Política de Dios, gobierno de Cristo/Parte II/XXII

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Política de Dios, gobierno de Cristo
de Francisco de Quevedo y Villegas
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Cómo ha de ser la elección de capitán general y de los soldados, para el ministerio de la guerra: contrarios eventos o sucesos de la justa o injusta; y el conocimiento cierto de estas calidades
Post mortem Josue consuluerunt filii Israel Dominum, dicentes: Quis ascendet ante nos contra Chananaeum, et erit dux belli?
Tiene grandes prerrogativas la materia de la guerra y la elección de capitán general, para que a ella preceda el consultarla con Dios. Él se llama Dios de los ejércitos, y así le llama la Sagrada Escritura. David no tuvo guerra, ni se defendió de enemigos, ni los venció, sin que precediese esta consulta. De las acciones humanas ninguna es tan peligrosa, ni de tanto daño, ni asistida de tan perniciosas pasiones, envidia, venganza, codicia, soberbia, locura, rabia, ignorancia: unas la ocasionan, otras la admiten. Es muy difícil el justificar las causas de una guerra: muchas son justas en la relación, pocas en el hecho; y la que raras veces es justificada con verdad, es más raro limpiarse de circunstancias que la disfamen. Las que Dios no manda, desventuradamente se aventuran; y en las que él manda, no es dispensable, sin consultarle y sin su decreto, el nombrar capitán general que gobierne en ellas. Lo que en el Testamento viejo despachó el coloquio con Dios, hoy lo negocia la oración de Dios, los sacrificios. Los hombres juzgan de otros por lo que saben; es poco: por lo que ven; es corto: por lo que oyen; es dudoso: por felices sucesos; tiene menos riesgo, y el engaño más honesta disculpa; mas ninguna desquita los arrepentimientos de los días y de las ocasiones. Victorias conseguidas por estos medios, medios son de vencimientos y persuasión para ruinas. Es materia que está fuera de la presunción del seso humano.
Adviértase que no sólo se ha de pedir a Dios nombre capitán, sino que se ha de saber pedir, no para que los envíe ni los mande con las órdenes solas, sino quien vaya delante en la guerra y en el peligro: «¿Quién subirá contra el cananeo delante de nosotros?». No basta que vaya con ellos, si no va delante. Más importa que yendo delante le vean los soldados pelear a él, que no que yendo detrás vea él pelear a los soldados, cuanto es más eficaz mandar con el ejemplo que con mandatos; más quiere el soldado llevar los ojos en las espaldas de su capitán, que traer los ojos de su capitán a sus espaldas. Lo que se manda se oye, lo que se ve se imita. Quien ordena lo que no hace, deshace lo que ordena:
«Dijo el Señor: Judas subirá». ¡Breve y ajustado decreto? Elígeles el general, y con la condición que le piden. Dijeron: «¿Quién subirá delante de nosotros?». Responde: «Judas subirá». Saber pedir a Dios, es el arte de alcanzar lo que se pide.



«Y dijo Judas a Simeón su hermano: Sube conmigo a mi suerte, y combate contra el cananeo, y yo después iré contigo a tu suerte. Y fue con él Simeón». El pueblo pidió capitán a Dios, que subiese delante de ellos; diosele Dios con promesa de la victoria: «Y respondió el Señor: Judas irá; porque yo he puesto la tierra en sus manos». Pues, ¿cómo Judas, siendo él sólo nombrado, dice a su hermano Simeón que suba con él, y parte con otro el cargo que Dios le dio a él sólo? Parece desconfianza de la victoria que le prometió: esto parece, mas no lo es. Toca al Dios de los ejércitos nombrar al general y dar la victoria que puede dar él sólo; empero deja los medios al hombre. Dejó a Judas el hacer las confederaciones y alianzas: sabía que era advertido en hacerlas. Hízola con su hermano Simeón, no por hermano, que todos lo eran, sino por más vecino a su tribu, cuyas ciudades estaban no sólo juntas sino mezcladas, por más amigo con experiencias repetidas. El socorro apartado menos dañoso es cuando se niega, que cuando se tarda: previénese el que no le espera; engáñase el que le aguarda; emprende lo que solo no pudiera, juzgándose asistido, y hállase solo. Por eso dice el Espíritu Santo en los Proverbios: «Mejor es el amigo cerca, que el hermano lejos». En nuestro caso hay cerca hermano y amigo: Quien hace liga con príncipe distante, prevéngase a quejarse de sí, si viene después que le hubo menester; y si no viene, de él y de sí.
«Entregó Dios en las manos de Judas al cananeo y al fereceo, y degollaron en Bezec diez mil hombres. Y hallaron a Adoni-bezec en Bezec, y pelearon contra él, y vencieron al cananeo y al fereceo. Empero huyó Adonibezec: siguiéronle y aprisionáronle, cortándole las extremidades de las manos y de los pies. Y dijo Adonibezec: Setenta reyes cogían las migajas que me sobraban debajo de mi mesa, cortadas las extremidades de las manos y de los pies: como yo lo hice, así lo hizo Dios conmigo. Lleváronle consigo a Jerusalén, y allí murió».



Guerra que es instrumento de la venganza de Dios en sus enemigos, en su justicia se justifica. Asistir a la causa de Dios es ser ministros suyos; ser medio de su providencia es calificación de la victoria. Cogen a Adoni-bezec, y córtanle las extremidades de los pies y manos, y confiesa él mismo que Dios hizo con él lo que él con setenta reyes. Sepan setenta reyes que pueden ser despedazados de uno; y sepa el que los despedazó, que puede ser despedazado, y que cada uno se condena, en lo mismo que hace padecer, a padecer lo mismo.
Enojose Dios con su pueblo. ¿Por qué? Porque mandándole que no perdonase a sus enemigos, los perdonó. Quien perdona a los enemigos de Dios, no es piadoso por Dios: es rebelado contra Dios. Excitó Dios por esto enemigos que le oprimieron: abrioles los ojos la calamidad, que es el colirio de los que ciega el pecado. «Y los hijos de Israel volvieron a hacer el mal delante del Señor, después de la muerte de Aod. Y entregolos el Señor en manos de Jabin, rey de Canaán, que reinó en Asor». Cuando entrega Dios una república o una nación en manos de sus enemigos, negociación es de sus culpas. El pecado es período de los imperios y la cláusula de las dominaciones y ejércitos. Menos hace lo que los enemigos pueden, que lo que las culpas merecen. Quien quisiere vencer, no se deje vencer de las ofensas de Dios: «Había una profetisa llamada Débora, mujer de Lapidoth: ésta en aquel tiempo gobernaba el pueblo. Y sentábase debajo de una palma que tenía su mismo nombre, entre Rama y Bethel, en el monte de Efraím; y venían a ella los hijos de Israel en todos sus litigios. Ella envió a llamar a Barac, hijo de Abinoem de Cedes de Néftali, y díjole:



El Señor Dios de Israel te manda; ve, y lleva el ejército al monte Tabor, y tomarás contigo diez mil combatientes de los hijos de Néftali y de los hijos de Zabulón; y yo haré que vengan a ti en el lugar del arroyo de Cisón, Sísara, general del ejército de Jabin, y sus carros y toda su gente, y los pondré en tu mano. Y díjole Barac: Si vienes conmigo, iré; mas si no quieres venir conmigo, no iré. Ella le respondió: Bien está, yo iré; empero esta vez no se atribuirá a ti la victoria, porque Sísara será vencido de una mujer. Dicho esto, Débora se levantó y fue con Barac a Cedes». Dice Débora a Barac que Dios le manda que vaya a la guerra con diez mil hombres, y que vencerá a sus enemigos; y él responde a Débora que si ella va con él, irá; y si no, que no irá. Parece desconfianza de la palabra de Dios, y que duda de que yendo solo tendrá la victoria. Responde Débora: «Yo iré; empero esta vez no se atribuirá a ti la victoria, porque Sísara será vencido de una mujer. Dicho esto, Débora se levantó, y fue con Barac a Cedes».
La más recóndita doctrina militar se abrevia en este suceso. Si yo sé desañudarla de las palabras, deberanme los príncipes y soldados la más útil lección. Llevar Barac consigo a Débora, mujer con quien o por quién habla Dios, no es desconfiar de su promesa, sino acompañarse de su ministro. Quiere ir, porque le dice Débora que vaya de parte de Dios; y no quiere ir sin Débora, mujer santa, favorecida de Dios: obedece el mandato, y reverencia la mensajera. Quien se acompaña de los favorecidos de Dios, asegurar quiere lo que por ellos les manda Dios.



Bajemos a lo político. Mandar ir a la guerra a otros, y si es necesario, no ir quien lo manda, aun en una mujer no lo consiente Dios. Por esto fue Débora con Barac luego que él dijo no iría si ella no iba. Los instrumentos de Dios no rehúsan poner las manos en lo que de su parte mandan a otro que las ponga. Esto en Barac fue obedecer y saber obedecer, y en Débora dar la orden y saberla dar; ser ayuda al suceso, no inconveniente. Puso Dios este ejemplo en una mujer, porque ningún hombre le pudiese rehusar, y porque quien le rehusase fuese tenido por menos que mujer.
No es menos importante la doctrina que se sigue. Dice Débora que irá con Barac; empero que la victoria de Sísara no sería suya, sino de una mujer: cosa que parece había de disgustar a Barac y desazonarle, y orden en que retrocedía con disfavor suyo la gloria que se le prometió sólo en la orden primera. No obstante esto, Barac fue y obedeció.



¿Cuántas plazas se han perdido, cuántas ocasiones, y por ellas batallas de mar y tierra, sólo por llevar o no la avanguardia, tener este o aquel puesto, lado izquierdo o derecho, sobre quién ha de dar las órdenes y a quién toca mandar? Son tantas, que casi todas las pérdidas han sido por estas competencias, más que por el valor de los contrarios. Generales y cabos que gastan lo belicoso en porfiar unos con otros, al cabo son la mejor disposición para la victoria del enemigo. Hombres que no quieren que mande más la necesidad del socorro que sus puntillos, y la oportunidad en acometer que su presunción, en más precio tienen el entonamiento, que la victoria. A los que no concierta el bien público, más debe temerlos el que los envía que quien los aguarda. Y es de advertir que esto es por melindres personales y sobre ir a cosa contingente. Empero Barac, en jornada que le manda Dios hacer, donde la victoria era indubitable, pleitea el que Débora, mujer, vaya con él, asegurando en su compañía el suceso. Y diciéndole Débora que irá, mas que la gloria de la muerte de Sísara no ha de ser suya, sino de otra mujer cuyo nombre fue Jael, no mostró sentimiento, no porfió, no alegó el sexo, ni el ser electo por capitán general él solo. Contentose con la mayoría de obedecer y con el mérito de no replicar: venció ejército formidable; borró con su propia sangre los blasones de tan innumerable soberbia; obligó a que Sísara desconfiase del carro falcado, y huyese. Lleváronle vergonzosamente sus pies a la casa de Jael, que le recibió blanda y le habló amorosa, y le escondió diligente donde descansase; pidiole agua, fatigado de la sed; diole a beber en su lugar leche; bebió en ella sueño, que no se contentó con ser hermano de la muerte, sino padre: dormido, le pasó con un clavo que arrancó las sienes; buscó próvida la parte más sin resistencia al golpe y más dispuesta a perder luego todos los sentidos con él. Desempeñose la promesa que por Débora hizo Dios a Barac y a Jael. Barac venció a fuerza de armas, asistido del poder de Dios; Jael, como mujer, llamándole mi senor, escondiéndole y regalándole con astucia prudente (esto significa la voz hebrea), cada uno con las armas de su naturaleza. ¿De qué otro ingenio pudo ser estratagema tan a propósito, como al que pide agua para matar su sed, darle leche para matarle la vida, y acostarle en la muerte? No es menos ofensiva arma la caricia en las mujeres, que la espada en los hombres: de ésta se huye, y esotra se busca. Cante Débora igualmente las hazañas de Barac con todo un ejército, y las de Jael con un clavo. Aquéllas constaron de mucho hierro y sangre; ésta de poco hierro y leche. En la causa de Dios tanto vale un clavo como un ejército; y la leche combate es y munición, y no alimento.



En viéndose vengados y defendidos, vuelven a pecar, y de nuevo provoca el pueblo de Dios con delitos su enojo; castígalos al instante con los mandianitas, desolándolos. La mayor piedad de Dios con su pueblo fue el castigarle a raíz de la culpa y prevaricación, sin dilatar en su paciencia el castigo, favor que no hizo a otros. No es opinión mía, es aforismo sagrado, que yo advertí con admiración religiosa en el libro segundo de los Macabeos: «Porque señal es de grande beneficio no permitir a los pecadores largo tiempo el obrar según su voluntad, sino aplicar desde luego el castigo. Porque el Señor, no como con las otras naciones que sufre con paciencia para castigarlas en el colmo de sus pecados, cuando viniere el día del juicio, lo ordenó así con nosotros.» Más se ha de temer por el pecador la paciencia de Dios, que el castigo: aquélla le agrava y le crece cuanto le dilata; éste advierte al pecador y le corrige. República tolerada en pecados y abominaciones en la paciencia de Dios, atesora ruinas. Las palabras referidas son doctrina y pronósticos, no por conjeturas de los semblantes del cielo, sino por palabras dictadas del Espíritu Santo. Estaba el pueblo de Dios en poder de sus delitos, y por eso en el último peligro: clamó a Dios para que le rescatase del poder de los madianitas, que ya tenían reducidos a ceniza sus campos y fortalezas. Arma Dios a Gedeón en su defensa. No hay más pérdida que apartarse de Dios, ni más ganancia que volverse a él. Manda a Gedeón juntar gente: formó numerosísimo ejército.



A la pluma se ha venido lo más importante del arte militar. Sólo Dios pudo y supo enseñarlo y verificarlo: doctrina y hazaña suya es. No está la victoria en juntar multitud de hombres, sino en saber desecharlos y elegirlos. El número no es fuerza: confía y burla más que vence. Muchos suelen contentarse con ser vocablo y blasón: en no los temiendo la vista, el corazón los desprecia; más dan que hacer a la aritmética, que a los contrarios. La multitud es confusión, y la batalla quiere orden. Pocas veces es la fanfarria defensa, muchas ruina. Dígalo Dios, porque no haya duda en tan importante advertimiento (Cap. 7 de los Jueces): «Y dijo el Señor a Gedeón: Mucho pueblo hay contigo, Madián no será entregado en tus manos; porque no se gloríe contra mí Israel, y diga: Con mis fuerzas me libré.» Reparó Dios en que era mucho el pueblo que Gedeón llevaba consigo, y dijo que no les entregaría a Madián; y la causa, porque no se alabe Israel y diga: «Con mis fuerzas me libré»; enseñando que la fuerza la estimarán por la multitud. Y para que sepan disponer sus empresas, añade: «Habla al pueblo, y haz publicar de manera que lo oigan todos: El que es medroso y cobarde, vuélvase. Y se retiraron del monte de Galaad, y se volvieron veintidós mil hombres del pueblo, y sólo quedaron diez mil.» Dos veces más eran los cobardes y medrosos que se volvieron, que los valientes que se quedaron: en que se conoce el peligro de los ejércitos grandes, que llevan muchos y tienen pocos; acometen como infinitos, y pelean como limitados. Más seguridad es que los despidan, que no que se huyan; no es el acierto muchos, sino buenos; junta los cobardes el poder, y descabálalos el miedo. El tímido, aunque le lleven a la guerra, no va a ella. Son los cobardes gasto hasta llegar, y estorbo en llegando. El que aguarda a conocerlos en la ocasión, tan necio es como ellos cobardes: nada se les debe dar con tanta razón como licencia. Por esto mandó a Gedeón Dios pregonase que los cobardes y medrosos se volviesen; y de treinta y dos mil se volvieron los veintidós.



Y porque no sólo basta expeler del ejército los cobardes, sino los valientes que lo son con su comodidad, achaque no menos peligroso, «dijo el Señor a Gedeón: Aun hay mucha gente, llévalos a las aguas, y allí los probaré; y el que yo te dijere que parta contigo, ése vaya; y al que le vedare el ir, vuélvase. Y habiendo descendido el pueblo a las aguas, dijo el Señor a Gedeón: Pondrás a un lado los que lamieren el agua con la lengua, como suelen hacer los perros; y los que hincaren la rodilla para beber estarán en otra parte. Y fue el número de los que habían lamido el agua, echándola con la mano en la boca, trescientos hombres: todo el resto de gente había doblado la rodilla para beber. Y dijo el Señor a Gedeón: Con los trescientos hombres que han lamido el agua, os libraré y pondré en tu mano a Madián; mas toda la otra gente vuélvase a sus casas.» Quedaron de treinta y dos mil, diez mil; y aun dice Dios que son muchos. Desecha por superfluo lo que no es útil; dice que los lleve a las aguas y que los pruebe; que los atentos a la ocasión, y que por hallarse prontos a lo que se ofreciere bebieren en pie, salpicándose con el agua las bocas (que es más lamer como perros que tragar), que ésos aparte, y sólo ésos lleve; y que a todos aquéllos que por beber más, y con más descanso y más a satisfacción de su sed, doblando las rodillas, bebieren de bruces, los despida y envíe a su tierra. Estos acomodados fueron nueve mil y setecientos, y los despidió; y los que pospusieron su comodidad a su obligación, solos trescientos; y con estos solos le mandó Dios que fuese: útil advertencia, y temeroso ejemplo para los príncipes.



Si de un ejército junto por Gedeón de treinta y dos mil hombres, se hallaron veintidós mil cobardes y nueve mil setecientos acomodados, y solos trescientos valientes y sin aquel achaque, y por eso solamente útiles y dignos de la victoria, ¿qué se debe temer y expurgar en los ejércitos de aquel y de mayor y menor número? Valientes con su comodidad sólo difieren, en el nombre, de los cobardes, no en los efectos. Ser inútil por tener temor de otro, o por tenerse amor a sí, no es diferente en las obras. No hallarse en la ocasión por no dejar de comer, por acabarse de vestir o armar a su gusto, por no dejar de dormir algo más, o por dormir desnudo, es huir sin moverse, y no es menos infame que corriendo. Medrosos y valientes acomodados no son gente de cuenta. Por eso aunque vayan treinta y un mil setecientos, no hacen número, y trescientos solos lo hacen. No ha de juntar los ejércitos la aritmética, sino el juicio. En los ejércitos del guarismo halla el suceso muchos yerros en las sumas, échale fuera muchas partidas. Quien pesa y no cuenta ejércitos y votos, más seguramente determina, y más felizmente pelea. Llevar muchos soldados y malos, o pocos y buenos, es tener el caudal en oro o abreviado en el valor, o padecerle, carga multiplicada en número y peso bajo. Los bultos ocupan y la virtud obra.



Jerjes barrió en soledad sus reinos; sin elegir la gente llevó tanta, que si los enemigos no podían contarla, él no podía regirla: venció la hambre de su diluvio de hombres las cosechas desapareciéndolas, y su sed los ríos enjugándolos; dejó desiertas sus tierras para poblar los desiertos; enseñó a la mar a sufrir puente; ultrajó la libertad de los elementos; saliose, a poder de confusión armada, con ser pesadumbre a la naturaleza. Estos afanes mecánicos obró con el sudor de la multitud; mas peleando, antes fue vencido de pocos, que supiese que peleaban. Volvió huyendo, como dice Juvenal (Sat., 10), con sola una nave, navegando en el mar la sangre de los suyos, y tropezando la proa en los cadáveres de su gente, que la impedían la fuga vergonzosa. Roma, con el aviso de haber Aníbal vencido las nieves y alturas de los Alpes y entrado en Italia, obedeciendo al susto por consejo, se desató de pueblo y nobleza para oponérsele formidable. Diose la batalla en Canas, y de tan ostentosa multitud apenas se le escapó a la muerte una vida que contase la ruina. Diferentes son el oficio del ciudadano y del soldado. Ésa fue la causa de la pérdida, y por esto Aníbal decía que los romanos sólo en su tierra podían ser vencidos, y que en la ajena eran invencibles. Los que estaban fuera todos militaban y sabían el arte, y tenían la medra en la victoria, y tenían con almas venales acostumbrados los oídos a estas dos voces: mata, muere. Los que en su patria poblaban las ciudades y lugares, acostumbrados al descuido de la paz y a los desacuerdos del ocio, enseñados a servir a la toga y a reverenciar las leyes, y sólo atentos al lustre de sus familias y a su comodidad, cuando los junte la necesidad y la obligación, cumplen con ella sólo con morir contentos con saber por qué, sin saber cómo. Esto que Aníbal verificó en Roma, poca excepción puede padecer en otra ninguna gente. La nobleza junta es peligrosísima, porque ni sabe mandar, ni obedecer. Esta parte fue tan auxiliar a Aníbal, que midió a fanegas las ejecutorias; que entonces los anillos lo eran para la nobleza. Pompeyo amontonó naciones, y de avenidas de bárbaros discordes fabricó, en vez de ejército, un monstruo, en la cantidad prodigioso. Había ya con la paz desaprendido el capitán. César, que fue con legiones escogidas y ejercitadas, le rompió sin otro trabajo que el de haber de degollar tan pocos a tantos.



Acerquémonos a nosotros. El rey don Sebastián se llevó su reino consigo, y no sólo los nobles sino sus herederos, aun sin edad bastante para oír la guerra si se la contaran. Perdió la jornada miserablemente; murió él, y de todos, siendo tantos, nadie escapó de muerto o cautivo. La armada de Inglaterra que juntó el señor rey don Felipe II, cuyo nombre y relación sólo pudo conquistar para su pérdida, que tanto quebrantó la monarquía, adoleció de abundancia de nobles novicios, que con fidelísimo celo llevaron peso a los bajeles, discordia al gobierno, embarazo a las órdenes, y estorbo a los soldados de fortuna.



Otros muchos ejemplos pudiera referir; mas éstos son bastantemente ilustres, lastimosos y conocidos por los príncipes y los capitanes generales, y los sucesos. Y siempre que no se imitare lo que Gedeón ejecutó por mandado de Dios en dar licencia a los cobardes para volverse o quedarse, y a los valientes acomodados, se podrán repetir las calamidades referidas en ejércitos, y generales, y príncipes, y provincias. Cierto es que pues Dios con alistar mosquitos vence, y sin otro medio que quererlo, que pudiera vencer a los madianitas con los tímidos y acomodados, como con los trescientos valientes; empero hasta en lo que obra su poder nos enseña cómo hemos de obrar con el nuestro, sin excluir las causas naturales. Sepan los príncipes, que pues Dios, que para vencer no necesita de valientes ni cobardes, escoge valientes, que ellos no pueden vencer sin ellos. No han de presumir aun con ellos, y mucho menos valiéndose de los cobardes. Dios, que es (como dice el salmo) el que solo hace milagros, no quiso que fuese milagro todo, y se sirvió de ministros naturales. Nadie pretenda que todo sea milagro, que es antes persuasión del descuido que de la piedad religiosa. Peleó Gedeón y los trescientos, y en milagro tan grande tuvieron lugar y aclamación. Quien sirve y obedece a Dios, ni litiga el premio ni mendiga el sueldo. En el capítulo 7, al embestir (como acá decimos Santiago, otros San Dionís, otros San Jorge) aclamaron igualmente: «Espada de Dios y de Gedeón.» No se dedigna el Dios de los ejércitos de que la espada que pelea por él sea invocada con la suya. No sólo permitió que los soldados lo gritasen, sino que Gedeón se lo mandase. Con mucha elegancia dispone el parafrastes caldeo aquel grito, cuando Gedeón les mandó que dijesen: «A Dios, y a Gedeón.»