Pipá: 04
Los últimos trapos blancos habían caído sobre calles y tejados; el cielo quedaba sin nieve y empezaban a asomar entre las nubes tenues, como gasas, algunas estrellas y los cuernos de la luna. La plaza de López Dávalos estaba desierta. El jardinillo del centro sin más adornos que magros arbolillos desnudos de hojas y cubiertos los pelados ramos de nieve, se extiende delante de la gran fachada del Palacio de Híjar, de la marquesa viuda de Híjar. La plaza es larga y estrecha, y en ella desembocan varias callejuelas que tienen a los lados tapias de pardos adobes. Todo es soledad, nieve y silencio; y la luna corre detrás de las nubecillas, ora ocultándose y dejando la plaza oscura, ya apareciendo en un trecho de cielo todo azul e iluminando la blancura y sacando de sus copos burbujas de luz que parecen piedras preciosas. Una de las ventanas del piso bajo del Palacio está abierta. Detrás de las doradas rejas se ve un grupo que parece el que forman Jesús y María en La Virgen de la Silla; son la marquesa de Híjar, hermosa rubia de treinta años, y su hija Irene, ángel de cabellera de oro, de ojos grandes y azules, que apenas tendrá cuatro años. Irene sentada en el regazo de Julia, su madre, apoya la cabeza en su seno, y un brazo en el hombro; y con los dedos de muñeca juega con el brillante que adorna la bien torneada oreja de la viuda. La otra mano de Irene está apuntando con el dedo índice a la fugitiva luna; los ojos soñadores siguen la carrera del astro misterioso. Irene examina a su madre de astronomía. La marquesa, que sabe a punto fijo quién es la luna, y cuáles son las leyes de su movimiento, se guarda de contar a su hija estos pormenores prosaicos. La luna es una dama principal que tiene un gran palacio que es el cielo; aquella noche, que es noche de Carnaval en el cielo también, la luna da un gran baile a las estrellas. Las nubecillas que corren debajo son los velos, los encajes, las blondas que la luna está escogiendo para hacer un traje muy sutil, de vaporosas telas; porque el baile que da es de trajes, como el que Irene va a celebrar en su palacio, al cual acudirán a las nueve todos los niños y niñas de la ciudad que son sus amigos. Cuando Julia termina su fantástico relato de las maravillas del cielo, la niña permanece callada algún tiempo; mira a su madre y mira a la luna y brilla en sus ojos la expresión de mil dudas y preguntas. -Y las estrellas, ¿de qué van vestidas? -Van vestidas de magas, ¿no las ves?, manto negro con chispas de oro... -¿Y bailan en el aire? -Sí, en el aire, sobre las nubes. -¿Y cómo no se caen? -Porque tienen alas. -Yo quiero un traje con alas. -Yo te lo haré, vida mía. -¿De qué lo haremos?...-. Y la madre y la hija se entretienen en buscar tela para unas alas allá en su imaginación; que ambas la tienen muy despierta y fustigada con el silencio y la soledad de aquella noche dulce y serena.
Pero de pronto Irene hace un gracioso mohín, echa hacia atrás la cabeza, y salta en el regazo de su madre.
-¡Yo quiero máscaras, yo quiero máscaras! -grita la niña, volviendo a la realidad de su capricho de toda la tarde. -Pero monina mía, si ya es de noche, ¿cómo han de pasar máscaras? -Tú decías que hoy las había, y no he visto ninguna. ¡Yo quiero máscaras! -Esta noche las tendrás en casa. -Esas no son máscaras; yo quiero máscaras... ¡máscaras!...
En la imaginación de Irene, las máscaras eran cosa sobrenatural. Nunca las había visto, porque era aquel año el primero en que su conciencia se despertaba a esta clase de conceptos; recordaba vagamente haber sentido miedo, mucho miedo, no sabía si viendo o soñando con máscaras; este terror vago que le inspiraba el nombre de la cosa desconocida contribuía no poco al anhelo de aquella niña nerviosa y de gran fantasía, que quería ver máscaras aunque tuviese que huir de pavor al verlas.
Toda la tarde había pasado Julia en la ventana esperando que un transeúnte de los pocos que pasan por la plaza de López Dávalos, tuviera la humorada de venir disfrazado, para dar contento a su adorada Irene.
En vano esperaron, porque la misma tristeza y soledad de que Pipá se quejaba en la calle de Extremeños, reinaba en la plaza y en el jardinillo de López Dávalos. La marquesa recurrió al engaño de que se disfrazaran los criados y pasaran delante de la reja en que Irene aguardaba con febril ansiedad el advenimiento sobrenatural de las máscaras; pero ¡ay!, que la niña conoció a la chacha Antonia y a Lucas el cochero bajo los dominós de colcha que también reconoció su perspicacia. Fue peor el remedio que la enfermedad; Irene se puso furiosa; aquel engaño que minaba el palacio de sus fantásticas creaciones carnavalescas, la irritó hasta hacerla llorar media hora no escasa. Ya cerca del crepúsculo pasó una máscara efectiva... pero la niña no quiso reconocer su autenticidad. Aquello no era una máscara: era un famoso borracho de la ciudad que celebraba las carnestolendas con una borrachera mejorada en tercio y quinto y luciendo, ceñido al talle, un miriñaque de estera en toda su horrible desnudez. -¡Eso no es una máscara -gritó Irene-, ese es Ronquera! -y en efecto así llamaban al borracho.
Cuando salió la luna, el mal humor de Irene se distrajo un punto con las fábulas astronómicas de Julia... pero luego volvió la niña a su tema, al capricho de las máscaras; y volvía a llorar, y a dar pataditas en el suelo, ya del todo desprendida de los brazos de su madre.
Por fortuna, del próximo callejón de Ariza se destacó un bulto negro, pequeño, que con solemne paso y tañendo una campanilla se acercó a la ventana. Irene metió la cabeza entre las rejas, cesó en el llanto y se volvió toda ojos. -¡Una máscara! -exclamó estupefacta, llena de un terror que le daba un placer infinito. Julia la tenía en sus brazos y miraba también con inquietud al aparecido, que se diría procedente del Campo Santo, a juzgar por el traje que arrastraba, más que vestía.
Era Pipá con su disfraz de difunto, con su careta de calavera y su dominó-mortaja. La campanilla era de su propiedad. Pipá necesitaba un instrumento, porque ya he indicado que era eminentemente músico; todos costaban un dineral; pero un día en que había celebrado un concordato con el sacristán de Santa María, dando tregua al culturkampf, había obtenido, en cambio del servicio prestado, que fue llevar el Señor a la aldea con el párroco, una campanilla de desecho. Y esta era la que tocaba con majestuosa y terrible parsimonia, convencido de que con tal complemento la ciudad entera le había de tomar por un resucitado. Detrás de la careta Pipá se veía, con los ojos de la fantasía, como algo colosal por lo formidable, y estaba tentado a tenerse miedo a sí mismo; y un poco se tuvo cuando, ya de noche, se vio solo atravesando las oscuras callejuelas.
Al dar consigo en la plaza de López Dávalos, sintió inmensa alegría, porque vio a la mona del Palacio asomada a la reja del piso bajo, y se decidió a darle la broma más pesada que recibiera chiquilla de cuatro años. Con esa vaga intuición que tiene el artista en sus grandes obras, Pipá al acercarse a la ventana, comprendió lo grande del efecto, de la fascinación que su presencia iba a producir en Irene. Acercose, pues, con paso cada vez más lento y majestuoso, y tocando su campanilla con el más ceremonioso aparato, con grandes pausas en el tocar, y levantando el brazo con rigidez absoluta.
Irene, fascinada por el terror y el encanto de lo sobrenatural, muda de curiosidad, tenía el alma toda en los ojos; su madre, por temor a interrumpir el encanto de la niña, callaba y esperaba el desenlace de aquella extraña escena. Todos callaban: hay momentos en que el silencio es el único lenguaje digno de las circunstancias. La luna, libre de velos, alumbraba con toda su luz el tremendo lance.
Ya llegaba Pipá a la reja; a cada paso creía que su tamaño aumentaba, pensaba crecer y tocar las nubes. Sin sospechar que su rostro no se veía, dábale la más espantable expresión que podía, como si la careta fuese a tomar los mismos gestos y muecas.
Irene, al ver tan cerca la aparición escondió la cabeza en el regazo de su madre pero, enseguida, volvió a mirar sin acercarse a la reja, en la que ya asomaba la máscara de Pipá su figura de calavera. Y en aquel instante crítico, el pillete, creyendo ya indispensable decir algo digno de la ocasión solemnísima, con toda la fuerza de sus robustos pulmones gritó, ahuecando la voz cuanto pudo: -¡Mooo! ¡Moo! ¡Moo! -por tres veces.
Irene lanzó un estridente chillido, pero al punto se contuvo; prefirió temblar de terror a prescindir del encanto que la tenía fascinada. Se había puesto palidilla y trémula. -¡Que no, que no se vaya! -dijo a su madre, que, asustada al ver en tal estado a la niña, apostrofaba a Pipá enérgicamente y le amenazaba con la escoba de los criados.
Pipá sufrió un desencanto. ¿Cómo?, ¡a un muerto, a un resucitado, a un fantasma se le amenazaba con escobazos lacayunos...!
Pero no prevaleció lo de la escoba, porque la voluntad de Irene se interpuso, reclamando nuevos alaridos a la máscara.
-¡Moo! ¡Moo! -repitió Pipá, alentado con el buen éxito.
-¡Que entre la máscara! -dijo entonces Irene, que se iba familiarizando con el terror y lo sobrenatural. A Pipá no le pareció bien la idea de convertirse en fantasma manso; aquellas transacciones las creía indignas de su categoría de aparecido. Así que, al ver a Lucas el cochero que se le acercaba ofreciéndole franca entrada en el palacio, sin manifestar pizca de miedo ni de respeto, Pipá protestó con dos o tres coces que animaron más que ofendieron al criado; y quieras, que no quieras, sujeto por una oreja, tuvo que entrar el fantasma en el gabinete donde con ansia que le daba fiebre, esperaba Irene, refugiada en los brazos de su madre.
Era un camarín divino, como diría Echegaray o cualquier imitador suyo, aquel en cuyos umbrales se vio Pipá velis nolis. Pareciole el mismísimo cielo, porque todo lo vio azul y lleno de objetos para él completamente nuevos, y muy hermosos; la segunda impresión y la más fuerte fue la de aquel aire tibio y perfumado que ni en sueños había sospechado Pipá que existiera. ¡Qué dulce calor, qué excitantes cosquillas en el olfato, qué recreo para los ojos! ¿Qué mansión era aquella que sólo con entrar en su recinto el pobre pilluelo sentía desaparecer aquel constante entumecimiento de sus flacas carnes? ¡Librarse del frío por completo, por todos lados! Este era un lujo que Pipá ni se había figurado. ¡Y aquel pisar sobre tan blando! Allí había unos muebles con botones que debían de servir positivamente para sentarse, algo como bancos y sillas. Si los fantasmas se sentaran, Pipá, sin más ceremonia, hubiese gozado el placer de sentir bajo sí aquellas que adivinaba blanduras.
Aquella sí que debía ser la casa del Dios bueno. Irene, la mona del Palacio, que le contemplaba de hito en hito, cogida a las rodillas de su madre, preparada a refugiarse en el regazo a la menor señal de peligro, debía ser uno de aquellos niños que fueron pobres, que no comieron dulces en la tierra, pero que después de muertos el Dios bueno, Papá Dios, recoge en su seno y los harta de confituras. Pipá, gracias a su tremenda audacia, entraba, como Telémaco en el infierno, en la mansión celeste; entraba vivo, sin más que vestir el traje de difunto.
Él mismo empezó a creer en su calidad de aparecido.
-Entra, entra Fantasma -dijo la madre-, entra que Irene no te tiene ya miedo.
-¡Moo! -replicó Pipá, haciendo así su entrada en el gran mundo. Y dio algunos pasos sin abdicar de su carácter sobrenatural al que evidentemente debía su prestigio. Pipá estaba convencido de que, si le conocieran los criados le echarían del palacio a puntapiés. Sabía a qué atenerse en punto a su popularidad.
Cuando estuvo a dos pasos del grupo que le encantaba y que formaban madre e hija, Pipá sintió en el corazón una ternura impropia de un resucitado: se acordó de los brazos de su madre, cuando allá en la lejana infancia le acariciaba y le hablaba de los dulces del cielo. Pero su madre no era tan hermosa como esta. Si Pipá hubiera sido un creyente antojaríasele que era aquella la madre de Jesús. Pero el pobre pilluelo había aprendido a ser libre pensador en las prematuras enseñanzas de la vida; en su cerebro, tan dado a los sueños, nadie había sembrado esas hermosas ilusiones mitológicas que muchas veces dan fuerza bastante al hombre para sufrir las asperezas del camino. Toda su mitología se la había hecho él solo, sin más orígenes que los cuentos de su madre respecto a las recompensas confitadas del Papá Dios. Todo lo demás que Pipá sabía de metafísica era cosa suya, como ya hemos visto.
-¿Cómo te llamas? -preguntó Julia alargando una mano blanca y fina al espantado fantasma.
-¡Moo! -dijo Pipá, que de ningún modo quería que se le tomase por un cualquiera.
Y no correspondió al saludo.
-Se llama máscara -se atrevió a decir Irene, que iba tomando confianza. Al ver que la máscara tardaba tanto en comérsela, empezó a creer que las máscaras no comían a las niñas, y de una en otra vino a pensar, que en definitiva una máscara era una muñeca muy grande, de máquina, que hablaba y andaba sola, y que servía para divertir a los niños. Se le figuró, por fin, que Pipá había costado un dineral, que era una sorpresa que le había preparado su madre.
-Que se siente -añadió la mona con miedo todavía, con un acento que tenía algo de imperativo respecto de su madre, y de recelo y supersticioso respeto, en cuanto a la máscara de máquina.
-¡Que se siente!, ¡que se siente! -Mona quería probar el juego mecánico de Pipá; si podía doblar las piernas su valor aumentaba mucho.
Mas ¡ay!, que Pipá era de los que se rompen, pero no se doblan. -Los fantasmas no se sientan -estuvo por decir, pero toda explicación la juzgaba indigna de su categoría de muerto y dio la callada por respuesta.
-¿No tienes lengua, máscara? -preguntó Julia.
-¡Mooo! -rugió Pipá; y sacó la lengua por mitad de la húmeda cartulina que le servía de careta.
Irene estaba encantada. Pipá era el juguete más admirable que había tenido en su vida.
Grandes esfuerzos costó a la viuda satisfacer el deseo de su hija que se empeñó en que Pipá hablase, por lo mismo que a ella le parecía cosa imposible. Pero dádivas quebrantan peñas; Julia sacó dulces, frutas y mil golosinas que Pipá había visto a veces a través de los cristales en los escaparates de las confiterías, en esos grandes festines de vista que se dan los niños pobres cuando en Noche-Buena los roscones y ramilletes rebosan en los puestos de dulces, mientras los pobres pilluelos, con los desnudos pies entre el fango de la calle y la boca apretada contra el vidrio helado, se hacen unos a otros aquellas insidiosas preguntas: -¿Qué te comerías tú? -Yo aquella trucha de plata con ojos de cristal. -¿Te gustan las peladillas? -Sí, ¿y a ti? -También. -Pues, mira... como si no te gustasen.- Pipá recordaba que de esas orgías fantásticas había salido muchas veces escupiendo por el colmillo agua que se le venía a la boca. Y ahora tenía enfrente de sí, sin cristal en medio, al alcance de la mano, todos aquellos imposibles con azúcar que habían sido su primer amor al despertar de la infancia. Todo aquello se lo podía comer él, pero con una condición: tenía que hablar.
-Si nos dices cómo te llamas comes todos los dulces que quieras, ¿verdad, mona?
-Sí; y se guarda los demás -añadió Irene para mayor incentivo.
-¡Yo soy un difunto! -exclamó Pipá con la voz menos humana que pudo.
Julia contuvo una carcajada para no destruir el encanto de Irene.
-¿Y cómo te llamas, difunto?
-Pipá -replicó el pillete, echando mano a una caja de dulces, que creyó pertenecerle, cumplida su promesa de hablar. En caso de que su nombre despertara la indignación de los circunstantes, Pipá pensaba salir de allí con toda la dignidad posible y con la caja de dulces, que era suya, si lo tratado es tratado.
Pero el nombre de Pipá hizo el mejor efecto posible. La mona del palacio había oído hablar de él y de sus terribles hazañas; varias amiguitas suyas pronunciaban aquel nombre con terror, y para las niñas Pipá sonaba así como el Cid, Aquiles, Bayardo, para las personas mayores. Porque entre el bien y el mal, en cuestión de hazañas, no suelen distinguir los niños, y muchas veces tampoco los hombres: se ve que para muchos, tan grande hombre es Candelas como Fernán González, y Napoleón mucho más célebre que San Francisco de Asís.
Irene sintió que el fantasma crecía a sus ojos, tomaba proporciones de gigante, y la veneración que le tributaba aumentó mucho, y con ella las muestras de deferencia que la marquesa, esclava de su hija, tuvo que tributar al enmascarado.
Roto el silencio, la conversación fue animándose poco a poco, y aunque Pipá no renunció por completo al papel de ser sobrenatural que representaba, sin embargo, estuvo dignamente locuaz y comió muchos dulces y bebió no pocos tragos de licores deliciosos, que él no sabía que existiesen.
Irene llegó en su audacia hasta cogerle una mano al fantasma. La marquesa viuda de Híjar quiso que Pipá se despojase de la careta, pero ni la niña ni el fantasma lo consintieron. Tener aquel objeto de sublime horror casi bajo su dominio, aquella fiera domesticada, era el mayor placer imaginable para la niña de viva imaginación.
-¡Quiero que Pipá se quede al baile! -dijo con ese tono especial de los que saben que sus palabras son decretos.
Pipá aceptó gustoso. Ya estaba dispuesto a todo, y en cuanto al trasnochar, en él era costumbre arraigada.
Por más que yo quisiera que mi héroe fuese como el más fino y bien educado de cuantos héroes crearon el cantor de Carlos Grandisson o Mirecourt o el mismo Octavio Feuillet, no puedo, sin mentir, afirmar que Pipá estuvo todo lo comedido que debiera en el comer y en el beber. Valga la verdad: estuvo hasta grosero.
Porque no se contentó con tragar cuanto pudo, sino que hizo provisiones allá para el invierno, como dice Samaniego, llenando de confites de París los maltrechos bolsillos de la chaqueta, los que tenía el ropón de Celedonio y hasta en los pantalones quiso esconder dulces, pero como no tenían bolsillos, sino ventanas practicables los pantalones de Pipá, cayeron los dulces pantalón abajo rodando por las piernas hasta dar consigo en la alfombra. Este contratiempo, que hubiera desorientado a otro, Pipá lo vio sin más cuidado que el de recoger las desparramadas golosinas y acomodarlas donde pudo en siendo dentro de la jurisdicción de su indumentaria.
¿Conque un baile? -pensó Pipá-; veamos qué es eso.
Estaba poco menos que borracho y para él ya no había clases, ni rangos, ni convención social de ningún género. Así es que se dejó caer sobre una butaca sin pedir permiso, saboreando las delicias de su vida de difunto y la admiración, que no menguaba con la confianza, que sentía la mona con la presencia del Pipá soñado.
Llegó la hora en que Irene tuvo que ir a vestirse su traje de baile, de toda etiqueta, con cola muy larga, gran escote y guantes de ocho a diez botones.
Primero Irene tuvo el capricho de trocar este traje, natural en la señora de la casa, por una mortaja como la de Pipá. Julia se opuso, Irene insistió y Pipá tuvo que intervenir con el gran prestigio de su autoridad sobrehumana.
-¡Ay qué boba!, ¿crees tú que este traje se puede comprar? Muere y entonces tendrás uno. ¡Moo! ¡Moo!
-Bueno -replicó la mona convencida-, pues que venga Pipá a verme vestir.
-Improper -dijo la institutriz, que había venido a buscar a Irene para llevársela a su boudoir de angelillo.
Pipá no sabía inglés y no entendió lo que la institutriz alegaba para oponerse a tan justa reclamación.
Pero al fin venció la honestidad y Pipá quedó solo por algunos momentos en aquel gabinete azul, alumbrado por una luz muy parecida a la luna, pero más brillante, que alumbraba desde cerca del techo, colgada como las lámparas de Santa María.
En la soledad se entregó Pipá, sin pizca de vergüenza, a satisfacer la curiosidad del tacto, poniendo mano en todos aquellos muebles, manoseándolo todo con riesgo de romper los objetos delicados que sobre consolas y veladores había.
Su gran sorpresa fue la que le produjo el armario de espejo, devolviéndole a la espantada vista la imagen de aquel Pipá sobrenatural que él había ideado al buscar su extraña vestimenta.
Pipá contempló el Pipá de cuerpo entero que tenía enfrente, y volvió de súbito a toda la dignidad y parsimonia majestuosa que manifestara en un principio; porque la imagen que le ofrecía el azogue despertó su conciencia de fantasma. Indudablemente Irene tenía razón para tratarle con tanto respeto. Se reconoció imponente. Acercose al espejo, tocó casi con la nariz en el cristal, y tocó, sin casi, con la lengua; y aunque esto es también indigno de un héroe, y de cualquier persona formal, cuanto más de un aparecido, es lo cierto que Pipá estuvo lame que te lamerás el espejo; porque su contacto le refrescaba la lengua que tenía abrasada con el abuso de los licores.
-¡Moo! -dijo al fantasma que tenía enfrente, y gesticuló con el aparato de contorsiones que él creía más adecuado al lenguaje mímico del otro mundo.
En esta ocupación fantástica le encontró Irene cuando volvió hecha un brazo de mar, convertida en una muñeca como aquellas que la niña tenía y yacían por el suelo en posturas indecorosas y no todas en la perfecta integridad de su individuo.
Irene, en traje de baile, con el pelo empolvado, con la majestuosa cola, se creyó digna de Pipá, y tomándole la mano, le dijo solemnemente:
-Vamos, que el baile empieza. Ya están ahí los niños, no les digas que eres Pipá, porque echarán a correr y ¡adiós mi baile!
Pipá aceptó la mano de la muñeca, que no le llegaba al hombro, y eso que él no era buen mozo, como dejo dicho.
Y seguidos de Julia entraron en el salón de baile el fantasma y la señora que recibía.