Pedro Sánchez/XXX

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Capítulo XXX[editar]

Mi secretario resultó ser un patriota recién llegado de Filipinas, adonde había ido a parar, a la fuerza, por sus demasiados notorios servicios a la revolución del año 48. No tendría más de treinta de edad, y ya empezaba a encanecer. Era desvaído de cuerpo y de color, algo pitarroso y belfo; y aquí estaba su especialidad, quiero decir, entre los gruesos y mal cerrados labios; y consistía en lo enorme de sus dientes, aunque no muy blancos, sanos, prietos y cabales; y avenidos los de arriba con los de abajo de tal manera, que se los creía capaces de cortar puñales buídos, de una sola dentellada. Iban siempre al descubierto y apenas los sombreaba un bigotejo lacio y desmedrado. Sin caer en la alucinación morbosa de aquel personaje fantástico que veía una idea en cada diente de su adorada, contemplando los de mi secretario había que pensar fatalmente en una panadería, y ver en cada uno de ellos una hogaza triturada. No se concebía el cansancio de aquella máquina, ni la hartura de la sima en que caían sus moliendas.

Por lo demás, era mozo listo, complaciente y, al parecer, muy entendido en los negocios de mi cargo. Fingida o no, manifestaba mucha admiración a los títulos que me habían hecho hombre insigne entre los más conspicuos patriotas al uso.

Había invertido el tiempo hasta mi llegada en examinar el campo de mi nuevo señorío, el estado de los ánimos y el carácter de las dificultades políticas que había que vencer allí, y en estudiar el modo de dominarlas sin producir otras nuevas.

En ambos empeños había salido airoso, a juzgar por el cuadro que me trazó y el plan que me propuso.

-Bien está -le dije-, por lo que hace a la cosa política de mi negocio; pero ¿y la otra?

-¿Cuál? -me preguntó.

-La más esencial quizá: la administrativa.

-Ésa -me dijo al punto, corre de mi cuenta mientras usted se va acostumbrando al oficio poco a poco. He pasado lo mejor de la vida entre expedientes gubernativos, y respondo de que en ese particular hemos de hacer grandes cosas.

Al mismo tiempo colmaba de atenciones a mi mujer; intimaba con mi suegra y con Manolo; servíales a punto y bien en los menesteres más extraños a su destino, y todos se complacían en mi casa en mimarle, considerándole como un valiosísimo estuche de cosas y de habilidades.

Y, sin embargo, a mí no me entraba. Aun sin la advertencia del ministro, hubiérame bastado verle para desconfiar de él.

Las dificultades de mayor embarazo para mí, recién llegado a aquel gobierno, nacían, precisamente, de las condiciones más salientes de mi propia personalidad.

Para los díscolos de la oposición avanzada, gentes que nunca se ven hartas de motín, quizá porque siempre llegan tarde al regodeo que sigue al triunfo, y toman a pecado de prevaricación hasta el sacudirse el polvo de la batalla y ponerse camisa limpia, era yo un enemigo, a pesar de mis hazañas populacheras, por el solo hecho de representar allí la fuerza de la autoridad, cobrar un sueldo del Estado y vivir como los opulentos reaccionarios... Pues ¿cómo me mirarían sus ojos, teniendo sobre mi conciencia, además de estos pecados de necesidad, el crimen particularísimo de estar casado con la hija del «latro magnate» más aborrecido, del polaco más odioso de todos los polacos fugitivos?... Hasta para el otro batido, para el del orden dentro de la situación imperante, era motivo de desconfianza el contrapeso de mi mujer. Además me tachaba de joven y de inexperto, porque temía que con estas dos condiciones me faltaran el tino y el carácter necesarios para meter en cintura a los díscolos que habían hecho imposible el gobierno de mi predecesor. Tampoco el elemento mercantil, que todo lo fía al sosiego y a la tranquilidad, me miraba de buen ojo, por los mismos defectos de juventud o inexperiencia; y en cuanto a las aristocracias de los pergaminos y del dinero, ¿cómo habían de simpatizar con un matón de barricada, convertido en personaje político de la noche a la mañana? En cambio, estas dos importantes porciones de aquella sociedad heterogénea, eran muy partidarias de mi mujer, por lo mismo que ésta llevaba, como su madre, pintado en la cara el asco que le producían gentes y cosas del nuevo orden; lo cual era, entre los liberales crudos, otro pecado notorio que pesaba sobre mí.

Pues todas estas y aquellas dificultades que representaban un estorbo y una traba a cada paso mío en la senda de mi flamante cargo, fueron dominadas con asombrosa facilidad, merced a los atinados consejos de mi secretario y a la entereza inquebrantable con que yo los puse en ejecución tan pronto como comprendí lo mucho que valían. Hasta me atreví a meter la hoz en la milicia, que era un elemento perturbador por obra de los exaltados que la mangoneaban; y en cuanto éstos se penetraron de que era yo muy capaz de cumplir la amenaza que les hice de domarlos a la fuerza, si por la razón no se daban a partido, trocáronse en mansos y dóciles corderos. Con este rasgo de energía, que era de mi exclusiva propiedad, me capté el beneplácito de todos mis gobernados, para quienes era un constante motivo de alarma y de sobresaltos la actitud de aquella facciosa minoría. ¡Gran resultado me dio en aquellos conflictos mi elocuencia de relumbrón!

Encauzóse, pues, la gobernación de mi ínsula, en lo tocante a la política y orden público, y llegó el caso de pensar en hacer administración, como se dice en la jerga del oficio; lo cual acontecía a poco más de medio verano. Entonces abdiqué por completo en mi secretario, tanto por consejo suyo como por imperio de la necesidad, que también me lo exigía, para descansar un poco de las recientes batallas, volviendo a ser hombre de familia.

Dábame la provincia casa y coche, por razón de mi alto empleo. La casa era grande, casi un palacio, y palacio le llamaban; y el ajuar se me antojaba de perlas. Hubiera yo, de buen acomodar, por naturaleza un tanto espartana, vivido allí como un patriarca. Pero a Pilita le parecía todo muy otra cosa; y como la apoyaba Manolo, y Clara no la contradecía y el secretario también le daba la razón, tuve que convenir con ella en que, tal cual estaba la casa, no podía habitarla la familia de un gobernador que se estimara en algo. Había muros desconchados, otros con lamparones, muebles perniquebrados, tapicerías resobadas, alfombras en esqueleto, colchones medio podridos, sábanas de telaraña por lo molidas y tenues, vidrieras mal avenidas... y «¡horror de indecencias!», como decía mi suegra pasando minuciosa revista a todos y a cada uno de los aposentos del gubernamental palacio, tan pronto como nos alojaron en él. Con el coche acontecía lo propio: era viejo y destartalado; tan viejo y destartalado como el tronco que le arrastraba y el cochero que lo conducía. Felizmente la Diputación provincial era de casa; y previas unas enérgicas excitaciones de mi secretario, votóse inmediatamente un crédito supletorio para todos aquellos menesteres; y en pocos días quedó el palacio vestido de nuevo, y el coche reemplazado por otro más lucido. Pero aún echaba de menos mi familia una multitud de cosas indispensables; y como el crédito estaba consumido hasta su último maravedí, tuve yo que pagarlas de mi peculio, con el doble dolor del quebranto que ocasionaba a mi extenuado bolsillo, y de saber que las había iguales y holgando en nuestra casa de Madrid.

La prensa reaccionaria habló bastante mal de este despilfarro de la Diputación en obsequio a un funcionario del Estado, precisamente a raíz de una revolución hecha contra los malversadores de los caudales públicos. Lo mismo dijeron los periódicos avanzados; y no me defendieron gran cosa los ministeriales, pues de todos había en la localidad. Nada de ello me sorprendió, porque lo esperaba.

Por entonces comenzaba yo la campaña de conciliación, tan felizmente terminada poco después; mi familia se preparaba, con la meditación y el reposo necesarios, para lucir en hora conveniente los relumbrones del empleo con la apetecida solemnidad, y no se daba a luz sino las menos veces posibles, y de incógnito, como los príncipes viajando.

De puertas adentro, mi mujer y su madre eran tremendas con las personas del elemento oficial que por cortesía las visitaban. Teníanlas por gentezuelas de poco más o menos, y las aburrían en el vestíbulo antes de dispensarles el honor de admitirlas a su presencia, para confundirlas con dos sonrisas contrahechas y media docena escasa de palabras sin substancia. Con estas altiveces me llevaba a mí el demonio, porque eran otras tantas causas de resentimientos que me ayudaban muy poco a triunfar en la empresa en que me hallaba empeñado. Trataba de hacerlo comprender; pero no había enmienda en el pecado: antes reincidían en él, con la mayor frescura, las vanidosas mujeres, porque tenían el vicio en la masa de la sangre. Las deferencias, las atenciones y la afectada cortesanía se reservaban para los particulares que las visitaban oficiosamente o por recomendación de nuestros amigos de Madrid; y aun en estos casos intentaba Pilita guardar las distancias que ella suponía existentes entre una dama de su procedencia y una señora o personaje cualquiera de provincias, por encopetados que fueran. Nada digo de mi mujer, porque, contrariada o complacida, en casos tales siempre era la misma Clara, de actitud marmórea y de mirar terrible.

Llegó la hora de salir al escenario, que era la de cumplir con las gentes que nos habían visitado; y de esta delicada empresa se trató tan pronto como yo triunfé en la ya mencionada mía, y me entregué a un relativo descanso. Mi suegra sostenía que con las señoras (y subrayaba mucho la palabra con la voz y con el gesto) de la nómina progresista, harto cumplidos estábamos siempre, pues éramos sus superiores jerárquicos; y sus visitas, por ser de obligación, no tenían vuelta.

-Nosotros -concluyó- somos... nosotros; y ellos... son ellos.

-Justamente -repliqué-; y por eso mismo no soy del parecer de usted. Cuanto más alta es la jerarquía de una persona, más le obligan las leyes de la buena educación... Aparte de que esas señoras no están en el deber, como usted cree, de visitarles a ustedes.

-Pues entonces han hecho muy mal en venir a vernos; y no deben esperar nuestra visita en pago, si no son unas descomedidas ambiciosas.

-Después de todo, señora -dije aquí a mi suegra, harto ya de sus insensateces-, no es usted quien debe resolver este punto.

-¡Hola! -me replicó muy retorcida-, ¿ya me echas de casa?

-Esas visitas -continué, fingiendo no reparar en la nueva sandez de mi suegra- no han sido a usted, sino a la gobernadora; y sobre ésta y no sobre usted han de caer las censuras que merezcan las groserías que cometamos. Con Clara, pues, y conmigo, va exclusivamente ese particular, y espero que mi mujer ha de pensar de muy distinta manera que su madre.

Di cierto aire de mandato a estas palabras, por lo mismo que se hallaba presente Clara. La cual, después de mirarme con una dureza tan fría que picaba en sañuda, díjome con voz un tanto enronquecida:

-Se hará todo lo que tú dispongas; pero creo que debemos comenzar por los notables de la población, que nos han visitado sin tener obligación alguna de hacerlo.

-Convenido -respondí, convenciéndome de que en todo lo que fuera cuestión de absurdas vanidades se ponían al mismo nivel la simplicidad de la madre y el talento de la hija.

¡Y al otro día fue ella! ¡Cuando se lanzaron a la calle con todos los requilorios encima, y en pleno y soberano dominio de su papel! A pie salieron, porque les convenía salir así para sus intentos de lucirse mejor. No les cabía en la acera, y yo, que las acompañaba, iba por el arroyo. Crujía la seda de sus vestidos ostentosos, y varas de ella arrastraban por detrás alzando nubes de polvo. El andar de Clara no se parecía a ningún andar de mujer europea: era algo al modo de reina egipcia, como hubiera andado Cleopatra siendo gobernadora de una provincia de España, sin dejar de ser la ostentosa y soberbia hermosura que cautivó a Marco Antonio. Los transeúntes nos cedían el paso desde lejos, y luego se paraban a contemplarla con cierto asombro mezclado de codicia, y yo, que lo observaba, complacíame en ello, porque, al cabo, Clara era mi mujer, y por ende, cosa mía; y los hombres somos así. ¡Era de ver con qué imperiosa y gallarda frialdad respondía a los saludos que nos hacían las gentes, por ser yo quien era! Pilita hacía a maravilla su papel de reina madre. Dos polizontes nos precedían a cierta distancia, y otros dos nos seguían. Uno de ellos se adelantaba; y cuando llegábamos al portal de la caza adonde nos dirigíamos, ya sabía si habían salido o no las personas que íbamos a visitar. En el primer caso, subía nuestras tarjetas; en el segundo, subíamos nosotros.

Al día siguiente lo mismo, pero con diferentes ornamentos. Las menos veces fueron en coche. Éste lo reservaban para ir a paseo. Llevábanle abierto; y entonces se las veía tendidas contra el respaldo y como flotantes sobre las encrespadas faldas de sus vestidos fantásticos, que llenaban todo el hueco de la carretela, dejando apenas el indispensable, hacia el vidrio, para destacar sobre la nube, y pegado a la tolosa, el busto lacio o indigesto de Manolo. ¡Reventaban de vanidad!

-Pero ¿en qué la fundan? -pensaba yo-. No será en mis merecimientos personales, cuando tan pocas consideraciones me guardan de puertas adentro; ni en los blasones que no tienen, ni en el caudal que les falta, ni en el nombre que llevan, infamado por el rumor público. ¿En que ésta es una capital de provincia, y ellas son damas de la buena sociedad madrileña, y la familia del gobernador?

Pues nada más que en eso. Pilita ya me había anunciado esos deleites de la vanidad al ponderarme en Madrid las ventajas que llevaba este destino al que yo desempeñaba en el Ministerio de la Gobernación, y Clara era soberbia y altiva por educación y por naturaleza; pero nunca pensé que llegara a tal extremo el vicio capital de mi nueva familia.

Con la entrada del otoño comenzaron los espectáculos nocturnos; y con este motivo, para lucirse en primera fila, allá van vestidos y perifollos y tocados; y como las damas de la ciudad iban tomando a Clara por modelo en el vestir y en el andar, ella se complacía en lucir en cada exhibición una cosa nueva, y su madre otra mejor; y hasta el imbécil de mi cuñado se emperejilaba a su manera, esperando formar escuela de mozos distinguidos. La condesa del Rábano recibía los miércoles, y los señores de Cerneduras los viernes; y como aquellas reuniones eran verdaderos certámenes de lujo, y Clara concurría a ellas y era la más mirada y atendida por ser en el pueblo la mujer de moda, ¿cómo no había de dar en cada caso la necesaria novedad a su elegante atavío? Y en cuanto a Pilita, que la acompañaba siempre, ¿cómo había de presentarse en más vulgar arreo que su hija?

Y aconteció muy pronto lo que yo venía temiendo por ciertos síntomas que notaba en mi casa; y fue que, para corresponder a los elegantes miércoles de la condesa del Rábano y a los espléndidos viernes de los ricos señores de Cerneduras, hubo necesidad de establecer los lunes del Gobernador. Y heme aquí, porque los salones eran «de poco más o menos», y ciertas paredes estaban desnudas, y tal aposento sin alfombrar, y el comedor en ropas menores, contemplando estremecido cómo invadían el palacio los tapiceros, y sin cuenta ni razón le llenaban otra vez de muebles, telas y garambainas que maldita la falta me hacían. ¡Y si hubiera sido este solo el disgusto que me costaron aquellas memorables fiestas! Pero no se habían inaugurado todavía, cuando ya me procuraron otro terrible; y fue con ocasión de tratarse, en familia, de las invitaciones que debían hacerse para el primer lunes. Clara, porque entonces era ella, desgraciadamente, y no su madre, quien llevaba la palabra; Clara, repito, pretendía que no se invitase a ciertas personas que yo había puesto en lista, porque no las conceptuaba de bastante tono para alternar en su casa con el encopetado señorío de su predilección. Volvió a relucir lo de la nómina progresista, en son de mofa, y tuve que recordar a mi mujer que de esa nómina salían los lunes de su marido.

-¡Pues no vendrán! -me dijo altanera.

-¡Pues no habrá lunes! -repliqué en el mismo tono.

¡Qué cara me puso! y de qué manera me dijo, un momento después de haberme oído:

-Que vengan enhorabuena; pero yo te prometo tratarlas de modo que no vuelvan a poner aquí los pies.

-¡Muy bien dicho! -exclamó Pilita, nerviosa de entusiasmo.

-Y yo te prometo a mi vez -respondí a Clara sin hacer caso de la impertinencia de su madre reparar una por una todas tus descortesías; y si esto no alcanzara a mi propósito, cerrar a las gentes de tu devoción las puertas por donde salgan las de la mía. ¡No lo olvides!

Para dar una idea de la actitud y el aspecto de mi mujer después de oírme hablar así, es necesario pensar en una leona domesticada, que, por obra de un grito lejano o de un tufillo pasajero, se acuerda de pronto de la libertad de sus congéneres en la inmensidad del desierto africano. No me replicó una palabra; pero el centelleo de sus ojos y la palidez de su semblante, mientras crujía el abanico entre sus manos crispadas, decían demasiado. Jamás la había visto así. Verdad que nunca me había puesto hasta entonces en ocasión de despertar su adormecida braveza. Me daba miedo: no por aquel instante, sino por todos los de mi vida.

Horas después recibí carta de mi suegro. Gemía, como siempre, por sus propios quebrantos; por «la pobre España» en poder de los hombres ineptos que le habían expatriado a él; por las tristezas que consumían a su adorada Pilita, a su dulce Clara y a su angelical Manolo; y me rogaba que los arrancase de su obscura soledad y me desviviera por divertirlos. ¡Qué oportunidad de hombre!... ¡Y qué perspectiva para empezar a vivir!

Por borrarla un poco de mi imaginación, dediqué lo mejor del día a escribir a Carmen. Creo que se me fue algo la pluma y que la empapé demasiado en las nuevas amarguras de mi alma; nuevas, porque no era aquélla la primera vez que sentía en el corazón el frío mortal de los desencantos, y en mi imaginación el triste vacío de las ilusiones desvanecidas. Las respuestas de la pobre huérfana eran como suyas: cariñosas, pero sencillas y breves; ni una frase, ni una palabra que recordase nuestra franca y cordial amistad de otros tiempos. Y yo admiraba esta prudencia, y a la vez me lamentaba de ella; comprendía la razón de los miramientos de Carmen, y sentía que no fuera más confiada y expresiva conmigo. Y no era esto un contrasentido pueril, ni resabio de una imaginación dengosa y versátil, sino que yo vivía en perpetua equivocación, y el alma quería regirse por sus propias leyes, que no eran las que le imponía la fuerza brutal de los hechos consumados.