mucho mis resoluciones, y hasta me prometió hacer un viaje a España con todos sus hijos, ya que a su marido no le podía arrancar de sus ingenios y cafetales ni con agua hirviendo, sólo con el fin de vivir conmigo una buena temporada en la casona tan pronto como yo la dijera que ya se hallaba habitable. Así como así, estaba ya harta de «moliendas», «trapiches» y «bagazos»... y hasta del sol ultramarino que la derretía, y deseaba cambiar de aires y de panoramas... y de repostero. Después me atreví a apuntarle la idea de sujetarme al terruño con los lazos del matrimonio, y la conveniencia, a mi juicio, de elegir por compañera una mujer como la que le pintaba por ejemplo, copiando las condiciones de Lituca. De perlas le pareció también todo esto. «A ello y cuanto antes», me decía por conclusión de una carta recibida por mí precisamente el día en que entregaba la llave de mi casa a su propietario para establecerme en la fonda.

Recuerdo muy bien estos particulares, porque no contribuyeron poco a sostener mi firmeza en aquellos días críticos en que tan de temer eran las vacilaciones.

Con los apuntes que había llevado yo a Madrid y otros que fue enviando Neluco cuando se le pidieron, un arquitecto amigo mío y persona de buen gusto, hizo un plan de reformas interiores de la casona de Tablanca, muy adecuado al carácter y antigüedad del edificio: cosa seria y cómoda en lo posible. Donde se nos corrió un poco la mano fue en mi gabinete. «Por lo que pueda ocurrir», le había dicho yo al arquitecto. Entendióme la intención, y se despachó a su gusto, y al mío también.

Con estos planos y pormenores a la vista, encargué a Neluco lo que debía adquirirse por allá para lo fundamental de las obras; adquirí yo en Madrid lo puramente accesorio y decorativo que me faltaba, y a la Montaña con ello enseguida. Vamos, que andaba yo con estas cosas como niño con zapatos nuevos.

En mayo empezó Neluco las obras, y a fin de junio, cuando ya estaban terminadas las principales y más engorrosas y se desbandaban hacia el Norte las gentes adineradas de Madrid, salí yo para la Montaña con una impedimenta que metía miedo. Esta vez no me quedé en Reinosa para tomar el camino del Puerto, sino mucho más abajo, para seguir por lo llano hasta la desembocadura del Nansa, y a continuar después aguas arriba. Este camino, aunque más largo, era menos incómodo para mí, y casi indispensable para la conducción de la impedimenta que iba detrás.

Cuando llegué a Tablanca, me encontré a sus habitantes asombrados de lo que estaban viendo en la casona. Aquel traqueteo de herramientas y bullir de obreros y acopiar de materiales, no se había soñado jamás en aquel pueblo, donde no se labró una casa ni acometió una obra que pasara de levantar un «jastial», o reponer unos cabrios, o enderezar una cumbre, en cuanto alcanzaba la memoria de los más viejos. Asustábales, principalmente, el dineral que costaría todo aquello, y después el temor de que «por el visual que iba tomando la casona por adentro», se les cerraran la puerta y la cocina, teniéndolos en poco para darles entrada libre como antes. Me costó Dios y ayuda convencerles de lo contrario, aun haciéndoles ver por sus propios ojos, como ya se lo había hecho ver Neluco más de dos veces sin fruto alguno, que no se tocaba la cocina ni para profanarla con un blanqueo, y que sólo alcanzaban las reformas a las piezas principales y a la escalera. Pero más que estas demostraciones sobre el terreno, les convenció la parrafada que les largué, casi un sermón entero, sobre lo que había sido, era y sería, mientras yo viviera, aquel noble solar para los tablanqueses; la importancia que daba y daría siempre a sus tertulias, y lo resuelto que estaba a que las cosas siguieran allí como en vida de mi tío... Convenciéronse al fin, pero no sin quedar yo convencido también de la razón con que decía, sin que se lo creyéramos los que le oíamos, cierto amigo mío, muy apasionado de la milicia, que debe ponerse mucho tiento en lo de reformar «instituciones» viejas, aunque sea con el fin de mejorarlas, porque, a veces, dos botones de más o de menos en el uniforme tradicional, pueden influir hasta en el desprestigio o en la indisciplina del regimiento que le usa.

Como esto fue lo primero que me impresionó al llegar a Tablanca, lo primero sale a relucir en esta cadena de recuerdos de aquellos días y sucesos; pues al dar la preferencia a la memoria de los más gratos, por otro eslabón bien diferente hubiera comenzado. Dígolo por la impresión inenarrable que me causó Lituca, a quien había dejado algo triste y muy arrebujada en los pesados ropajes de invierno, y encontrada risueña como una aurora de abril, y rebosando de juventud y frescura en sus hábitos veraniegos, sencillos hasta la pobreza, pero limpios y alegres como el plumaje de las tórtolas que la arrullaban desde su huerto florido. Después, los fondos del escenario en que descollaba tan gentil figura: antes desnudos, fríos, yertos, encharcados en agua o amortajados en nieve; ahora la Naturaleza riente y vestida con la pompa de sus mejores galas; los prados verdes y lozanos, los montes frondosos y habladores con el rumor de las brisas jugueteando en su follaje y esparciendo por todo el valle la fragancia más exquisita. Me costó muchísimo trabajo contener en mi lengua las oleadas que subían de mi corazón cuando me vi por primera vez enfrente de aquella criatura que cada día se me revelaba con nuevos atractivos, y noté que leyéndome ella esta lucha en la expresión de mis ojos o en el acento de mi voz, tampoco acertaba a pintar con el colorido que la imponían «las circunstancias», el placer con que volvía a verme. Entre tanto, su madre, su abuelo, Neluco, don Sabas, Chisco, toda mi servidumbre, la hermana y el cuñado de Neluco, a quienes había saludado a mi paso por Robacío; el vecindario entero de Tablanca, todos parecían regocijarse hasta el entusiasmo con mi vuelta y con mis planes y propósitos. Esto me halagaba mucho y hasta llegaba a entusiasmarme, y a todo ello daba abrigo y refugio, con la imagen de Lituca, en el fondo de mi corazón, empezando a dudar ya muy seriamente si procedía de ésta sola aquella nueva luz que me embellecía todo cuanto me circundaba, o había real y positivamente en ello algo capaz, por virtud propia, de hacer el milagro de mi rápida conversión a otra vida que poco antes me parecía insoportable. Porque lo cierto es que yo había llegado a Tablanca por primera vez en el rigor del invierno y en las peores condiciones que pueden imaginarse para la aclimatación en aquel «medio», de un hombre de mis antecedentes; y vistas a la luz del sol estival, tenían aquellas mismas cosas aspecto muy distinto. El valle, vestido de verano, era hasta hermoso; la gente, animada y alegre; los panoramas, mucho más interesantes por la abundancia de luz y limpieza de los horizontes; la temperatura, hasta calurosa en los sitios bajos; las fiestas y romerías, abundantes... y la más solemne y original de las primeras, una que me había ponderado mi tío mucho, aunque no todo lo que verdaderamente merece: la del reparto de la yerba del Prao-concejo en agosto, que dura ocho días seguidos; la verdadera fiesta del trabajo.

Todo el pueblo concurre a aquella vasta y empingorotada pradera, vestido de gala, para la designación de «partidores», bajo la presidencia del «regidor» competente; y es de ver cómo aquellos «funcionarios», después de decirles el regidor, descubriéndose la cabeza: «Hablen los partidores», con una varita en la mano y sin saber una jota de geometría ni de problemas de triangulación, van demarcando con equidad admirable las «hazas» o suertes correspondientes a todo el vecindario; cómo se sortean las hazas por grupos de cierto número de vecinos; cómo suben antes de amanecer los designados para el día, y siegan la yerba y la orean y la bajan al pueblo en el día mismo, en «basnas» (especie de narrias), conteniéndolas en su descenso por el declive rápido del monte, una pareja de bueyes enganchada detrás de cada basna, y cómo se continúa esta patriarcal faena durante una semana, sin una sola protesta, por no haber un solo perjudicado en la repartición, y cómo se colman los parajes de Tablanca de aquel heno finísimo, sustancioso y fragante, que es una verdadera riqueza para el valle, cuyos hermosos ganados tienen bien merecida fama de ser los mejores de la provincia.

Después de esta bulliciosa solemnidad, que removió al vecindario entero y le dejó rendido por la doble fatiga de los jolgorios y del trabajo, dispuse yo el casamiento de Tona con Pito Salces. No se podía ya con aquel bárbaro, que no cesaba de rogarme, con la cabeza gacha, los ojos cerrados y sobándose las manos, que acabara de dar licencia a la mozona para «echar aqueyu a un lau, cuanti más antes».

Enseguida abordé a Chisco, le conté el caso y le dije:

-Y tú ¿te resuelves o no te resuelves a lo mismo?

A lo que el mozallón me respondió primero con una sonrisilla algo truhanesca, y después con estas palabras, dichas con el mayor sosiego:

-Pues me he risueltu... a que no.

-¿Después de pensarlo bien? -le pregunté.

-¡Vaya! -me contestó echando un poco atrás la cabeza y metiendo las puntas de sus manos en los bolsillos del pantalón. Y luego añadió en su estilo dulce y reposado-: Cuando juí probe, me cerraban las puertas los mesmus que me las abren ahora en «parracil», porque ya soy hombri de caudalis; y esu de que a unu se le estimi por lo que tien y no por lo que él vali de por sí mesmu... ¡jorria! a otru con la tostá, que yo ya soy zorru vieju; y como mayormenti a mí no me apuran tampocu esas cosas... con tal de que a usté no le estorbi yo en la casona con el mi trabaju, pa largu tien sirvienti placenteru.

Congratuléme de ello muchísimo, por la cuenta que me tenía conservar un criado de las raras prendas de aquél... y precisamente al otro día de este suceso fue cuando yo «la hice» redonda.

Hallábame con Neluco en el gabinete, cuyas obras principales estaban ya terminadas, y nos ocupábamos los dos en desembalar cosas de las muchas que había traído yo de Madrid para decorarle, mientras se oía el machaqueo y los cánticos a la sordina de los obreros en las piezas inmediatas, hasta la escalera inclusive, cuando se me puso delante toda la familia de don Pedro Nolasco, que, con el atractivo de las obras, subía con frecuencia a la casona, aunque no tanto como el médico y el Cura, que no faltaban de ella un solo día. Estaba la tarde calurosa, y Lituca estrenaba un vestido de percal blanco con rayas azules; con el cual, unos zapatines escotados, un capullo de rosa en el pelo junto a la oreja, y una penquita de brezo florido en la boca, resultaba verdaderamente hechicera. Encima de las cajas a medio abrir; sobre la meseta de mármol de la chimenea, construida frente a la puerta; en el zócalo de la artística embocadura con que se había sustituido el tabique divisorio de la alcoba, y arrimadas a los ángulos de la habitación, había piezas desarrolladas de rico papel imitando tapicería, y relucían adornos de metal y baquetones dorados... ¡María Santísima, las exclamaciones que hizo Mari Pepa al verlo, pensando que aquello valía una riqueza, sin contar lo mucho que le gustaba!

-¡Ay, mi señor don Marcelo, qué a oscuras ha vivido una en estos andurriales, sin saber pizca de las pompas con que se regalan en el mundo las gentes poderosas! ¡Mire que tienen demontres estas hermosuras tan relumbrantes que nunca se soñaron aquí! ¿Qué te paez, hija mía? Padre, ¿qué le paez? ¡Mire que campa de veras!... ¡Vaya, vaya! Y ello, ¿pa qué es, don Marcelo? ¿Onde se ponen esas cosas tan majas? A ver, a ver si nos entera, que es bueno saber de todo.

Sonreía Lituca sin decir una palabra; mirábalo en silencio y pasmadote su abuelo; reíase de todas veras Neluco, y yo, haciéndome suma gracia aquellas espontaneidades de Mari Pepa, satisfacía muy gustoso sus deseos explicándola el destino de cada cosa y el de otras muchas que no estaban a la vista, poniendo especial empeño en describir el gabinete, para que lo entendiera bien Lituca, tal y como habría de ser después de concluido. Y ya, puesto a describir, tras esta descripción hice la de todas las piezas reformadas, para que se tuviera una idea de la entonación general de la casa, mejora sencilla y no costosa, con relación a mi modo de ver y de vivir hasta allí, pero motivo de asombro y de estupefacción para Mari Pepa, que acabó por decirme encarándose conmigo:

-Pues no seré yo, señor don Marcelo, quien tache a los pudientes porque gasten su dinero en buscarse el regalo de la vida sin olvidarse al mismo tiempo de los pobres, como lo hace usté; pero tampoco de las que se traguen la tostá sin conocerla por el gusto... ¡Vaya, vaya!... Aquí hay más mira de lo que paez al primer golpe... porque todos estos perendengues y otros tales, antójanseme demasiado para un hombre solo... Y quiera Dios que yo acierte y que para bien sea y cuanto antes, señor don Marcelo... Pues también le digo que por alto que ella levante el copete, bien la ha de caber aquí... Vaya, vaya, que una reina puede vivir en tal palacio... ¡Jesús, Señor!... Conque mejor hoy que mañana, don Marcelo, que así como así, no está sobrante de gentonas de viso este pobre lugarón... ¡Pero qué tochadonas me atrevo a decirle a usté, Virgen la mi Madre!... ¿No verdá, don Marcelo, que sabrá perdonármelas?

La inesperada ocurrencia de aquella mujer, delante de Lituca en quien tenía yo puestos los ojos y el pensamiento sin cesar, me desconcertó en tales términos, que no supe responderla más que con una risotada maquinal; y me hizo tan extraña impresión en los profundos del alma, que tomé la coincidencia como la voz de mi destino que me decía «ahora o nunca». Obcecado en la idea y sintiéndola crecer y avasallarme por momentos al ver lo que vi de pronto en la actitud violenta y en la cara indefinible de Lituca, me aproximé al médico lo más disimuladamente que pude, y le pedí que, por caridad de Dios, me sacara de allí a don Pedro Nolasco y a su hija, mientras decía yo dos palabras a la nieta. Acerquéme a ésta enseguida con la disculpa de enseñarla no sé qué chucherías que asomaban entre los papeles colorados de una caja a medio abrir; llevóse Neluco a los demás hacia el crucero, y la dije en cuanto nos vimos solos:

-Su madre de usted está en lo cierto, por lo que toca al destino de estas obras: no se hacen para mí solo; pero se equivoca en lo principal: en lo que presume de la reina con quien deseo compartir este humilde alcázar de mi señorío. No la preguntó a usted si desea conocerla, porque, aunque no lo desee, es de gran necesidad para mí que la conozca, y va usted a conocerla ahora misma... Pues sírvale de gobierno que esa mujer a quien yo deseo hacer reina de este humilde palacio, y principalmente de su dueño, es usted, Lita. Dígame si no le agrada el trono con que la brindo, para pegarle fuego enseguida.

Se quedó la pobre, pálida y temblando, como si vacilara sobre ella la mole del peñón de Bejos, y me vi y me deseé para arrancarla una respuesta tan terminante como yo la quería. Metido en este empeño, estuve pegajosón y baboso como un doncel primerizo... ¡qué demonio! como estarán hasta los tenorios más «lagartos» cuando va la cosa de veras y se pone en la jugada tanta cantidad de sí propio como de «lo mío» ponía yo en aquélla. Al fin, sacándolo a pulso y gozándome en la turbación que impedía a la infeliz ser más explícita conmigo, supe todo lo que necesitaba saber, y otro poco que se me otorgó en premio del trabajo que me costó adquirirlo. Tenía mucho miedo, la inocente, de algo que venía notando en mí desde «cierto día»; miedo que no se atrevía a confesar ni aun a su propia conciencia; porque ¿qué sabía ella de lo cierto y de lo incierto, de lo bueno y de lo malo en esas cosas? Ahora se lo ponía yo en claro, de pronto, «sin más ni más»; ¡yo! un hombre tan sabedor del mundo y del trato de las gentes educadas, rico y en la mejor edad de la vida para escoger entre lo bueno de lo mucho que habría conocido en otra parte, porque todo, por grande que fuera, me lo merecía; ¡a ella! una pobre e ignorante aldeanuca, del rincón más obscuro y apartado de la tierra. Y por esta conciencia que tenía de lo ruin y miserable de sí propia, ¿cómo no dudar de lo que veía y tocaba? Y si creía en ello, ¡cómo no espantarse con la seguridad de que no me saldrían todas las cuentas que me había echado al proponerla lo que la proponía, ni qué pena, mañana, más terrible para ella que la de no verse capaz de hacer dichoso a un hombre que tan alta y regalada la había puesto!

¡Qué remonísima estaba cuando me decía estas cosas con alterada voz y palabra torpe, despojando de sus farolillos encarnados con una mano, y no muy firme, la penquita de brezo que sostenía con la otra, los ojos humedecidos y cobardes, sonrosadas las mejillas y un poco agitado el seno! Ella así y yo animándola con la mirada «enternecida» y la frase dulzona, representábamos la escena sempiternamente cursi a los ojos de un espectador desapasionado y frío; pero yo, que había sido de éstos hasta entonces, la encontraba hasta sublime, y me producía sentimientos e impresiones que jamás había notado en los profundos de mi corazón.

Acabó la escena, como tantas otras del teatro en que se fingen estos pasajes de la vida humana, «oyéndose pasos» afuera, y saliendo nosotros, gesticulando y diciendo sandeces «para disimular, al encuentro de los que llegaban.

Y puestas aquí las cosas ya, ¿qué hacer? Pues lo que hice al día siguiente: bajar al pueblo para pedir solemnemente la mano de Lituca a su abuelo y a su madre, después de haber dado por la noche cuenta de mi resolución al Cura don Sabas y al médico, que me la pusieron en las nubes, particularmente el primero, que hasta lloró de entusiasmado, y, por su gusto, hubiera mandado repicar las campanas en celebración del acontecimiento, que tenía por providencial para la casona, para mí, para Lituca y para el valle entero y verdadero.

Bajaba, pues, hacia el pueblo aquella inolvidable mañana de un día de los últimos de agosto, recapitulando lo más sustancial y práctico de lo muchísimo que había cavilado por la noche; contemplaba por última vez, con los ojos de la imaginación, el panorama de mi pasada vida y mi probable paradero con los rumbos adoptados en ella, examinaba después el cuadro de sucesos e impresiones que me había traído últimamente a aquellas tan peregrinas andanzas; empeñábame de nuevo en distinguir lo principal de lo accesorio, las causas de los efectos, en el complejo montón de ideas e impresiones que me llenaba la cabeza y el corazón; sentíame unas veces enardecido y valeroso, y otras un poquito menos, pero nunca arrepentido ni desalentado...

-...Y por último -llegué a decirme-, si las teorías de ese mediquillo están bien fundadas; si la reconstitución del cuerpo degenerado y podrido ha de venir por la sangre pura de las extremidades, alguien ha de empezar esa obra eminentemente humanitaria y patriótica. ¿Y por qué no he de ser yo?... Adelante, pues, con la dinastía de los Ruiz de Bejos; y a fin de que en mí no se acabe, demos cuanto antes una reina indígena a los tablanqueses, y bendiga Dios el intento para que le quepa a éste mi rejuvenecido hogar la gloria de haber puesto la primera piedra en ese monumento de regeneración en que cree y confiesa, con el entusiasmo de un apóstol, Neluco Celis... Y aunque andando los días resulte todo esto música celestial, ¿a qué más puedo aspirar yo, mundano insípido y desencantado, que a vivir al calor de este fuego divino que centelleaba en mi corazón y en mi cerebro, y me ha transformado, de cortesano muelle, insensible y descuidado, en hombre activo, diligente y útil?... Y para unos amores así, con una compañera como la que ha hecho tan estupendo milagro, ¿qué mejor nido que este vallecito abrigado y recóndito en que tan cercanos se ven, se sienten y se admiran los prodigios de la Naturaleza, y la inmensidad, la omnipotencia y la misericordia de su Creador?