Pedro Sánchez/XXIII

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Capítulo XXIII[editar]

No tuvimos necesidad de llamar a la puerta; pues Carmen, que nos esperaba detrás de ella vigilante, nos la abrió tan pronto como oyó el ruido de nuestros pasos. Asaltóme al entrar el recuerdo de la primera vez que había visto yo a la hija de don Serafín en aquel mismo pasadizo. ¡Con qué respeto, con qué ruborosa admiración a su belleza, con qué cortedad de lugareño le tendí la mano entonces! Pero en esta otra ocasión, después de lo que yo había aprendido en la escuela del chico y del gran mundo; de haberme acostumbrado al trato de tantas y tan diversas gentes; después de haber ejercido durante un año una verdadera dictadura en la república de las letras, y, sobre todo, con la aureola que me daba la persecución del Gobierno por la publicación de una obra cuya resonancia había hecho de mi nombre una bandera en la corte de las Españas, donde tantos hombres de altísimo valer viven obscuros y desconocidos, ¡qué grande me vi en la pequeñez de aquella morada, y con qué aires de protector me digné tutear a Carmen, mientras tomaba sus dos manos entre las mías y las completaba risueño y bondadoso desde la altura de mi grandeza!

Creo que no le desagradó aquella muestra de paternal confianza. Desde que me hice publicista noté yo en ella, las pocas veces que nos vimos, ciertas señales de admiración a mi talento. No es de extrañar que la admiración llegara al asombro en aquellos días en que tanto ruido hacía mi nombre.

Condujéronme padre o hija al gabinetito de la sala, que habían destinado para mí, y notó bien pronto que a expensas de aquélla estaba muy bien provisto de muebles. Sobre una mesita con tapete encarnado, en el centro de la estancia, había recado de escribir. con abundancia de papel blanco, algunos libros y los últimos números de El Clarín de la Patria. Vi en todo ello la delicada previsión de Carmen, y le di las gracias con una mirada de grande hombre reconocido. ¡Sabe Dios en qué apreturas y estrecheces se habría metido aquella pobre familia para proveerme a mí de todo lo necesario!

Cuando nos quedamos solos en el gabinete don Serafín y yo, dije a éste:

-Antes de tomar posesión de este placentero refugio que usted me ha proporcionado, necesito decirle que sólo le acepto con la condición de que, mientras en él me halle, ha de correr de mi cuenta el gasto diario de la casa. De otro modo, ahora mismo me largo...

Hubo tras esto una porfía que no refiero porque se presume fácilmente, y quedó este punto arreglado del mejor modo posible.

-Ahora -añadí- dígame usted para qué me quería esta mañana cuando fue a buscarme a la redacción.

Nublósele la faz a Balduque, se rascó la cabeza, se atusó el crespo bigote con toda la mano y me respondió al fin, mustio y desalentado:

-Pues le quería a usted... ¡Qué calabaza!, no sé a punto fijo para qué le quería. Por de pronto, para desahogarme un poco en la confianza de su buena amistad; después, para decirle: aquí está un hombre que no teme riesgos ni peligros; un hombre dispuesto a todo con tal de ganar honradamente... lo que gana el portero de la redacción... Porque ha de saber usted que estoy tres días hace sin el empleíllo particular que desempeñaba. El usurero judío que me lo dio, casi a regañadientes, dice que se basta y se sobra para desempeñarle, por la cama y la comida, un sobrinazo que le ha llegado, no sé de dónde, y me ha plantado en la calle. ¡Y en qué ocasión!... días después de haber levantado mi compadre su tienda de ultramarinos, y marchádose para siempre con su mujer al último rincón de Galicia. Por ahora no me apura la situación, porque hay algunos ahorrillos, a fuerza de economía, y estas mujeres ganan todo lo que necesitamos; pero pueden enfermar; puede llegar el día en que yo no les consienta trabajar tanto; puede... ¡Qué sé yo, calabaza!... Mire usted, señor don Pedro: de un tiempo acá me entran unas aprensiones, unos temores... y unas murrias!... Me falta aquella fe que yo tenía antes para esperar la reposición en cuanto llegaba la cesantía. últimamente he dado en verlo todo obscuro, en desconfiar del mañana y de los hombres..., hasta de mis propias fuerzas. Y esto debe consistir en que, a mis años y con mi mala suerte, la menor contrariedad parece el fin de la vida... ¡Ahora se está armando una gorda, y se armará como Dios está en los cielos! No son tiempos éstos de pensar un hombre como yo en que le hagan justicia los mismos que le agraviaron... Llegará el día de reventar, y esto reventará..., ¡vaya usted a saber por dónde, calabaza! De modo que negro el presente, obscuro el porvenir!... Porque ríase usted, señor don Pedro, de toda esta vocinglería patriotera que se oye por todas partes; eso de moralidad. honra, justicia, economías y libertad, lo he oído yo gritar veinte veces en otras tantas vísperas de pronunciamiento, de buena fe si usted quiere y con igual entusiasmo que ahora; pero al día siguiente, después de ganar la partida, ¡música celestial!: lo mismo que los otros, punto más, punto menos. Lo mejor, para los atrevidos; y los desechados a gritar contra ellos a la plaza... Ya lo verá usted. Por de pronto, bueno es que se arme algo, porque así no se puede estar; pero... Hablemos de otra cosa. Ésta es su cárcel de usted, y todos los carceleros estamos a su disposición con alma y vida... Duerma usted, pues, con entera tranquilidad, que mucha fuerza ha de mandar la desgracia para que le descubran aquí los polacos. Por de pronto, nadie le persigue todavía; quizá no se le persiga nunca, ¡y ojalá que tal suceda! Pero si no sucediese, considere usted que otros pájaros más gordos andan más a la vista, y aún no han dado con ellos los polizontes... Y ahora, dígame a quiénes he de enterar mañana del paradero de usted, y cuanto se te ocurra para el mundo de los vivos; porque, hoy por hoy, téngase usted por muerto, si no prefiere que le maten los polacos a disgustos; y entienda que entre ese mundo y usted no ha de haber otro medio de comunicación que yo.

Hablamos, en efecto, de este particular que, por interesarme muy de cerca, hizo que me olvidara de la tribulación de don Serafín; después, por exigencia inía, entró Carmen con su labor en el gabinete; y en muy agradable tertulia los tres, se acercó la hora de recogerme.

Al otro día tuve un despertar medianejo. Limpia y cómoda era mi cárcel; monísima y dulce como una tórtola la carcelera, pero, al cabo, yo no era libre, y tras de no serlo, no estaba seguro de que a la hora menos pensada no me arrojara la suerte en una cárcel verdadera. ¿Cuánto duraría aquella situación? ¿Cómo se resolvería? ¿Qué sería de mí si la conspiración fracasaba y el Gobierno se afirmaba con el triunfo, y teníamos polacos para todo el año?

No quise echar mis pensamientos por este lado, y me arrojó de la cama. Una hora después me servía Carmen el chocolate en la mesita del gabinete.

-En verdad -le dije-, que muchos trocaran su libertad por mi cautiverio, si supieran qué carcelerita me sirve a la mesa.

-¿Chicoleos otra vez? -respondió Carmen con burlona sonrisa.

Acordéme de los de la noche de marras, y convine con la hija de don Serafín en que la había dicho una majadería.

-Le prometo a usted la enmienda -añadí-, si me perdona el pecado.

-Anoche me tuteaba usted -me respondió.

-Otra majadería quizá -repuse.

-No lo entendí yo así.

-¿Prefiere usted que siga tuteándola? En este, caso, ha de ser a condición de que usted me tutee también.

-No es lo mismo -dijo Carmen poniéndose más encendida que la grana.

-¿Por qué no es lo mismo? Si yo peinara canas, o fuera un hombre de esos cuya sombra es un amparo..., cuyo nombre inspira respeto; cuyo...

Esperaba yo que Carmen me atajara diciéndome: «cabalmente porque usted es de esos hombres»; pero no me atajó así, sino que dio media vuelta, y con una sonrisita muy mona, se fue, después de decirme, aludiendo al chocolate:

-Que aproveche.

Aquella mañana supieron mis compañeros de redacción y Matica el lugar de mi refugio; y recibí, con las precauciones convenidas la víspera entre nosotros, equipaje y libros. Según don Serafín, las cosas marchaban viento en popa; tanto, que Matica, aunque muy entrado ya junio, se quedaba en Madrid en espera de los acontecimientos que se preparaban; mi carta a Valenzuela había, sido llevada a su destino, y el Gobierno buscaba sin descanso el escondrijo de O'Donnell, alma de la conspiración; pero no daba con él... Casi lo mismo que yo sabía antes de esconderme.

Después leí durante una hora; almorcé «en familia»; me paseé a lo largo de la sala y a lo ancho del gabinete hablando al mismo tiempo con Carmen, que cosía sin cesar, o con su padre, que entraba y salía, o con Quica cuando llegó a ayudar a Carmen. Luego, vuelta a leer otro rato y a pasearme enseguida... hasta que volvió de la calle don Serafín con cuatro noticiones absurdos y una noticia comprobada: la do que me andaba buscando la policía. Esto me hizo poquísima gracia, y noté que Carmen se inmutó al oírlo. Mostró una tranquilidad que no tenía, y a las seis comimos. Después de comer, lo mismo que la noche anterior.

Con ligerísimas variantes, ésta fue mi vida durante dos semanas. Mi padre, aunque sin saber todo lo que me pasaba, me escribía con sobre a Matica, y yo le escribía a él por conducto del cura del lugar: cuatro palabras secas para darnos mutuamente fe de vida: no estaban los tiempos para otros lujos.

Por fin se rompió la monótona regularidad de aquel vivir, el antepenúltimo día del mes. Volvió de la calle, a la hora de almorzar, don Serafín, cubierto de sudor y acelerado.

-¡Se armó la gorda! -dijo, arrojando el sombrero, y arrojándose él mismo después encima del sofá.

Quedéme boquiabierto, y Balduque me refirió lo siguiente en voz baja y anhelosa:

-Esta madrugada se ha pronunciado el general Dulce, director de Caballería, al frente de toda la que había en Madrid, más un batallón de infantería... Han dado el grito en el Campo de Guardias, donde se les ha unido O'Donnell para ponerse al frente del movimiento. Se cuenta con tropas de Toledo; toda la guarnición de Alcalá... ¡qué sé yo!, y con el mismo demonio que se ha desencadenado para acabar con la infame polaquería. El Gobierno está aturdido, y no deja ni respirar a los sospechosos... ¡Ah!, se me olvidaba: Redondo está en el Saladero con Sixto Cámara, Rivero y no sé quiénes más. Las gentes hormiguean en las calles, y comienza el conde de Quinto a publicar cada bando que asusta. En la redacción de El Clarín no he hallado más que al conserje... Se teme el alzamiento del pueblo; pero hasta ahora no se menea... De todos modos, la cosa es formidable, y el Gobierno está en capilla.

Pasé el día entre emociones, procurándomelas don Serafín con las noticias que me traía de vez en cuando, de sucesos que no se acentuaban todo lo que yo deseaba.

Al siguiente supe que El Clarín, como todos los demás periódicos que, tras de hablar algo fuerte en favor del pronunciamiento, no reprodujeron los decretos de la Gaceta deshonorando a los generales pronunciados, había sido suprimido por una orden de la autoridad militar. El 30 por la noche me espantó Balduque refiriéndome los horrores que se contaban del encuentro de las fuerzas insurrectas con las del general Lara en los campos de Vicálvaro, a las puertas, como quien dice, de Madrid, desde cuyos tejados distinguieron muchos curiosos, o lo soñaron, el movimiento, y hasta oyeron el ruido de la batalla.

-¿Y en qué paró? -pregunté anheloso a don Serafín.

-Según el Gobierno - respondióme Balduque-, en que huyen a la desbandada y derrotados, los otros; y según los partidarios de éstos, en que Im fuerzas de Lara se han refugiado en Madrid, acosadas por las tropas de O'Donnell hasta la puerta de Alcalá. No; y correr, bien corría calle abajo Vista-Hermosa con un tropel de soldados que yo vi entrar al anochecer.

-Y el pueblo soberano, ¿qué hace en presencia de esas cosas?

-Enterarse de ellas achantadito... Él sabrá la causa; porque agallas no deben de faltarle.

-Pues que las guarde para mejor ocasión -dije, desconfiando de las supuestas agallas y comenzando a sentir el desaliento, que llegó a su colmo al saber al otro día que las tropas sublevadas tomaban el camino de la Alancha, en busca de la frontera de Portugal.

¡Dios mío!, ¡cómo se me desvaneció entonces de repente todo el humo de la cabeza! ¡Yo político; yo revolucionario; yo autor de un escrito sedicioso, tejido tal vez de calumnias alevosas; yo perseguido por la policía; yo escondido como un criminal; yo expuesto a no poder andar sobre el suelo de mi patria a la luz del sol, como los hombres honrados! Y ¿por qué todas estas cosas? Por un falso y repentino entusiasmo, como el que anima al comediante cuando representa un papel que le han escrito, debajo de unos hábitos que no son los suyos, y delante de unas gentes a quienes no conoce. ¿Estaba yo seguro de que fuera cierto todo cuanto se decía del Gobierno que mandaba? ¿Serían más honrados los otros, puestos en las mismas condiciones? ¿No habría siquiera un poco de pasión de partido, algo de furor de secta, de deseos de lucro, de ambiciones de mando, de apego a los destinos públicos, en la mayor parte de los que le difamaban y le escarnecían y se levantaban en armas contra él? ¿No habría entre tantos ardentísimos patriotas, algunos centenares de inocentes como yo, cuyos gritos de ¡adelante! fueran arrancados por el ansia de hallar una salida, después de haberse cortado incautamente ellos mismos la retirada...? Porque yo no cesaba entonces de pedir al cielo el triunfo de los pronunciados; y juro a Dios que sólo lo hacía por el deseo que me hormigueaba de andar libre por la calle, como el último de los barrenderos de la villa. ¡Y don Serafín, por todo consuelo, me traía los partes que publicaba el Gobierno, «para satisfacción del leal vecindario», dando cuenta a éste de las ventajas alcanzadas por la división perseguidora, de Blaser, sobre los perseguidos, los cuales, a creer al ministro interino de la Guerra, sólo esperaban, para presentarse en Madrid como rebaños de corderos, a que la Reina les perdonase la calaverada! Verdad que al mismo tiempo me traía noticias muy al contrario, que le daban para mí los redactores de El Clarín, iniciados en los asuntos de la revolución; pero ¡estaban tan desacreditadas las ponderaciones de la gente revolucionaria...!

Notaba Carmen estos mis desalientos, y me dijo una vez:

-¡Qué pesada se le va haciendo a usted la cárcel!

-Bien sabe Dios -respondí-, que no es por culpa de sus guardianes.

-No lo será -replicó ella-; pero tampoco consiguen, por más que lo intentan, hacerle a usted llevadera la prisión.

-Pues ¿qué sería de mí -exclamé tomando entre mis manos una de las lindísimas de Carmen- en tantos días de forzoso encierro, sin los cuidados que me consagra y los consuelos que me da y la luz que esparce en su derredor mi hermosa carcelera?

Una leve tinta ruborosa en sus mejillas fue la única respuesta que me dio. De pronto, retiró su mano, y preguntóme, tras un suspiro muy hondo:

-¿Usted sabe qué le pasa a mi padre...? ¿Ha hablado algo con usted?

-¿De qué, hija mía? -preguntéle yo a ella con mucha curiosidad.

-¡Qué sé yo...! -me dijo-. Hace tiempo, muchos meses, que no es lo que era. Anda caviloso..., a lo mejor habla solo; apenas come, duerme muy mal... Cuando me ve disimula, y hasta quiere bromearse como antes; pero más se le conoce así... Desde que perdió el empleíllo particular y se marcharon a su pueblo mis padrinos, se han agravado tanto en él estas cosas, que a veces me da miedo... Cuando le pregunto algo, se ríe de lo que él llama «mis aprensiones...» Puede que tenga razón; pero antes no era así... Como ustedes hablan tan a menudo a solas, podía haber sido más franco con usted que conmigo.

-¡Bah! -exclamé, riéndome también de las aprensiones de Carmen-, no sea usted niña. ¿Qué me ha de haber contado su padre de usted? Es un manojo de nervios, y ahora le da por ahí.

Y no hablamos más, porque el tal, con un ruidoso taconeo, apareció en la sala diciéndome con gran encarecimiento:

-¡El brigadier Buceta, al frente de mucha tropa y mucho paisanaje, ha entrado en Cuenca!

-¿Y qué hacemos en Madrid en vista de ello? -preguntéle, siguiendo el hilo de una aprensión que se me había metido entre los cascos.

-Pues... achantaditos hasta que se presente la ocasión.

Pocos días después:

-¡Valladolid está en armas!

-¿Y el enano? -pregunté muy serio a don Serafín.

-¿Qué enano? -preguntóme a su vez éste, con asombro.

-El de la venta.

-No sé una palabra -respondió Balduque con un candor angelical.

Echéme a reír de todas veras, aunque me estaban llevando los demonios de coraje.

Al día siguiente, lunes, por la mañana: don Serafín, entrando desaforado:

-¡Zaragoza...! ¡Barcelona...!

-¡Y nosotros -dije yo-, ni por ésas!

-Dicen -añadió don Serafín- que el elemento militar ha desvirtuado la revolución; que no es el interés del pueblo lo que ha sacado a las tropas de los cuarteles.

-Cuatro días hace que me trajo usted un ejemplar del manifiesto de Manzanares, en el que se demuestra todo lo contrario.

-Hombre, sus razones habrá para no moverse; porque agallas no faltan.

El mismo día, al anochecer: Balduque entrando:

-¡Ahora sí que va de veras! Ya podemos gritar a voz en cuello: ¡mueran los tunante!, ¡mueran los ladrones...! Choque usted esos cinco. Desde esta mañana está el ministerio boca abajo. ¡Y el pobre pueblo, sin saber nada...! De modo que en cuanto lo ha olido al salir de los toros, ¡buf!, ¡no le cabe en las calles! y grita que se las pela; y ha mandado que repiquen todas las parroquias; y pide las cabezas de los ministros, y la de...

-Pero ¿qué otro Gobierno se ha nombrado? -preguntó con ansia.

-Ninguno. Dicen si Córdoba está encargado de formarle: pero o no quiere, o no halla el modo, porque en este momento no hay más Gobierno en Madrid que la gente que grita por las calles.

-¿Es decir que yo soy libre de andar por donde se me antoje?

-¡Claro que si, calabaza!

No quise saber más. Me vestí precipitadamente.

-Si no vengo a una hora regular -dije a toda la gente de la casa que me contemplaba atónita- no me esperen. Conque hasta luego, o hasta mañana.

Don Serafín trataba de acompañarme.

-De ningún modo -le dije-. No son estos lances para dejar solas a dos mujeres. Vea usted, las pobrecillas, qué miedo tienen.

Carmen estaba pálida, y Quica tiritando y comenzando a hacer pucheros. Los abracé a todos, y salí como potro desbocado.