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Pedro Sánchez/XXXIII

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Capítulo XXXIII

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Siguieron a este suceso días tristes, muy tristes para mí. Después que pasa la fiebre que enardece las ideas y finge bríos al cuerpo, es cuando el paciente, con el ánimo en reposo, conoce la importancia de la enfermedad que le postra. Por rigor de la misma ley, nunca tuvo mi espíritu una fuerza de visión tan potente como en aquellas horas de relativa calma; creo que era la primera vez que yo lograba estudiar con lucidez perfecta, juicio reposado y a su verdadera luz, el cuadro de mis desventuras, en el cual acababa de estampar la mano de la desgracia que me perseguía, un nuevo detalle. El Gobierno suspendió las pensiones concedidas por el anterior en virtud de merecimientos excesivamente revolucionarios, y Carmen se vio sin la suya cuando más falta le hacía, porque su salud empezaba a quebrantarse. Súpelo por Quica, que me lo dijo muchos días después del suceso que su ama me ocultaba, sin duda por no añadir ese disgusto más a los muchos que le confiaba yo en aquellos días. Porque cuando me vi henchido de penas y sentí la necesidad de abrir las válvulas del pecho dolorido, los amigos me daban miedo, y sólo en ella me atreví a depositar los secretos de mi corazón; y acabé por confiárselos todos, todos, aun aquellos que, en mis tristes meditaciones, me resistía a declarar a mi propia conciencia. Y es que, al confiar mis desventuras matrimoniales a la indulgente y cariñosa amiga, sentía yo, con el placer del alivio de un peso formidable, algo como la satisfacción que nace de un penoso deber cumplido. Sospeché que así lo entendía ella también; y de esta mutua inteligencia resultaba un nuevo interés en nuestras conversaciones, mal contenidas a veces en los términos que nos trazaban consideraciones y respetos menos fuertes que la secreta intención que a ambos nos movía.

Pero ¡qué breves eran estas horas, por lo mismo que pasaban sobre mis tristezas como ráfaga de aire por herida de fuego! ¡Después volvían los negros pensamientos, la realidad de las cosas, el hecho brutal!... Y ¡qué horas tan largas y tan distintas!... Sobre todo, la del retorno a mi hogar... ¿A qué? ¡Dios mío! Se puede vivir pobre y enfermo y perseguido; se puede vivir en una cárcel y atado a una cadena, sin aire y sin sol; pero no como yo vivía con mi propia mujer. Son frecuentes, quizá de necesidad, las rencillas y desavenencias en los matrimonios. Duran un día, una semana, un mes... un año; pero las sostiene un motivo casual, más o menos grave, que al fin se ventila y se olvida; y vuelve la paz a reinar en la casa, porque nunca faltó el amor en los corazones; pero en mí no cabía esta esperanza, porque Clara, que nunca me amó, había roto el único lazo afectuoso que nos unía, al primer choque de su impetuosa altivez ofendida con mi tesón de marido desencantado. El mármol que se animó un instante, porque el infierno lo quiso, amasando cálculos de interés con una epopeya bestial en una mente bravía, volvió a ser dura peña tan pronto como los cálculos fallaron y no quedó del héroe de un momento más que el hombre prosaico con unas cuantas virtudes de pacotilla. Por ajustar a sus leyes mi conducta, el frío llegó a ser alejamiento, y el alejamiento, mortal antipatía. Yo sabía esto, no porque Clara me lo hubiera dicho, sino porque lo leí en ella como en un libro abierto, en cuanto se apagó en mí la última pavesa del fuego de la carnal pasión que me condujo, ciego, a echar sobre mí la cadena de la más horrible de las esclavitudes. Cabalmente era la falta de disimulo la única virtud de mi mujer. Pero yo no la aborrecía; y aun hubiera llegado a convertirse en verdadero amor mi desatinado deseo, si en ella hubiera podido más la idea de sus deberes que la insana vanidad de los placeres ostentosos; si hubiera sido capaz siquiera de pagarme en falsa consideración los riesgos que afrontó gustoso por ella, y de no olvidarse tan pronto de aquellos apasionados arrebatos de los primeros días.

Pues con este infierno de consideraciones en la cabeza entraba siempre a mi casa, donde me aguardaba la yerta o implacable impasibilidad de mi mujer por único consuelo. Y así un día y todos los días; y esto al comienzo de nuestro matrimonio; y yo muy joven aún, y ella más joven todavía. ¡Cuántos años por delante! ¡Qué camino tan largo, tan obscuro y escabroso! ¡Qué agonía tan espantosa, sin la esperanza de la muerte! Muchas veces pensé en ella con criminal delectación; y bien sabe Dios que no fueron respetos humanos lo que me impidió cometer entonces el mayor de los desatinos.

Una vez en el paroxismo de mi desconsuelo, antojóseme que brillaba un punto luminoso en la densa obscuridad que me rodeaba. Entre Clara y yo no había mediado todavía un verdadero examen de las causas de nuestro mutuo alejamiento. Verdad que lo que salta a la vista no hay para qué desmenuzarlo en palabras; pero ¿no podíamos vivir equivocados los dos, ya que no en lo fundamental, en algo accesorio siquiera? Y aunque no lo estuviéramos, ¿debía darse por resuelto un asunto tan grave y trascendental, sin agotar todos los trámites del proceso? ¿Y no era el principal de todos ellos una serena y detenida explicación del punto litigioso? De todas maneras, así no se podía vivir; y en hablar no se perdía nada. Propúseme tener una entrevista con mi mujer; y resuelto a ello entró en m' casa a la hora de costumbre, precisamente en ocasión de salir Barrientos de ella. Éste era otro punto que comenzaba a preocuparme un poco. Busqué a Clara, y la hallé muy serena en su gabinete, en el cual acababa de encerrarse después de despedir a su amigo. Se extrañó de verme allí, y me lo dio a entender con una mirada de las suyas; yo le expuso en el acto mi propósito, después de sentarme a su lado. Esta escena me trajo a la memoria otra bien semejante a ella en sus detalles externos; pero ¡cuán distinta en la situación moral de los personajes! Por lo mismo, quise utilizar el recuerdo para poner a prueba la sensibilidad de mi mujer.

-También se trataba entonces -le dije- de examinar el fondo de nuestros corazones; y tú te complacías en decirme lo que ibas leyendo en el mío, que cuidaba yo de ponerte delante de los ojos; y cuando llegó el caso de descubrir lo que había en el tuyo, ¡de qué modo, y en qué ocasión me lo mostrastes, Clara! ¿Te acuerdas...?

Como si hubiera llamado con los nudillos en un muro de cal y canto. Se encogió de hombros, se apartó un poco de mí, y me preguntó secamente:

-¿Adónde quieres ir a parar con esas ñoñeces que traes ahora a colación?

Sentí la burla como una bofetada, y contesté:

-A que, tratándose también ahora de descubrir el fondo de nuestras conciencias, muestres un poco del afán en que entonces me aventajabas, para saber en cuál de los dos reside el hielo que apagó la hoguera de aquella pasión que parecía consumirnos a entrambos; quién de nosotros es más culpable de este alejamiento en que vivimos; quién se complace en ello, o quién lo deplora; cuál es el remedio que se necesita, o si no queda ninguno para que cese esta situación insoportable.

-Te dije en otra ocasión -respondióme, fría y dura como una peña- que éramos tú y yo incompatibles en muchas cosas. Hoy te lo vuelvo a repetir. La razón de esta incompatibilidad, se siente mejor que se explica... Nace de muchas pequeñeces y de algunos motivos graves que se van acumulando poco a poco, y al fin llegan a imponerse al corazón y al juicio, por su propio peso... y yo no sé mentir... Y ¿qué te extraña?... ¿No está sucediéndote a ti lo mismo?

-Sí -repliqué-, ¡pero por cuán distintas causas!... ¿Quieres que las analicemos fría y desapasionadamente? ¿Te atreves a enumerar las condiciones que, en opinión tuya, me faltan para hacerte llevadera y grata la vida a mi lado, como me atrevo yo a decirte lo poco que necesito para creerme venturoso, aun en medio de la penuria en que vivimos por un azar de la suerte?

Se encogió de hombros al oírme, y me contestó con glacial aspereza:

-No quiero perder más tiempo en necias puerilidades.

-¡Lástima -exclamé entonces, sin poder contenerme-, que te falte el valor para cosa tan honrada y trival, mientras te sobra para la inicua empresa en que estás empeñada conmigo! ¡Formarían un hermoso contraste los dos cuadros! En el uno, tu soberbia indómita; tu única religión, tu única fe: la adoración a ti misma; tu amor insaciable a la ostentación de todas las vanidades frívolas y mundanas; tus malogrados intentos de hallar en mí el complaciente marido que, de cualquier modo, colmara las ambiciones de tu alma empedernida. En el otro cuadro, mis vulgares virtudes de lugareño; mi corazón dispuesto a perdonarte, y aun a quererte, si registrando las frías soledades del tuyo, reconoces la razón con que me quejo y el derecho con que maldigo aquellos días en que, a la falsa luz de tu pasión de artificio, lograste que te creyera capaz de hacerme venturoso entregándote confiada a mí para correr juntos los riesgos más comunes de la vida... Mis efímeros triunfos, mis afortunadas locuras, cuanto he sido, cuanto valgo; mis pensamientos más íntimos, mis aspiraciones..., todo te lo he sacrificado gustoso..., todo ha sido para ti... ¿Y qué me has dado en cambio?... Unas horas de brutal embriaguez, mientras tus insanas ambiciones no hallaron el menor obstáculo que las resistiera; un infierno de torturas desde que te convenciste de que no me hallaba dispuesto a sacrificarte también la vergüenza y el honor, cuando lo necesitaras para pedestal de tus vanidades.

Todo esto le dije de un tirón, con voz vibrante y ademán enérgico, mirándola a la cara, sin miedo a las saetas de sus ojos... Pues como si callara, o se lo dijera a una estatua de granito.

La única señal que observé de que me había oído fue el acentuar mucho el gesto altanero y despreciativo, habitual en ella, tiempo hacía, en cuanto me tenía delante. Enseguida me dijo, en un tono y con una voz y una mirada verdaderamente dilacerantes:

-El alma de una mujer tiene misteriosos resortes, cuya acción produce muy contrapuestos sentimientos. En saber herir esos resortes consiste toda la ciencia de hacerse amar. Tú has tenido la desgracia de ser muy torpe en ese empeño conmigo.

-De poco acá -le interrumpí-: desde que contra esa torpeza no cabe el recurso de desistir del empeño. Cuando cabía, era yo bastante más diestro. ¡Qué casualidad!

-Pudo serlo, si quieres -replicóme impávida-; pero el hecho resulta, y yo le lamento tanto como tú, porque la misma cadena nos ata.

-Por eso, y porque no puede romperse, trato de hacerla más llevadera. Ayúdame en mi propósito.

-No veo la manera; porque, te lo repito, no sé fingir virtudes que no poseo.

-¡Cumple, al menos, con tus deberes!

-Hasta donde me obliguen las leyes humanas que me esclavizan a tus derechos notorios; pero jamás intentes pasar de aquí.

-Eso es una declaración de guerra a muerte.

-Entiéndelo como te plazca; a mí me tiene sin cuidado.

Y así acabamos, con esta terminante comprobación deque mi desventura no tenía humano remedio.