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Pipá: 01

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Pipá
de Leopoldo Alas
Capítulo I


Ya nadie se acuerda de él. Y sin embargo, tuvo un papel importante en la comedia humana, aunque sólo vivió doce años sobre el haz de la tierra. A los doce años muchos hombres han sido causa de horribles guerras intestinas, y son ungidos del Señor, y revelan en sus niñerías, al decir de las crónicas, las grandezas y hazañas de que serán autores en la mayor edad. Pipá, a no ser por mí, no tendría historiador; ni por él se armaron guerras, ni fue ungido sino de la desgracia. Con sus harapos a cuestas, con sus vicios precoces sobre el alma, y con su natural ingenio por toda gracia, amén de un poco de bondad innata que tenía muy adentro, fue Pipá un gran problema que nadie resolvió, porque pasó de esta vida sin que filósofo alguno de mayor cuantía posara sobre él los ojos.

Tuvo fama; la sociedad le temió y se armó contra él de su vindicta en forma de puntapié, suministrado por grosero polizonte o evangélico presbítero o zafio sacristán. Terror de beatas, escándalo de la policía, prevaricador perpetuo de los bandos y maneras convencionales, tuvo, con todo, razón sobre todos sus enemigos, y fue inconsciente apóstol de las ideas más puras de buen gobierno, siquiera la atmósfera viciada en que respiró la vida malease superficialmente sus instintos generosos.

Ello es que una tarde de invierno, precisamente la del domingo de Quincuagésima, Pipá, con las manos en los bolsillos, es decir, en el sitio propio de los bolsillos, de haberlos tenido sus pantalones, pero en fin con las manos dentro de aquellos dos agujeros, contemplaba cómo se pasa la vida y cómo caía la nieve silenciosa y triste sobre el sucio empedrado de la calle de los Extremeños, teatro habitual de las hazañas de Pipá en punto a sus intereses gastronómicos. Estaba pensando Pipá, muy dado a fantasías, que la nieve le hacía la cama, echándole para aquella noche escogida, una sábana muy limpia sobre el colchón berroqueño en que ordinariamente descansaba. Porque si bien Pipá estaba domiciliado, según los requisitos de la ley, en la morada de sus señores padres, era el rapaz amigo de recogerse tarde; y su madre, muy temprano, cerraba la puerta, porque el amo de la casa era un borracho perdido que si quedaba fuera no tenía ocasión para suministrar a la digna madre de familia el pie de paliza que era de fórmula, cuando el calor del hogar acogía al sacerdote del templo doméstico. Padre e hijo dormían, en suma, fuera de casa las más de las noches; el primero tal vez en la cárcel, el segundo donde le anochecía, y solía para él anochecer muy tarde y en mitad del arroyo. No por esto se tenía Pipá por desgraciado, antes le parecía muy natural, porque era signo de su emancipación prematura, de que él estaba muy orgulloso. Con lo que no podía conformarse era con pasar todo el domingo de Carnaval sin dar una broma, sin vestirse (que buena falta le hacía) y dar que sentir a cualquier individuo, miembro de alguna de las Instituciones sus naturales enemigas, la Iglesia y el Estado. Ya era tarde, cerca de las cuatro, y como el tiempo era malo iba a oscurecerse todo muy pronto. La ciudad parecía muerta, no había máscaras, ni había ruido, ni mazas, ni pellas de nieve; Pipá estaba indignado con tanta indiferencia y apatía. ¿Dónde estaba la gente? ¿Por qué no acudían a rendirle el homenaje debido a sus travesuras? ¿No tenía él derecho de embromar, desde el zapatero al rey, a todos los transeúntes? Pero no había transeúntes. Le tenían miedo: se encastillaban en sus casas respectivas al amor de la lumbre, por no encontrarse con Pipá, su víctima de todo el año, su azote en los momentos breves de venganza que el Carnaval le ofrecía. Además, Pipá no tenía fuego a que calentarse; iba a quedarse como un témpano si permanecía tieso y quieto por más tiempo. Si pasara alma humana, Pipá arrojaría al susuncordia (que él entendía ser el gobernador) un buen montón de nieve, por gusto, por calentarse las manos; porque Pipá creía que la nieve calienta las manos a fuerza de frío. Lo que él quería, lo que él necesitaba era motivo para huir de alguna fuerza mayor, para correr y calentar los pies con este ejercicio. Pero nada, no había policías, no había nada. No teniendo a quien molestar decidió atormentarse a sí mismo. Colocó una gran piedra entre la nieve, anduvo hacia atrás y con los ojos cerrados desde alguna distancia y fue a tropezar contra el canto: abriendo los brazos cayó sobre la blanca sábana. Aquello era deshacer la cama. Como dos minutos permaneció el pillete sin mover pie ni mano, tendido en cruz sobre la nieve como si estuviera muerto. Luego, con grandes precauciones, para no estropear el vaciado, se levantó y contempló sonriente su obra: había hecho un Cristo soberbio; un Cristo muy chiquitín, porque Pipá, puesto que tuviera doce años, medía la estatura ordinaria a los ocho.

-Anda tú, arrastrao -gritó desde lejos la señora Sofía, lavandera-; anda tú, que así no hay ropa que baste para vosotros; anda, que si tu madre te viera, mejor sopapo...

Pipá se irguió. ¡La señora Sofía! ¿Pues no había olvidado que estaba allí tan cerca aquella víctima propiciatoria? Como un lobo que en el monte nevado distinguiese entre lo blanco el vellón de una descarriada oveja, así Pipá sintió entre los dientes correr una humedad dulce, al ver una broma pesada tan a la mano, como caída del cielo. Todo lo tramó bien pronto, mientras contestaba a la conminación de la vieja sin una sola palabra, con un gesto de soberano desprecio que consistía en guiñar los ojos alternativamente, apretar y extender la boca enseñando la punta de la lengua por uno de los extremos.

Después, con paso lento y actitud humilde, se acercó a la señora Sofía, y cuando estaba muy cerca se sacudió como un perro de lanas, dejando sobre la entrometida lavandera la nieve que él había levantado consigo del santo suelo.

Llevaba la comadre en una cesta muy ancha varias enaguas, muy limpias y almidonadas, con puntilla fina para el guardapiés: con la indignación vino de la cabeza a la tierra la cesta, que se deshizo de la carga, rodando todo sobre la nieve. Pipá, rápido, como César, en sus operaciones, cogió las más limpias y bordadas con más primor entre todas las enaguas y vistiéndoselas como pudo, ya puesto en salvo, huyó por la calle de los Extremeños arriba, que era una cuesta y larga.

El señor Benito, el doctor, del comercio de libros viejos, tenía su establecimiento, único en la clase de toda la ciudad, en lo más empinado de la calle de Extremeños. Mientras la señora Sofía, su digna esposa, gritaba allá abajo, tan lejos, que el marido sólo por un milagro de acústica pudiera oír sus justas quejas, Pipá silencioso, y con el respeto que merecen el santuario de la ciencia y las meditaciones del sabio, se aproximaba, ya dentro de la tienda, al vetusto sillón de cuero en que, aprisionada la enorme panza, descansaba el ilustre doctor y digería, con el último yantar, la no muy clara doctrina de un infolio que tenía entre los brazos. Leía sin cesar el inteligente librero de viejo, y eran todas las disciplinas buenas y corrientes para su enciclopédica mollera; el orden de sus lecturas no era otro sino el que la casualidad prescribía; o mejor que la casualidad, que dicen los estadistas que no existe, regía el método y marcha de aquellas lecturas el determinismo económico de las clases de tropa, estudiantil y demás gente ordinaria. A fines de mes solía empapar su espíritu el Sr. Benito, del comercio de libros, en las páginas del Colón, «Ordenanzas militares», que dejaba en su poder, como la oveja el vellón en las zarzas del camino, algún capitán en estado de reemplazo. Pero lo más común y trillado era el trivio y el cuadrivio, es decir que los estudiantes, de bachiller abajo, suministraban al doctor el pasto espiritual ordinario; y era de admirar la atención con que abismaba sus facultades intelectuales, que algunas tendría, en la Aritmética de Cardín, la Geografía de Palacios y otros portentos de la sabiduría humana. El doctor leía con anteojos, no por présbita, sino porque las letras que él entendiera habían de ser como puños, y así se las fingían los cristales de aumento. Mascaba lo que leía y leía a media voz, como se reza en la iglesia a coro; porque no oyéndolo, no entendía lo que estaba escrito. Finalmente, para pasar las hojas recurría a la vía húmeda, quiero decir, que las pasaba con los dedos mojados en saliva. No por esto dejaba de tener bien sentada su fama de sabio, que él, con mucho arte, sabía mantener íntegra, a fuerza de hablar poco y mesurado y siempre por sentencias, que ora se le ocurrían, ora las tomaba de algún sabio de la antigüedad; y alguna vez se le oyó citar a Séneca con motivo de las excelencias del mero, preferible a la merluza, a pesar de las espinas.

Pero lo que había coronado el edificio de su reputación, había sido la prueba fehaciente de un libro muy grande, donde, aunque parezca mentira, veía, el que sabía leer, impreso con todas sus letras el nombre del doctor Benito Gutiérrez, en una nota marginal, que decía al pie de la letra: «Topamos por nuestra ventura con el precioso monumento de que se habla en el texto, al revolver papeles viejos en la tienda de don Benito Gutiérrez, del comercio de libros, celoso acaparador de todos los in-folios y cucuruchos de papel que ha o le ponen a la mano».

Sabía Pipá todo esto, y reconocía, como el primero, la autenticidad de toda aquella sabiduría, mas no por eso dejaba de tener al Sr. Benito por un tonto de capirote, capaz de tragarlas más grandes que la catedral; que entre ser bobo y muy leído no había para el redomado pillete una absoluta incompatibilidad. Tanta lectura no había servido al doctor para salir de pobre, ni de su esposa Sofía, calamidad más calamitosa que la miseria misma, y juzgaba Pipá algo abstracta aquella ciencia, aunque no la llamase de este modo ni de otro alguno. Y ahora advierto que estas y otras muchas cosas que pensaba Pipá las pensaba sin palabras, porque no conocía las correspondientes del idioma, ni le hacían falta para sus conceptos y juicios; digan lo que quieran en contrario algunos trasnochados psicólogos.

El doctor notó la presencia de Pipá porque este se la anunció con un pisotón sobre el pie gotoso. -¡Maldito seas! -gritó el Merlín de la calle de Extremeños. -Amén, y mal rayo me parta si fue adrede -respondió el granuja pasándose la mano por las narices en señal de contrición. -¿Qué buscas aquí, maldito de cocer? -La señora Sofía, ¿no está? -y al decir esto, se acordó de las enaguas que traía puestas y que podían denunciarle. Pero, no; el Sr. Benito era demasiado sabio para echar de ver unas enaguas.

-No señor, no está; ¿qué tenemos?

-Pues si no está, tenemos que era ella la que estaba a la vera del río lavando; vamos a ver doctor, ¿cómo se dice lavando, en latín? -¿Eh?, lavando, lavando... gerundio... ¿en latín?, pues en latín se dice... pero y ¿qué tenemos con que estuviera lavando a la orilla del río?... ¡Eh!, ¿qué tocas ahí?, deja ese libro, maldito, o te rompo la cabeza con este Cavalario. -Esto es de medicina, ¿verdá, Sr. Benito? -Sí, señor, de medicina es el libro, y ya me llevo leída la mitad. -Pues sí señor, estaba lavando y habla que te hablarás... ¿cómo se dice carabinero en franchute?, porque era un carabinero el que hablaba con la señora Sofía, y sobre si se lava o no se lava en día de fiesta... ¡Ay, qué bonito, doctor!, ¿esta es una calavera, verdá?

-Sí, Pipá, una calavera... de un individuo difunto... ¿qué entiendes tú de eso? -Está bien pintá: ¿me la da V., señor Benito? -A ver si te quitas de ahí. ¡Un carabinero! -Sí, señor, un carabinero.

Pipá sabía más de lo que a sus años suelen saber los muchachos de las picardías del mundo y de las flaquezas femeninas especialmente, pues por su propia insignificancia había podido ser testigo y a veces actor de muchas prevaricaciones de esas que se ven, pero no andan por los libros comúnmente, ni casi nunca, en boca de nadie. Sabía Pipá que la señora Sofía era ardentísima partidaria del proteccionismo y las rentas estancadas, y muy particularmente del cuerpo de carabineros, natural protector de todos estos privilegios: sabía también el pillete que el señor Benito, magüer fuese un sabio, era muy celoso; no porque entendiera Pipá de celos, sino que sabía de ellos por los resultados, y asociaba la idea de carabinero a la de paliza suministrada por Gutiérrez a su media naranja. El doctor se puso como pudo, en pie, fue hacia la puerta, miró hacia la parte por donde la señora Sofía debía venir y se olvidó del granuja. Era lo que Pipá quería. Había formado un plan: un traje completo de difunto. Las enaguas parecíale a él que eran una excelente mortaja, sobre todo, si se añadía un sayo de los que había colgados como ex-votos en el altar de El Cristo Negro en la parroquia de Santa María, sayos que eran verdaderas mortajas que allí había colgado la fe de algunos redivivos. Pero faltaba lo principal, aun suponiendo que Pipá fuese capaz de coger del altar un sayo de aquellos: faltaba la careta. Y le pareció, porque tenía muy viva imaginación, que aquella calavera pintada podía venirle de perlas, haciéndole dos agujeros al papel de marquilla en la parte de los ojos, otro con la lengua a fuerza de mojarlo, en el lugar de la boca, y dos al margen para sujetarlo con un hilo al cogote. Y pensado y hecho -¡Ras!- Pipá rasgó la lámina, y antes de que al ruido pudiera volver la cabeza el doctor, por entre las piernas se le escapó Pipá, que sujetando como pudo el papel contra la cara mientras corría, se encaminó a la iglesia parroquial donde había de completar su traje. Pero aquella empresa era temeraria. El primer enemigo con que había de topar era Maripujos, el cancerbero de Santa María, una vieja tullida que aborrecía a Pipá, con la misma furia con que un papista puede aborrecer a un hereje. Allí estaba, en el pórtico de Santa María, acurrucada, hecha una pelota, casi tendida sobre el santo suelo, con un cepillo de ánimas sobre el regazo haraposo y una muleta en la mano: en cuanto vio a Pipá cerca, la vieja probó a incorporarse, como apercibiéndose a un combate inevitable, y además exigido por su religiosidad sin tacha. Hay que recordar que Pipá iba a la iglesia en traje poco decoroso: con unas enaguas arrastrando, salpicadas de mil inmundicias, con una careta de papel de marquilla que representaba, bien o mal, la cabeza de un esqueleto, no se puede, no se debe a lo menos penetrar en el templo. Si se debía o no, Pipá no lo discutía; de poder o no poder era de lo que se trataba.

El plan del pillete, para ser cumplido en todas sus partes, exigía penetrar en la iglesia; tenía que completar el traje de fantasía que su ingenio y la casualidad le habían sugerido, y esto sólo era posible llegando hasta la capilla de El Cristo Negro. Maripujos era un obstáculo, un obstáculo serio; no por la débil resistencia que pudiese oponer, sino por el escándalo que podía dar: el caso era despachar pronto, hacer que el escándalo inevitable fuese posterior al cumplimiento de los designios irrevocables del profano.

Cinco gradas de piedra le separaban del pórtico y de la bruja: no pasaba nadie; nadie entraba ni salía. Pipá escupió con fuerza por el colmillo. Era como decir: Alea jacta est. Con voz contrahecha, para animarse al combate, cantó, mirando a la bruja con ojos de furia por los agujeros de la calavera:


Maripujitos no me conoces,
Maripujitos no tires coces;
no me conoces, Maripujita,
no tires coces, que estás cojita.


Pipá improvisaba en las grandes ocasiones, por más que de ordinario despreciase, como Platón, a los poetas; no así a los músicos, que estimaba casi tanto como a los danzantes.

Maripujitos, en efecto, como indicaba la copla, daba patadas al aire, apoyadas las manos en sendas muletas.

Como los pies, movía la lengua, que decía de Pipá todas las perrerías y calumnias que solemos ver en determinados documentos que tienen por objeto algo parecido a lo que se proponía Maripujos.

Era sin duda calumniarle llamar a Pipá hereje, borrachón, hi de tal (aunque esto último, como a Sancho, le honraba, porque tenía Pipá algo de Brigham Young en el fondo). No era Pipá hereje, porque no se había separado de la Iglesia ni de su doctrina, como sucede a tantos y tantos filósofos que no se han separado tampoco. Pipá no era borrachón... era borrachín, porque ni su edad, ni lo somero del vicio merecían el aumentativo. Bebía aguardiente porque se lo daban los zagales, los de la tralla, que eran, como ya veremos, los únicos soberanos y legisladores que por admiración y respeto acataba el indomable Pipá, aspirante a delantero en sus mejores tiempos, cuando no le dominaba el vicio de la holganza y de la flanerie.

Sobre lo que fuera su madre, Pipá no discutía, y él era el primero en lamentarse de los desvíos de su padre, que en los raros momentos de lucidez se entregaba al demonio de la duda en punto a la legitimidad de su unigénito, que acaso ni sería unigénito, ni suyo.

Quedarían pues todos los argumentos y apóstrofes de Maripujos vencidos, si Pipá hubiese querido contestar en forma; pero mejor político que muchos gobiernos liberales, el granuja de la calle de Extremeños prefirió dar la callada por respuesta y acometer la toma del templo mientras la guardia vociferaba.

Mas ¡oh contratiempo!, ¡oh fatalidad! De pronto, se le presentó un refuerzo en la figura del monaguillo a la Euménide del pórtico. Era Celedonio. El enemigo mortal de Pipá: el Wellington de aquel Napoleón, el Escipión de aquel Aníbal, pero sin la grandeza de Escipión, ni la bonhomie de Wellington. Era en suma, otro pillo famoso, pero que había tenido el acierto de colocarse del lado de la sociedad: era el protegido de las beatas y el soplón de los policías; la Iglesia y el Estado tenían en Celedonio un servidor fiel por interés, por cálculo, pero mañoso y servil.

¡Ah! Cuando Pipá tenía pesadillas en medio del arroyo, en la alta noche, soñaba que Celedonio caía como una granizada sobre su cuerpo, y le metía hasta los huesos uñas y alfileres; y era que el frío, o la lluvia, o el granizo, o la nieve le penetraba en el tuétano; porque en realidad Celedonio nunca había podido más que Pipá; siempre este, en sus luchas frecuentes, había caído encima como don Pedro, aunque a menudo algún Beltrán Duguesclin, correligionario de Celedonio, venía a poner lo de arriba abajo ayudando a su señor.

Estas y otras felonías, a más del instintivo desprecio y antipatía, causaban en el ánimo de Pipá, generoso de suyo, vértigos de ira, y le hacían cruel, implacable en sus vendettas. Si Pipá y Celedonio se encontraban por azar en lugar extraviado, ya se sabe, Celedonio huía como una liebre y Pipá le daba caza como un galgo; magullábale sin compasión, y valga la verdad, dejábale por muerto; aunque muchas veces, cuando los agravios del ultramontano no eran recientes, prefería su enemigo a los golpes contundentes la burla y la befa que humillan y duelen en el orgullo.

Celedonio miró a Pipá que estaba allá abajo, en la calle, y aunque se creyó seguro en su castillo, en el lugar sagrado, sintió que los pelos se le ponían de punta. Conoció a Pipá por avisos del miedo, porque, parte por el disfraz, parte por lo oscuro que se quedaba el día, no podía distinguirle; poco antes lo mismo había sucedido a Maripujos.

-Ven acá, ángel de Dios -gritó la bruja envalentonada con el refuerzo-; ven acá y aplasta a ese sapo que quiere entrar en la casa del Señor con sus picardías y sus trapajos a cuestas. ¡Arrímale, San Miguel, arrímale y písale las tripas al diablo!

San Miguel se tentaba la ropa, que era talar y de bayeta de un rojo chillón y repugnante, y no se atrevía a pisarle las tripas al diablo; quería dar largas al asunto para esperar más gente. Agarrándose al cancel, por estar más seguro en el sagrado, escupió como un héroe, y no sin tino, sobre el sitiador audaz, que ciego de ira... Mas ahora conviene que nos detengamos a explicar y razonar las creencias religiosas y filosóficas de Pipá, en lo esencial por lo menos, antes de que algún fanático preocupado se apresure a desear la victoria al ángel del Señor, el mayor pillete de la provincia; siendo así que la merecía sin duda el hijo de Pingajos, que así llamaban a la señora madre de nuestro protagonista.