Platero y yo/LXVI
Apariencia
- Fuego en los montes
- ¡La campana gorda!... Tres..., cuatro toques... ¡Fuego!
- Hemos dejado la cena, y, encogido el corazón por la negra angostura de la escalerilla de madera hemos subido, en alborotado silencio afanoso, a la azotea.
- ...¡En el campo de Lucena! grita Anilla, que ya estaba arriba, escalera abajo, antes de salir nosotros a la noche... ¡Tan, tan, tan, tan! Al llegar afuera —¡qué respiro!—, la campana limpia su duro golpe sonoro y nos amartilla a los oídos y nos aprieta el corazón.
- —Es grande, es grande... Es un buen fuego...
- Sí. En el negro horizonte de pinos, la llama distante parece quieta en su recortada limpidez. Es como un esmalte negro y bermellón, igual a aquella Caza, de Piero di Cosimo, en donde el fuego está pintado sólo con negro, rojo y blanco puros. A veces brilla con mayor brío otras, lo rojo se hace casi rosa, del color de la luna naciente... La noche de agosto es alta y parada, y se diría que el fuego está ya en ella para siempre, como un elemento eterno... Una estrella fugaz corre medio cielo y se sume en el azul, sobre las Monjas... Estoy conmigo...
- Un rebuzno de Platero, allá abajo, en el corral, me trae a la realidad... Todos han bajado... Y en un escalofrío, con que la blandura de la noche, que ya va a la vendimia, me hiere, siento como si acabara de pasar junto a mí aquel hombre que yo creía en mi niñez que quemaba los montes, una especie de Pepe el Pollo —Oscar Wilde moguereño—, ya un poco viejo, moreno y con rizos canos, vestida su afeminada redondez con una chupa negra y un pantalón de grandes cuadros en blanco y marrón, cuyos bolsillos reventaban de largas cerillas de Gibraltar...