Pedro Sánchez/XXVII

De Wikisource, la biblioteca libre.


Capítulo XXVII[editar]

En este cielo alegre y sonrosado en que de tal modo despilfarraba sus luces la estrella de mi fortuna, había una nube negra que a veces la empañaba y muy a menudo me entristecía. Esta nube era el recuerdo de la pobre Carmen, sola y cargada de penas y de luto.

Visitábala yo con la posible frecuencia; pero no podía arrancarla, por más esfuerzos que hacía, de las cadenas de aquel dolor mudo que se había apoderado de ella. Las grandes pesadumbres ofrecen también su deleite en el recuerdo mismo de los sucesos que las producen. Guarda la memoria los minuciosos trámites de la muerte que nos llevó del mundo a un ser querido: allí están grabados todos, uno por uno, desde la insignificante dolencia que le postró en el lecho, hasta el último ruido del estertor de su agonía, con los más nimios pormenores de las largas noches de vela; del rumor de los pasos del médico; del eco de sus palabras, unas veces produciendo esperanzas, otras matando las concebidas; del color de las coberturas del lecho; de la mortecina luz de la escondida lámpara; de nuestras propias cavilaciones, de nuestros sobresaltos..., de todo; y de todo ello se habla después, porque esas conversaciones parecen una continuación de lo pasado sin el abismo de la muerte... Pero en la memoria de la infeliz Carmen no quedaba nada de eso. Su padre, alejado de casa, lleno de vida; después un extraño, turbado y conmovido, que la hace un triste relato de fieras matanzas en la calle, y que, en vez de traerle lo que ella espera con mortales ansias, le da la horrenda noticia de que un balazo casual lo tendió sin vida sobre las duras piedras. ¡Ni siquiera el consuelo de besar su frío cadáver! ¿Cómo no apartar los ojos del libro en que se grabaron tales recuerdos? ¿Cómo llorar cuando el horror obstruye las fuentes del sentimiento?

Así me explicaba yo, por conjeturas, la extraña actitud de Carmen; y digo que por conjeturas, porque la desdichada persistía en su evidente propósito de no hablar conmigo de su padre.

Era esto una grandísima contrariedad para mí, poique me alejaba del único camino por donde yo podía llegar a conocer las verdaderas necesidades de aquella casa, y tratar del modo de acudir a ellas; a lo cual me obligaban tanto mi palabra empeñada a Balduque en los últimos instantes de su vida, como los impulsos de mi corazón, lleno de afecto sincero y de gratitud hacia aquellas infelices mujeres. No pudiendo acercarme al asunto por derecho, buscábale por apartada callejuela; pero siempre me salía Carmen al encuentro para cerrarme el paso.

Una vez me dijo, atareada como siempre en sus labores de costura, respondiendo con ello a unas mal disimuladas indirectas mías:

-Nunca el trabajo ha sido más abundante ni me ha entretenido tanto como ahora: hasta nos sobra el dinero. ¡Cuando no nos hace falta! ¡Vea usted qué oportunidad!

Aquel mismo día me dijo, lacónica y tristemente, al despedirme de ella:

-Mañana son los funerales.

Díjome también la hora y en qué templo, y fuime. Busqué a Matica; prestóse gustoso a acompañarme a aquel acto; invitamos a otros amigos, unos porque conocieron vivo a Balduque, y todos porque tenían noticia de su trágica muerte; y de este modo, el humilde túmulo alzado en el centro de la iglesia, mientras las preces del coro y del altar se elevaban al Dios de las Misericordias, no se vio solo entre cuatro blandones funerarios.

En un momento en que cesaron los cánticos, oí sollozos detrás de mí. Volví la cara y vi a lo lejos, en la penumbra de una capilla, dos mujeres arrodilladas y cubiertas de luto. La una era Quica, y presumí que la otra, cuyo rostro ocultaba el profuso velo de su manto, sería Carmen.

A la salida las esperamos Matica y yo a la puerta y las acompañamos a casa. Durante el camino notó en la triste huérfana señales de una emoción de que no la había visto poseída desde la muerte de su padre. Comenzaba, sin duda, a ceder el obstáculo a los embates del contenido torrente... ¡Pobre criatura!... No bien llegó a su casa, dejése caer en una silla; los sollozos la ahogaban; sus ojos se humedecían, y al fin, convertidos en arroyos de lágrimas, dieron salida al dolor acumulado en su pecho durante tantos días. La dejamos llorar, porque llorar en aquel trance era suavizar las penas y tornar a la vida.

Después de llorar mucho, como si me viera por primera vez desde el acontecimiento que ocasionaba sus lágrimas, comenzó a evocar todos aquellos recuerdos de su padre que tuvieran alguna conexión conmigo: sobre todo, los de nuestro viaje desde la Montaña y los del tiempo en que hicimos juntos vida de familia. Hasta los más insignificantes pormenores de estos sucesos conservaba en la memoria. Y aunque los evocaba con el triste consuelo que siente el desterrado al pensar en la patria y en los seres que no ha de ver más, al fin hablaba de cosas que facilitaban el camino a mis propósitos. Siguiéndole con tino, llegamos a tratar de ellos franca y abiertamente. Entonces me aseguró, sin el menor síntoma de que me ocultaba la verdad, que le sobraba con el recurso de su trabajo para atender a todas sus necesidades.

-Pero puede usted enfermar -le dijimos-, o verse sin su fiel compañera, a la hora menos pensada.

-¡No lo permita Dios! -repuso Carmen-; pero si tal sucediera, entonces sería ocasión de utilizar el apoyo que tan de corazón me ofrecen ustedes. Por ahora, con que no me olviden; con que de tarde en cuando vengan a despejar un poco mis tristezas, harán mucho más de lo que yo merezco.

-Convenido -repliqué, afectando un tono de broma que no sé si pegaba bien allí-; pero a condición de que no me ha de ocultar usted el primer apuro en que se vea.

-¿Cómo he de olvidar yo -respondióme conmovida y con el alma palpitando en el dulce mirar de sus ojos-, que es usted el único amparo que me queda en el mundo?

Poco después salíamos mi amigo y yo de aquella triste casa, tristes también los dos. De camino tratamos, y no por primera vez, del modo de conseguir que luciera en beneficio material de la huérfana la heroica muerte de su padre en lo más alto de una barricada.

-Imperdonable sería en nosotros, y sobre todo en usted que tanto puede y vale ahora, que por falta de protección se desgraciara tan angelical criatura.

¡Y eso que sólo la conocía por lo poco que había visto, y los vagos informes que le había dado yo!

Acontecía todo esto el mismo día señalado para el viaje de Clara con su familia. La noche anterior habíamos hecho una escapadita, en hora conveniente, a la calle del Príncipe, para que Pilita y sus hijos prepararan los equipajes que habían de remitirse, como de la duquesa del Pico, al punto designado por ésta. Después volvimos felizmente a nuestro escondite, del cual, mejor que de su casa, podrían salir, sin riesgo de ser conocidas, para tomar el carruaje en que irían con la duquesa a esperar el coche-correo al camino de Francia. Todas estas precauciones se habían adoptado por mi consejo; y además proveí a las viajeras de los documentos y salvoconductos necesarios para que las acompañara por todas partes la protección oficial del ministro. Eso y más podía yo entonces, y ninguna ocasión mejor que aquélla para lucirlo. Estaba delante la duquesa, que por indicación de Pilita había ido unos instantes a ponerse de acuerdo con sus amigas, cuando yo entregaba a éstas los papeles y les informaba de lo que valían. Pilita, no obstante su pueril egoísmo, me miró con el asombro pintado en la revocada faz; pero la duquesa, mujer de intriga, viuda pertinaz, solitaria e independiente, que no ignoraba la calidad de los vínculos que me unían a sus amigas, después de dedicar un gestecillo burlón al asombro de Pilita, miróme a mí, y enseguida a Clara, con una sonrisilla imperceptible, ¡pero tan maliciosa!... Clara la resistió bien; pero yo me puse más colorado que un tomate. Después de este suceso fue cuando acompañé a la familia Valenzuela a su casa. Los únicos instantes en que nos vimos un poco separados de Pilita y su hijo Clara y yo, los aprovechó ésta para decirme, con hechicera burla:

-Hay que convenir en que, o miente la fama muy a menudo, o los valientes, vistos de cerca, en el trato ordinario, tienen bien poco que admirar.

-¿Por qué me dice usted eso? -le pregunté siguiéndole el humor.

-Porque usted, tan sereno entre las balas, no resiste sin inmutarse la mirada de una mujer curiosa. ¡Cuánto más valiente soy yo que usted!

-El efecto de ciertas miradas -repliqué comprendiéndola-, no depende del temple de ellas mismas, sino de la importancia de lo que descubren. Por tanto, entre usted y yo no cabe comparación en el lance a que se refiere.

-Lo cual es lo mismo que suponer -repuso Clara-, que yo no tengo nada que ocultar a la curiosidad de la mirada que a usted le turbó tanto... Hay que hablar de esto, y muy a fondo...

Con harto pesar mío cortó aquí nuestro diálogo la intrusión impertinente de Pilita; diálogo que en toda la noche logramos reanudar, ni mucho menos a la mañana siguiente, por los tristes motivos consignados más atrás.

Con estos antecedentes, júzguese si podían ser más opuestas entre sí las dos fuerzas entre las cuales se agitaba mi espíritu en el momento de separarme de Matica cerca del portal de mi casa. De un lado, el recuerdo de Carmen, pobre, sola y desconsolada; de otro, el anhelo de saborear las confidencias íntimas, de descubrir los secretos del corazón de una hermosa mujer que tanto pesaba ya en el mío. ¡Singulares contrastes de la vida!

Faltaban apenas dos horas para la marcha de Clara, y la brevedad de este tiempo aguijoneaba mis vehementes deseos de pasarlo todo a su lado. Después que ella se fuera, ¡qué triste y solitario quedaría todo en mi derredor! Casi me arrepentía de haberla aconsejado que se marchara. Cuando hay de por medio ciertos antojillos del corazón, o de cosa que lo parezca, se hace uno un egoísta de todos los diablos.

Subí. La halló arreglando unos cachivaches de camino sobre el velador de la sala. Ya estaba vestida, pero sin arrequives ni perifollos: todo liso entreclaro, y a cuerpo. ¡Qué cuerpo, señor! ¡Qué plenitud tan armónica! ¡Qué turgencia, qué frescura! El pelo, dispuesto ya para recibir el sombrero de camino, caía por los lados en tirabuzones, que se estremecían en cuanto rozaban la tersa y redonda superficie del cuello al menor movimiento de la cabeza; ¡y qué cabeza, con aquel peinado y sobre las curvas gallardas de aquellos hombros helénicos!

Pilita estaba encerrada en el gabinete con la doncella que había ido a ayudarlas en tan complicadas faenas; Manolo, en su cuarto, vistiéndose también: se oían desde la sala los hipidos con que destrozaba a Verdi.

Clara, pues, estaba sola en aquellos momentos.

Me quedó hecho una bestia contemplándola. Volvióse hacia mí, y me dijo afablemente, sin abandonar la obra en que se empleaban sus ebúrneas manos:

-Comenzaba a temer que tendría que despedirme de usted por el correo.

-¡No lo permitiera Dios! -respondí con el corazón en la lengua.

-Pues juzgue el más indolente: estoy ya con el pie en el estribo, y desde anoche no nos hemos visto hasta ahora... Esto, por sí solo, ya es algo... sin contar -y aquí hizo una breve pausa, como si exigiera toda su atención una lazadita que estaba dando a la cinta de un diminuto envoltorio que al fin guardó en un precioso saquito de mano-, sin contar... con que en nuestra última conversación quedó un grave asunto pendiente.

Esta tentadora alusión a un hecho que desde que había acontecido no se apartaba un instante de mi memoria, prodújome tales brincos en el corazón y tales porrazos en las sienes, que apenas acerté a exponer la razón de mi larga ausencia.

-En cuanto al asunto pendiente entre nosotros -añadí, temblándome un poquillo las piernas y la voz-; en cuanto a ese asunto...

Y me atajó Clara aquí, después de observar mi turbación con el rabillo del ojo, diciéndome:

-Pudiera usted desear que no se ventilara hasta mi vuelta... Hay gustos.

-¡No, Clara, no! -exclamé entonces sin poder refrenar la vehemencia de mi deseo-. No soy hombre de ese temple: no es posible que goce mi alma un instante de sosiego con el escozor de tal incertidumbre. ¡Juzgue usted si habré contado bien todas las horas del día, y qué esfuerzo no hubiera sido capaz de hacer para no gastar estos instantes fuera de casa!

Nunca tal aire de melodramática solemnidad había dado a mis palabras hablando con Clara, y eso que no era la primera vez que me valía de parecidos recodos para responderle; verdad que tampoco habían sido tan diáfanos nuestros «asuntos pendientes», ni me había puesto ella tan en el disparadero como entonces, ni estado tan cerca de apartarse de mí por larga temporada.

Como dio por terminada la sencilla faena que la entretenía, precisamente al pronunciar yo la última palabra, dejando el saquito y otras monerías colocadas sobre la mesa con el aseo y el primor con que saben hacer esas cosas las mujeres elegantes, vínose hacia mí; y mientras se movía y me miraba, y con el finísimo pañuelo de la mano se frotaba suavemente las dos, díjome, no en tono tan alto ni tan firme como de costumbre:

-¡Ea pues!, ánimo, y aprovechémoslos, por lo mismo que son tan breves, si el asunto le interesa a usted tanto como parece.

Yo estaba cerca del sofá; sentóse Clara en él, y maquinalmente me dejó caer a su lado.

-No olvide usted -me dijo- que se trata de saber quién de los dos ha sido más valiente en cierto trance, y por qué lo ha sido. Va a ser esto, pues, una especie de duelo entre dos valientes: breve y sin cuartel. Verdad que a mí me falta, para entrar en él, la maestría que quizá le sobra a usted, porque ésa se adquiere con la experiencia, y yo no la tengo; pero la supliré con mi carácter, que es firme y desengañado, y allá saldremos los dos con escasa diferencia.

Y vea usted: ¡tanto! alarde de valentía, ella que no los necesitaba de ordinario, precisamente cuando lo inseguro de su voz, la palidez de su rostro y otras señales bien ostensibles, declaraban a gritos que estaba muerta de miedo! Y ¡cosa más extraña aún!: yo que lo conocía, en lugar de envalentonarme con ella, más me encogía y me apocaba, y más fuerte y desordenado era el latir de mi corazón.

-A usted le toca empezar -añadió Clara tras una ligera pausa-; y sea breve y conciso, si no quiere que nos interrumpan a lo mejor.

¡Dios mío, qué trance aquél! Yo me acordaba de todos los amantes imberbes de las tertulias graves y de los bailes por lo fino; yo me veía como los había visto a ellos tantas veces, atarugados, lacrimosos y sentimentales, haciendo, con hiperbólicos rodeos, una declaración rimbombante y mimosona, a una mujer que les apagaba los imaginados fuegos con una burlona sonrisa, cuando no con una carcajada. Y me acordaba de ellos, porque ni estaba yo menos conmovido, ni menos atarugado. Por otra parte, pensaba que aquel trance no había sido buscado por mí; y que, aun sin esto, yo tenía algunos títulos en qué fundar, cuando menos, la esperanza de que no se rieran de mis cuitas; cierto derecho a decir lo que sentía, y pruebas notorias de que lo sentía de veras. Pero si yo no era un amante imberbe, soñador ni ridículo, Clara, cuya actitud podía engañarme, estaba a cien leguas del tipo común de las mujeres, por su temperamento, por su carácter y hasta por su inteligencia. La proporción resultaba, y el riesgo, por ende, existía. Y con estas cavilaciones que me acometían con la velocidad y hasta con la luz deslumbradora del rayo, esquivaba el tema del asunto y me escondía detrás de una metáfora, o me escapaba por una callejuela de vulgaridades. Pero los ojos de Clara me perseguían implacables; y aguijándome con la mirada, tornábanme dócil y manso al redil. En una de estas escaramuzas me amarró diciéndome:

-Porque usted se puso colorado y yo no, al mirarnos a los dos unos mismos ojos, me tuve por más valiente que usted, y usted me negó esta ventaja que yo creo llevarle, so pretexto de que a usted no le ruborizó la mirada por ser mirada, sino por lo que descubría. Es decir, que en demostrando yo que había en mí tanto que descubrir como en usted, queda probado que soy mucho más valiente, puesto que resistí la mirada sin inmutarme. Ésta es la cuestión: ver lo que hay oculto en usted, y ver lo que hay oculto en mí. Ahora vengan esos secretos de usted, y enseguida aparecerán los míos.

No había escape. Era preciso resolverse, y me resolví; se necesitaba valor, y le tuve. Pero me faltó el método, y hasta el estilo. ¡Tiene tres perendengues esto de declarar cosas tan serias a una mujer de talento! En tomar bien el asunto consiste todo; porque el trance está tan cerca de lo serio como de lo ridículo, y a mí todas las tentativas se me inclinaban a este lado. Cuando los gladiadores romanos estudiaban tanto el modo de caer con gracia sobre la arena del circo, por algo lo hacían.

-Clara -dije al fin, sudando de congoja-, le juro a usted que no es valor lo que me falta para declarar todo lo que siento: es que no hallo modo que me satisfaga, sin temor de que la pintura no sea digna del asunto, ni de usted que me la inspira.

Sonrióse ella y atajóme diciéndome:

-Voy a ayudarlo a usted a salir del apuro... ¡y, por Dios, no se ría de mí si me equivoco en mis presunciones! Hace algún tiempo (no mucho) que en el corazón de usted ocupo yo un sitio algo mayor del que ordinariamente se otorga a una amiga. ¿Es cierto?

-No... porque le ocupa usted todo, le llena todo -exclamé con vehemencia tal, que me valió el dulcísimo castigo de que sellara mi boca la tibia, fragante y suave mano de aquella sin igual mujer.

-Es decir -continuó ésta, bajando la voz y retirando su mano de mis labios convulsos-, hablando en castellano corriente, llamando a las cosas por su nombre, que usted... me quiere un poco...

-¡No! -le interrumpí, borracho de dulces emociones-, ¡sino con toda mi alma, con toda mi vida, con todo el fervor de un corazón que siente esas cosas por primera vez!

-Sea así -repuso Clara-, y tanto mejor. Ya sabemos qué secretos eran los que intentaba descubrir en usted la mirada de mi amiga. Réstanos saber ahora si yo tenía otros idénticos que ocultar de ella... Apurado es el trance para mí; pero no he de tomarlo por pretexto para faltar a la palabra empeñada.

En este instante era yo todo ojos y oídos y nervios y ansiedad; todo menos un hombre en su cabal razón; y, ¡qué demonio!, el caso lo pedía. ¡Y precisamente fue este instante el escogido por el estúpido Manolo para acercarse a preguntar a su hermana si con el traje claro de camino jugaría mejor la corbata de piqué a lunares marrón, que la de granadina crema! Apartóse Clara repentinamente de mí en cuanto oyó los pasos de su hermano; y no sé qué sequedad le respondí cuando se llegó a saludarme. Clara, que estaba tan impaciente y tan contrariada como yo, despidióle lo antes y lo menos mal que pudo; pero apenas había salido de la sala, cuando apareció Pilita en ella, incrustada en revoques y postizos, juguetona, dengosa, impertinente, como niño mal educado que se sale con la suya.

Desde aquel momento todo fue ruido y movimiento allí. La doncella que entraba y salía, recogiendo cosas que había de llevarse después que se marcharan sus amos, la patrona que ayudaba a la doncella; el criado que servía a Manolo y dejaba sobre una silla el rollo de mantas, bastones paraguas; las mil advertencias de Pilita a sus sirvientes, para entonces y para después; su incesante asedio a Clara para que concluyera de arreglarse; sus llamadas a Manolo para que hiciera lo mismo; la entrada de Manolo; sus cien preguntas impertinentes; sus cánticos inaguantables a la sordina; la lluvia de cumplidos falsos de él y de su madre conmigo: «la pena que sentían al separarse de un amigo tan excelente; que mejor haría en irme con ellos...»; en fin, no se los podía aguantar en una situación de ánimo como la mía; sobre todo, desde que Clara, complaciendo a su madre, había entrado en el gabinete y me faltó el dulce recreo de sus furtivas miradas y el espectáculo de su presencia. Duró este barullo cerca de una hora, y terminó con otro mucho más estrepitoso, armado tan pronto como se supo que el coche esperaba en la calle.

¡El coche en la calle ya; Clara lejos de mí, y el punto sin resolver!

¿Cómo pintar la comezón, la impaciencia que me consumía y me llevaba de un lado para otro, pulverizando entre mis dedos las puntas de los bigotes, a fuerza de retorcerlos maquinalmente?

En tanto, Pilita y Manolo no cesaban de gritar ni de moverse.

-¡Acaba, hija mía!... ¡Clara, por Dios!..., ¡que aguarda el coche!..., ¡que nos espera Chuncha!..., ¡que se hace tarde!... Pero ¿no vienes?... Pero ¿no acabas?...

Y vino al fin Clara. Traía sobre sus hombros una manteleta o chal, o no sé qué, pues nunca fui gran inteligente en el ramo de indumentaria femenil; pero ello era cosa muy elegante y suelta, y entonaba muy bien con el resto del traje; y cubríala parte de la frente el mal recogido y tenue velo de gasa azul de su sombrero de paja bajo cuyas dos aletas laterales, sujetas con ancha cinta anudada sobre la garganta, asomaban, trémulos Y desmayados, los negros tirabuzones. Calzábase uno de los guantes con la otra mano, desnuda todavía. Pilita, al verla, argadillo y carraca a la vez, por lo que se movía y alborotaba, tocábalo todo, dejábalo después, empujaba a su hijo, cargábale con algo, descargábale de ello enseguida, endosábaselo a Clara; y que «vamos», y que «no olvidéis alguna cosa», y que «por aquí» y que «por allá». Nadie se movía con arte. Vino el criado y cargó con lo más voluminoso... ¡Y llegó el momento de salir!

Yo no sabía qué hacer. Miré a Clara, que estaba inalterable, y parecióme que me decía algo con los ojos; algo que se ajustaba perfectamente a mis deseos... o que quise entender así. Lo cierto es que al ver que ella no se movía, híceme yo también el roncero.

-Vayan saliendo todos -dijo entonces-, que yo cuidaré de que nada se nos olvide. Así hizo salir de la sala a su madre y a Manolo... pero quedábase la doncella a su lado.

-Baje usted esto al coche -díjole en cuanto reparó en ella, entregándole... el cabás que ya tenía en la mano.

Nos quedamos solos, solos un instante, en un rinconcito de la sala. Después de convencerse de ello con una rápida mirada en su derredor, me tendió su mano desnuda; y al rumor de las voces de los que se alejaban por el tortuoso pasadizo, díjome, con el doble anhelo del interés Y de la prisa:

-Me voy con la pena de no dejar a Madrid asegurado de ciertos peligros. Estas cosas no están bien afirmadas todavía. Puede reproducirse en las calles, a la hora menos pensada, algo como lo pasado. ¡Dios no lo permita!... ¡Pero si aconteciera...!

-¿Qué? -le interrumpí, admirado de tan extraño temor en aquel momento.

-Que basta ya de pruebas temerarias...

Creí comprenderla, y le dije, oprimiendo su mano palpitante entre las mías nerviosas:

-Antes, casi empujándome hacia esas aventuras; y ahora queriendo apartarme de ellas. ¿Por qué es eso, Clara? ¿Vale hoy mi vida más que valía ayer?

-Para mí, ¡sí! -respondió con la bravura de una pasión indómita-; ¡porque ya es mía!... Por eso no quiero que se exponga..., por eso exijo... ¡que no la pierdas!

¡Esto, todo esto cayó sobre mí, como si lo trajeran de repente los efluvios de una tempestad; y estalló en mis oídos y repercutió en mi corazón comprimido y en mi cerebro trastornado!... Y yo no halló palabras con que traducir mis ideas en tumulto, ni voz con que formar las palabras; la luz de los ojos de aquella mujer irresistible me envolvía en su centelleo fascinador; veía el agitado ondular de su seno, y su boca estaba cerca de la mía... y aún nos acercamos más, porque un mismo impulso nos movió a los dos; y entonces mis labios, que no acertaban a modular una sílaba, sellaron en los suyos con fuego la respuesta.

Apartóse de mí con la fuerza y la velocidad del rayo; salió de la sala, y salí yo detrás, ciego, enloquecido...

¡Ay! ¡Aquella hermosa estatua; lo que yo creí, en un tiempo, frío y duro mármol, abrasaba!