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Porrazos

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Porrazos

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-«¡Pataplum! si no le digo que son locos... y el otro, ahora ¡zas! ¡Qué bárbaros!

-¡Mira; el montón!»

Y era como para mirar. La vaca, cortada del rodeo, iba disparando al viento, y dos gauchos, persiguiéndola a todo correr para atajarla, la iban a alcanzar, cuando rodó el animal, y, cayéndose al suelo, tendió sin querer una trampa tan repentina a sus perseguidores, que ambos vinieron a caer sobre ella; no dándoles tiempo para levantarse, otro jinete, que venía en su ayuda, y, que llegó justito para entreverarse con caballo y todo, y completar el enredo.

-«Siete bestias, dijo uno.

-Al barrer, completó otro.»

Ya se habían levantado, parado y sacudido los jinetes caídos, los caballos y la vaca, la cual, abombada por tanto golpe, se volvía trotando, al rodeo.

-«Buenos chambones, les dijo el mayordomo, cuando llegaron; atropellar, en vez de abrirse. ¿Les habrán parecido pocos los tres rengos que ya andan en el rodeo?

-Qué golpe, patrón, contestó el más viejo, con aire lastimero. El pecho es lo que me duele. Voy hasta la estancia, a pedirle un poco de aguardiente a doña Sofía para refregármelo.

-Sí, por dentro: murmuró el mayordomo. Bueno, anda, anda; y volvé pronto.

-Traigase la botella, don Victoriano, que también hemos rodado, le gritó uno de los compañeros.»

No hay piedras en la Pampa, por suerte, y los golpes, casi siempre, son amortiguados por el pasto y el suelo blando: pero son tantas las ocasiones de sacudirse porrazos, que en la cantidad, no deja de haber algunos que resultan, de cuenta; y son frecuentes, sino las desgracias, por lo menos, los accidentes. Es cierto que la mayor parte de las rodadas sólo sirven para poner en ridículo al caballo y lucir al paisano.

Por bueno que sea un animal, es difícil que, de vez en cuando, no le toque rodar. En un galope largo, se le acaban por cansar las manos, y no es difícil que afloje, a ratos; tanto el jinete como el caballo van medio dormidos, y cualquier tronco de paja, o la traicionera cueva del peludo, suelen ser ocasiones de rodadas repentinas, irresistibles. En esos casos, es cuando se ve que jinetear sabemos todos, pero que salir parado es la llave.

Nadie hace caso de una espantada, y si, por casualidad, por un descuido o por no saber, deja uno, impresa en el suelo, la imagen redonda del piso bajo de su individuo, no es de mayor gravedad; se levanta y vuelve a montar; si está solo, se sonríe, geteando; si anda acompañado, los compañeros son los que se ríen.

La rodada es de mayores peripecias, y por ella, se puede juzgar, en un momento, el valor de un jinete. El que salga apretado, que no se meta a domador; el que sale por entre las orejas del caballo y se va a parar... de narices en el suelo, poco sirve. Si la rodada ha sido muy fuerte, como tendremos la finura de suponer, le aconsejaremos de alejarse corriendo, o siquiera, gateando, para evitar que el mancarrón se le venga encima, con todo su peso.

Otros hay, -estos son ya gauchos-, que salen disparando y dejan el caballo caer o levantarse, como le parezca; pero el verdadero jinete sabe agregar a la agilidad salvadora, la serenidad impecable, que sola, le permite conservar, en lo más recio del trance, la perfecta limpieza de actitud, la exquisita sobriedad de gestos, la elegante corrección del hombre verdaderamente fuerte y dueño de sí.

En el mismo momento de tropezar el caballo, el jinete boleó la pierna, soltó la rienda, y se quedó impasible, de pie, esperando -sin dejar la punta del largo cabestro- que el mancarrón que todavía tambalea, se venga, después de un corto momento de reflexión sobre la instabilidad de las cosas de este mundo, a tenderse largo a largo, a los pies del amo. Si el gaucho está sólo, se sonríe, desdeñoso; si anda acompañado, aplauden los compañeros. Las patadas son escasas; el caballo argentino es sumiso; así mismo no las busquen: no son confites.

Entre el surtido de porrazos que puede la equitación proporcionar al que tiene afán en comprar campo en la Pampa, hay uno, reservado sólo a los valientes que se quieren agauchar de veras. Un buen criollo no necesita estribos para montar, ni suplirlos por los pesados y complicados movimientos que algún panadero europeo, sin duda, habrá hecho conocer en la Argentina, ya que por «del panadero» se designa ese modo de montar, ayudándose con toda la fuerza de las muñecas.

Con un simple balanceo lleno de gracia, el gaucho deja caer la cabeza y el tronco, de tal modo que las piernas y la parte inferior del cuerpo se encuentran asentadas en el lomo del caballo, sin salto, casi sin esfuerzo aparente, con una suavidad de pájaro que se posa, y sucede que, para imitarlo, el novicio calcula mal el apalancamiento, exagera el esfuerzo y cae del otro lado. ¡Qué risa, señor!...

Y el niño, por supuesto, también quiere galopar, y taquea con enojo el petizo con los botincitos, y tanto le pega con el rebenque que, al fin se movió el animal, y empezó a trotear; al enojo sucede un relámpago de gozo, en la carita rosada, que pronto da lugar a cierto recelo: las sacudidas se van haciendo muy fuertes, el niño tira de la rienda, el petizo se sujeta de golpe y ¡pumba! sonó en el suelo un golpe sordo. Acude la madre asustada, levanta al niño, y a un peón que le dice: «No es nada, patrona; a golpes se aprende;»

-«Los burros», contesta ella.

El niño ya no llora, y quiere montar otra vez: «con estribos,» dice. -«Eso sí que no,» interviene el padre; y tiene razón, pues, con estribos, de cómicos que son, los porrazos, muchas veces, se vuelven trágicos.