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Política de Dios, gobierno de Cristo/Parte II/VII

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VI
Política de Dios, gobierno de Cristo
de Francisco de Quevedo y Villegas
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De los acusadores, de las acusaciones y de los traidores (Joann., 8.)
Adducunt autem scribae, et pharisaei, etc. «Tráenle los escribas y fariseos una mujer cogida en adulterio, pusiéronla en medio, y dijeron: Maestro, a esta mujer aprehendimos ahora en adulterio. En la ley nos mandó Moisen que a los semejantes los apedreásemos. ¿Qué dices tú? Esto decían tentándole para poderle acusar».
Nonne ego vos duodecim elegi?, etc. (Joann., 6.) «¿No os elegí yo a vosotros doce, y uno de vosotros es el diablo? Hablaba de Judas Simón Iscariote, porque éste era quien lo había de vender, como fuese uno de los doce».
Ni la acusación presupone culpa, ni la traición tirano; pues si fuera así, nadie hubiera inocente ni justificado. A ninguno acusaron tanto como a Cristo; y ninguno padeció traidor tan abominable ni traición tan fea. En las repúblicas del mundo los acusadores embriagan de tósigo los oídos de los príncipes: son lenguas de la envidia y de la venganza; el aire de sus palabras enciende la ira y atiza la crueldad; el que los oye, se aventura; el que los cree, los empeora; el que los premia, es solamente peor que ellos. Admiten acusadores de miedo de las traiciones, no pudiendo faltar traidores donde los acusadores asisten; porque son más los delincuentes que hacen, que los que acusan. El silencio no está seguro donde se admiten delatores. Éstos empiezan la murmuración de los príncipes, para ocasionar que otros la continúen. Son labradores de cizaña, siémbranla para cogerla; y porque la prudencia del que calla o alaba no sea mayor que su malicia, cuando espían dicen lo que calló y envenenan lo que dijo.



Los reyes y monarcas que se engolosinan en la tiranía, es forzoso crean cuanto les dicen los acusadores, porque saben el aborrecimiento que merecen de los suyos; y así los compran su desasosiego y los premian sus afrentas; pues de ellos no oyen ni creen otra cosa. Donde éstos tienen valimiento, el siglo se infama con los castigos de los delitos sin delincuentes, y temen los príncipes hasta las señas de los mudos y los gusanos de los muertos. No se limpiará de este contagio, ni quitará el miedo a su conciencia, quien no imitare a Cristo Jesús, rey de gloria, en las ocasiones que le acusaron a él los judíos, y en otras en que los apóstoles acusaron a los judíos ante él, y en ésta en que los escribas acusaron la adúltera para que la sentenciase.
Toda la atención real pide, Señor, este punto. Dice el texto sagrado que acusaron los escribas y fariseos la mujer adúltera en la presencia de Cristo, tentándole para acusar a Cristo. ¡Infernal cautela de la perfidia y ambición envidiosa, cuyo veneno sólo le advierte el Evangelio! Acusar ante el rey a uno, tentando al rey para acusarle a él mismo, es maldad que de los escribas se ha derivado a todas las edades; empero con máscara tan bien mentida, que ha pasado por celo y justificación, y que muchas veces han premiado los reyes por señalado servicio. ¡Oh si tuvieran voz los arrepentimientos de los monarcas que yacen mudos en el silencio de la muerte, cuántos gritos se oyeran de sus conciencias! ¡Cuántas querellas fulminaran de sus ministros, que si no se llaman fariseos y escribas, lo saben ser! El adúltero que acusare al adúltero, el homicida al homicida, el ladrón al ladrón, el inobediente y rebelde al inobediente, -entonces, acusando a otro, tientan al príncipe y acusan para acusarle; pues si castiga al que ellos quieren, y no a ellos, comete delito tan digno de acusación como su delito; porque con esto confiesa que sólo quiere que sean inobedientes, adúlteros, traidores, homicidas y ladrones los que le asisten, los que tienen tráfigo en sus oídos, los que cierran sus dos lados y se levantan aún con lo delgado de su sombra.



Con vuestra majestad, Señor, nadie lo hace, porque todos los que os sirven os reverencian, os aman y os temen. Vos, Señor, ni lo hacéis, ni lo haréis, porque es vuestra majestad católico, piadoso, vigilante y muy justificado monarca. Era Judas ladrón (este nombre le dio el Evangelista), y acusó a la Magdalena diciendo que era perdición el ungir los pies de Cristo con el ungüento; y tácitamente nota de hurto la piedad, diciendo que se quitaba al socorro de los pobres el precio que dieran por él, si se vendiera. Era Judas hijo de la perdición (esta madre le dio Cristo nuestro Señor, cuando orando al Padre, dijo: «Los que me diste guardé, y ninguno de ellos pereció, sino el hijo de la perdición»; y este hijo de la perdición llama perdición la untura caritativa y misteriosa de la Magdalena. Hermanos tiene Judas de esta misma madre, que siendo ladrones acusan ante sus mismos príncipes por perdición su propio servicio, su adoración, su misteriosa asistencia; y aquéllos pobres que sirvieron de rebozo a sus hurtos, sirven de velo a los suyos. El oficio de Judas era dar de lo que tenía, y comprar lo que fuese menester para los apóstoles y para Cristo; mas él no pensaba sino en vender. Ministro inclinado a ventas no parará hasta que su señor sea la postrera. Cometió Herodes adulterio abominable: acusósele con reprensión San Juan Bautista: acusó a San Juan ante Herodes la misma adúltera y su hija, alegando bailes y movimientos lascivos. Y el mal rey, en quien (como dice San Pedro Crisólogo, «los pasos quebrados, el cuerpo disoluto, desencuadernada la compaje de los miembros, las entrañas derretidas con el artificio», valieron por textos y leyes contra la cabeza sacrosanta del más que profeta, hizo juez a su mismo pecado contra su advertencia; y sigue las doctrinas de los pies de la ramera que bailaba, y en la cabeza ajena condenó la suya. El fin de estos acusadores es sabido. Judas fue peso de una rama, infamia de un tronco y verdugo de sí mismo. Herodias, bailando sobre el hielo de un río vengador de la maldad de sus mudanzas, rompiéndose, la sumergió; y haciendo cadalso los carámbanos, fue degollada de los filos del hielo impetuoso. Pies que fueron cuchillo para la garganta de Juan, fue justo que hiciesen del teatro de sus bailes cuchillo para la suya. No se lee que Cristo admitiese acusadores, ni que condescendiese con las acusaciones; ya lo advertí en la de los apóstoles contra los que no quisieron recibir a Cristo en su casa. Otra vez acusaron a uno que hacía milagros en nombre de Jesús, no siguiéndole con ellos; y porque le prohibieron el obrarlos, dijo (Luc., 9): «No lo prohibáis, porque quien no es contra vosotros, por vosotros es.»



No hay duda que acusaron los apóstoles con santo celo la impiedad y descortesía de aquéllos y la disimulación de éste. Empero es cierto que Cristo Jesús, Rey de los reyes, no admitió el castigo que consultaron e hicieron en estos dos que acusaron. ¡Oh gobierno de Cristo! ¡Oh política de Dios, toda llena de justicia clemente y de clemencia justiciera! Esta respuesta dada a los apóstoles habló con ellos, proporcionando su doctrina a su intención; y sin detenerse pasa con espíritu que ningún tiempo le limita, a ser enseñanza de todos aquellos que como ministros de Dios por su permisión gobiernan la tierra. Él dijo universalmente: Per me reges regnant: «Por mí reinan los reyes»; mas no dijo: «Conmigo y para mí», por ser muchos los que, reinando por él, reinan sin él y contra él. Éstos son infieles, herejes y tiranos. Por esto a Herodes, siendo rey, le llamó raposa y no rey, cuando dijo:



Dicite vulpi, etc. «Decid a aquella raposa.» Señor, ninguna cosa envilece tanto a la majestad, ni enferma a la justicia, cómo permitir que los que asisten a los reyes prohíban y reprueben lo que otros hacen, porque no viven con ellos, porque no siguen sus pisadas, porque no los imitan. Y frecuentemente es crimen digno de muerte no hacer mal, sino no imitar a los que le hacen, y sólo tienen por bueno al que los imita en ser malos. Consuelo tienen los políticamente perseguidos, viendo que en el Evangelio aun no le valió a éste hacer milagros en servicio de Cristo y en gloria del nombre de Jesús, para que no le prohibiesen y castigasen. Muchos han muerto y morirán porque dan gloria a los nombres de los reyes, y en ellos hacen milagros con diferente fin y por diferente camino del que llevan los que los asisten. De aquí se sigue que son premiados los que infaman sus nombres, siguiendo sus dictámenes, de que se origina desorden infernal y peor; pues en el infierno, donde no hay orden, a ninguno que sea bueno se da castigo, ni a ninguno que sea malo se le deja de dar; y en ésta se dan los castigos a los méritos, y los premios a los delitos. Para merecer el infierno se presupone la mayor desorden, y padecerle es la mayor justicia. Revocó Cristo la sentencia dada por los apóstoles contra éste, en que le prohibieron hacer milagros, diciendo: «No lo prohibáis»; y como en materia tan importante al caso presente y a la enseñanza de todos los príncipes, añadió: «Porque quien no es contra vosotros, por vosotros es.»



Literalmente el texto sagrado dice, que no le prohibieron y acusaron los apóstoles el hacer milagros por otra cosa sino porque no acompañaba y asistía a Cristo como ellos. No dice que porque no seguía su doctrina ni creía en él; antes de la respuesta de Cristo se colige que creía en él y seguía su doctrina, pues dice: «Quien no es contra vosotros, por vosotros es.» De manera que la culpa fue de asistencia personal al lado de Cristo, y no otra; lo que se colige literalmente. No es nuevo, Señor, el prohibir y acusar que haga milagros en gloria del nombre de los reyes al que no es del séquito de los que están a sus lados. Dos remedios dejó la vida de Cristo. El primero, no solamente no dar sus dos lados a uno solo, sino no dar sus dos lados a dos, como se vio en Juan y Jacobo por la petición de su madre. El segundo, esta respuesta: «Quien no es contra vosotros, por vosotros es.» Mas ésta no sabrá pronunciarla algún príncipe, si no mira igualmente a las obras del acusado, y a su efecto, y a las palabras de los que acusan. Si un general restaurase a un monarca lo que otros le perdieron; si con diferentes victorias diese gloria a su nombre, y haciendo milagros en mar y tierra se le eternizase; y lo que ha sido en otros tiempos, o en todos, sucediese que los ministros que asisten al príncipe, porque no sigue con ellos, porque no es de su séquito, le quitasen el cargo y el bastón, y le prohibiesen hacer tan milagrosas hazañas en nombre del rey, ¿cuál rey dejara de imitar a Cristo en revocar esta prohibición, y dejara de castigarlos, dándolos a entender que quien en su nombre hace milagros, no es contra ellos, sino con ellos? Señor, en nombre de Jesucristo y de su imitación, afirmo a vuestra majestad que quien no hiciere lo uno, y dijere lo otro, es príncipe contra sí, y será en favor de los que son contra él y contra los que son por él.



Acabemos este punto de las acusaciones y acusadores, con doctrina universal que los castigue y las ataje. Ésta nos la da Cristo nuestro Señor en este capítulo con sus acciones. Prosigue el texto, y en proponiendo a Cristo la acusación, dice: «Mas inclinándose Jesús hacia abajo, escribía con el dedo en la tierra.»
Lo primero, Señor, es no inclinarse el rey, para juzgar los delitos, a los acusadores sino a la tierra, que es a la fragilidad del hombre que, hecho de ella, es enfermo y débil. Esto, Señor, es oír las partes, porque quien no las oye (como dice Séneca) puede hacer justicia, mas no ser justo. Lo segundo es que en tales casos escriba el rey con sus dedos, no con los ajenos, cuyas manos en las culpas de otros escriben con sangre de la venganza. El perdón y el castigo los ha de dar el buen príncipe por su mano: el castigo a imitación de Cristo, cuando con el azote arrojó del templo los que le profanaban comprando y vendiendo: el perdón, a su imitación divina en este suceso de la pecadora aprehendida en adulterio. Grandes efectos hace la mano propia del rey que no se remite a otra mano. Previno el Espíritu Santo los desaciertos que hacen entregándose a la ajena, cuando dijo: «El corazón del rey en la mano del Señor.» Excluyó expresamente que le pongan en la del criado.



No bastaban estas grandes demostraciones de Cristo para que los escribas y fariseos desistiesen de su malicia, y díjoles: «Quien de vosotros está sin pecado, el primero la tire piedra. Y otra vez, inclinándose, escribía en la tierra. Y oyendo esto, uno tras otro se iban, empezando los más ancianos.» La mordaza y el tapaboca de los acriminadores que acusan ante el rey para acusar al rey, son estas palabras: ¿Porfiáis en que se apedree esta mujer adúltera, que se ahorque el ladrón, que se degüelle el homicida, viéndome inclinado a su flaqueza, que es la tierra, para perdonarles? Pues el que de vosotros no tiene pecado, la empiece a apedrear; y el que no ha hurtado le ponga el lazo, y el que no es cómplice en la muerte de alguno, le pase el cuchillo por la garganta. Empero si el rey cree que solos aquéllos que acusan a todos y consultan sus castigos, están libres de todo pecado, inclinarase a ellos y no a la tierra; escribirá con su mano y no con la suya, y errará a dos manos. Díjoles Cristo nuestro Señor estas palabras: «y otra vez, inclinándose, escribía en la tierra. Y oyendo esto, uno tras otro se iban, empezando los más ancianos.» No se ha de inclinar el príncipe sola una vez a la clemencia, Señor, sino muchas. No le han de mudar de su inclinación con su malicia los malsines y delatores. Es opinión de muchos Padres y de doctísimos intérpretes, que en lo que Cristo escribió en la tierra los escribas y fariseos leyeron sus delitos y pecados propios, y que esto los obligó a irse avergonzados. No hay cosa más fácil que acusar uno a otro, ni más difícil que no tener el que acusa culpas que le pueda otro acusar. Sólo Cristo Jesús pudo decir: «¿Quién de vosotros me argüirá de pecado?». Cuando los malsines no se dan por entendidos de sus maldades, y obstinados prosiguen en acriminar las ajenas y en mudar la inclinación que el rey tiene de piedad a rigor, es ejemplo de Cristo, verdadero Rey, hacer que lean sus pecados, y escribírselos con su propia mano en la misma tierra a que se inclinó para perdonar a la acusada. Sepan los acusadores, que si ellos buscan y saben los delitos ajenos, que el rey sabe los suyos; y que si ellos los hallan, él se los escribe a ellos y hace que los lean. Tanto importa que sepa el príncipe las maldades de los que acusan, como las de los acusados. Y esto no aprovechará si viéndolos pertinaces en solicitar el castigo de otros, no se las dice, no se las escribe y no se las hace leer, pues ni desistirán de su envidia ni se conocerán. Y si se las escribe y hace leer y se las dice, se irán, dejarán su lado desembarazado de calumnias, y darán lugar a más benigna y decente asistencia.



Fuéronse, y quedando solos Cristo y la delincuente, levantando su rostro Jesús, la dijo: «Mujer, ¿dónde están los que te acusaban? ¿Ninguno te condenó?». Ella dijo: «Ninguno, Señor.» Dijo Jesús: «Ni yo te condenaré: vete, y no quieras pecar más.»
Señor, si condenase el que acusa, solamente habría hombres en las horcas, hogueras y cuchillos. Y si todos los pecados probados plenariamente se castigasen con la pena de la ley, pocos morirían por nacer mortales, muchos por delincuentes: fueran las sentencias desolación, y no remedio. Nada se comete más (dijo Séneca) que lo que más se castiga. Palabra es del Espíritu Santo: «No quieras ser justo demasiadamente.» Verdad es, Señor, que enmienda mucho el castigo; mas también es verdad que corrige mucho la clemencia, sin sangre ni horror. Y el perdonar tiene su parte de castigo en el delincuente que con vergüenza reconoce indigno su delito del perdón que le concede la misericordia del rey.



Señor, pasar de los acusadores a las traiciones, ni es dejar de tratar de aquéllos, ni empezar a tratar de éstas. De los dos se habla, hablando de cada uno. En aquéllos traté de Judas, y Judas es el mayor traidor. Considerando sus acciones, daré a conocer a los que le imitaren. Cristo Jesús le escogió para uno de los doce apóstoles. Él lo dijo en el texto de este capítulo: «¿No os elegí yo a vosotros doce, y uno de vosotros es el diablo?». Y añade el Evangelista: «Hablaba de Judas Simón Iscariote, porque éste era quien lo había de vender, como fuese uno de los doce.» Tres consideraciones me son forzosas en estas palabras. La primera, que la primera vez que habló Cristo nuestro Señor del sacramento de la Eucaristía (que fue en este cap. 6 de San Juan), dijo que Judas era el diablo, previniendo que la noche en que le instituiría se le había de entrar Satanás en el corazón. La segunda, que habiéndole elegido Cristo entre los doce apóstoles por uno de ellos, dijo que era el diablo. ¡Grande enseñanza para los reyes de la tierra, a quien persuaden que reparen en la elección que hicieron del ministro que se hizo ruin y traidor, para no castigarle, para no darle a conocer, diciendo que es el diablo! La tercera, que al traidor no se le ha de callar nombre, ni sobrenombre, ni apellido, ni patria, para que sea conocido peligro tan infame. Aquí, diciendo que hablaba Cristo del traidor cuando dice «que uno era el diablo», dice el Evangelio: «Era Judas Simón Iscariote, que se interpreta Varón de Charioth.» En otra parte dice del mismo: «Era ladrón y robador: traía bolsas, en que recogía lo que daban.» Y hablando de San Judas, añade: «No el Judas que le había de vender.» Apréndese del texto sagrado cómo los han de tratar los príncipes, y las señas que tienen los traidores, y cómo han de escribir de ellos los cronistas, refiriendo todas sus señas, y diciendo todos sus nombres, y no permitiendo que el ministro diablo se equivoque con el bueno y fiel.



He reparado que el sagrado Evangelista llama a Judas ladrón y robador, y no se lee en todo el Testamento Nuevo que hurtase nada, y esto dijo de él en la ocasión del ungüento de la Magdalena, donde no hurtó cosa alguna. Señor, en esta ocasión del ungüento, ya que Judas no hurtó el ungüento, se metió a arbitrista; y en todos los cuatro evangelios no se lee otro arbitrio, ni que escriba ni fariseo tuviese desvergüenza de dar a Cristo Jesús arbitrio. Que Judas fue arbitrista, y que el suyo fue arbitrio, ya se ve; pues sus palabras fueron «que se podía vender el ungüento, y darse a los pobres.» Resta averiguar si el arbitrista es ladrón. No sólo es ladrón, sino robador. Por esto no se contentó el texto sagrado con llamarlo Fur, sino justamente Latro; Fur erat, et latro. «Era robador y ladrón.» Sólo el arbitrista hurta toda la república, y en ella uno por uno a todos. Tránsito es para traidor, arbitrista; y no hay traición sin arbitrio. Judas le dio para vender a Cristo y para entregarle: arbitrio fue la venta. No le faltó a Judas el entremetimiento tan propio de los arbitristas, pues sólo él metía la mano en el plato con su Señor. Al que dan el arbitrio, le quitan lo que come. Éstos, Señor, no sacan la mano del plato de su príncipe: quien quisiere conocerlos, búsquelos en su plato, que hallará su mano entregada en su alimento. En toda la vida de Cristo no se hace mención de Judas, sino en arbitrio y traición. Y debe ponderarse que sólo en el huerto le hizo caricias, besó a Cristo y le saludó, llamándole Rabbi, Maestro. Mucho deben temerse aquellos ministros que son arbitristas, y meten la mano en el plato con su señor, y sólo le saludan, y agasajan y besan en el huerto.



Llamole Cristo amigo. Muchos que no le imitan en otra cosa, llaman amigos a los Judas que los están vendiendo. Imitan las palabras, mas no el misterio de ellas ni la intención del Hijo de Dios que las pronunció. Esto no es imitarle, sino ofenderle; porque quien ama el peligro, perecerá en él. Señor, no es sólo traidor y Judas el que vende a su rey: Judas y traidor es quien le compra, y le hace mercader de sí propio y mercancía para sí, comprándole el oficio con el ocio, y los deleites que le da por él, con los divertimientos a que le inclina y entrega.