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Posfación a las Memorias Íntimas - Capítulo VIII

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Obras Completas de Eusebio Blasco
Tomo IV, Posfación a las Memorias Íntimas.
Posfación, Capítulo VIII
de Nicasio Mariscal

Nota: se ha conservado la ortografía original, excepto en el caso de la preposición á.


VIII

Fué motivo, también, de nuestras conversaciones reanudado en tres ó cuatro veladas sucesivas, un español, un aragonés de hace veinte siglos, pero en quien el crítico nacional que lo estudie con algún detenimiento encontrará cosas y rasgos que vemos todos los días en los más genuinos representantes de nuestra actual cultura literaria. Me refiero con esto al poeta bilbilitano Marco Valerio Marcial.

Me habló una noche, mi llorado amigo, de sus deseos de pasar una temporada en Calatayud, junto a las márgenes del Jalón, del ingrato Jalón que nace en Castilla y riega Aragón, según el dicho vulgar; y en broma, le dije yo que una empresa digna de un poeta aragonés moderno era ver si descubría el sepulcro de Marcial.

Al oir este nombre se apresuró a decirme: —Hombre, es poeta éste con el que, además del de ser nacidos en la misma tierra, creo tener algunos puntos de contacto.

—En efecto— le contesté—, se parecen ustedes en muchas cosas: primero'y principalmente, en su amor al patrio suelo. He visto pocos poetas que tanto se ocupen en sus producciones de los lugares en que nacieron y junto a los cuales trascurrieron los venturosos días de su primera edad, como Marcial y como usted. En su libro Corazonadas tiene usted una composición, que si mal no recuerdo se titula Nostalgia, que parece escrita, no en París y por un poeta moderno, sino en la Roma antigua y por el gran poeta latino; así como algunas producciones de éste, pudiera usted suscribirlas, cambiando los nombres antiguos por los modernos. Tal sucede, por ejemplo, con las que dedica al personaje celtíbero Liciniano, que abandona definitivamente Roma por el país; a Lucio y Manio, paisanos nuestros también; a Juvenal, a su esposa Marcela, etcétera. La terminación de Nostalgia no parece sino una libre traducción del pensamiento fundamental del epigrama dedicado al célebre satírico latino. Habla en él, Marcial, de los placeres del campo anejos al grato cultivo de la tierra, y dice para concluir:

Sic me vivere, sic juvat perire [1];

y usted, termina su sentida poesía, que es un canto de amor y de eterno recuerdo a la tierra natal, exclamando:

«¡Señor, tú que adivinas lo que ambiciona el almar
»por premio a los afanes con que al azar viví,
a morir déjame un día labrando en paz y en calma,
humilde y olvidado, la tierra en que nací!»

¿Se quiere una comunidad de pensamientos más perfecta?

Se parecen ustedes, también, en que los dos marcharon a lejanos países en busca de mejor fortuna; allí, alcanzaron más gloria que provecho, y la querencia de la patria les ha traído a morir en ella; y siguen ustedes siendo semejantes por su fecundidad literaria, por su gracia y buen humor, por la ingenuidad y lealtad de su carácter, por...

—Sí, sí, en todo eso nos parecemos—me interrumpió Blasco—; pero convendrá usted conmigo, amigo Mariscal, en que soy un escritor más decente y menos mordaz que nuestro antiguo paisano.

—Sobre esto—respondí yo a mi vez—, se ha exagerado mucho, se le ha vituperado en demasía sin tener en cuenta los tiempos en que Marcial vivió; sus usos y costumbres, tan diferentes de los nuestros; el que, en muchas cosas, la moral de entonces no consistía en lo que ahora entendemos por tal; que es muy difícil que un hombre, por mucho genio que tenga, prescinda del todo, en su vida y pensamientos, del medio social que le rodea; que Marcial, por su miserable situación, podía menos que cualquier otro desentenderse de los usos y sobreponerse a los prejuicios de aquella sociedad que, mal que bien, le alimentaba y le vestía; y, por último, que no hay ningún poeta de la antigüedad de quien se haya conservado lo que de él y, tanto por el genero de sus escritos como por la inmensa cantidad de ellos, podemos conocerlo en lo bueno y en lo malo mejor que a otros muchos, de quienes si se tuviera lo que se tiene de Marcial formaríamos otro concepto distinto que el que nos merecen. No podía ser malo un hombre que dice en el primer libro de sus epigramas, en la epístola al lector con que los encabeza, que «lo último que quiere que se alabe en él es el ingenio», y que más adelante confiesa que «si sus versos son libres su vida es irreprochable.[2] Y por lo que respecta a la licencia que reina en sus epigramas, nos ha conservado Marcial, nada menos que del emperador Augusto, seis versos en una de sus composiciones [3] que, en lo obscenos y en lo claros, dan quince y raya a los más desenvueltos de Marcial.

—¡Cómo ha estudiado usted, doctor, a nuestro compatriota de hace dos mil años! ¡Y cuánto me gustaría que me dijera todo lo que sabe acerca de él!—me indicó entonces Blasco.

—Sí, lo he estudiado; lo he estudiado con amor: no en balde procedo de tierra de Calatayud, soy bilbilitano como él. Epigrama por epigrama, he leído todas sus obras y visto mucho de lo que los críticos nacionales y extranjeros dicen de Marcial. He recorrido, con sus conceptos y anhelos patrióticos en la mente y sus versos latinos llenos de nombres celtíberos en los labios, los montes y las riberas, los valles y las colinas que él cita en sus catorce libros, y me he bañado, como él, en las frías y rápidas aguas del Causso y en las más templadas del Salo, y he cazado en los viñedos que hoy cubren las desnudas lomas donde arraigaban en tiempos sus pobladas selvas de Buberca, y he saboreado las deliciosas frutas de Botrodo y de Platea, y visitado con religioso recogimiento el Vadaverón, sagrado hoy como ayer, y bebido el agua incomparable de la caudalosa fuente de Dircenna, junto a la cual nací.

—¿Pero sería esa fuente la lamosa de Bijuesca de que tanto habla Mariana?—me preguntó Blasco.

—La misma ó, por lo menos, yo tal pienso; tal me complazco en creer; me hago la ilusión de que debía de ser esa, de que no podía ser otra, pues en sus versos, Marcial, no sólo habla de Bílbilis y lo que le rodea, sino que se deleita enumerando todo lo que encierra de curioso su amada Celtiberia y, desde el Tago, el de las arenas de oro, hasta el nevado Cauno, no deja nada de notable por citar. [4]

—Desde chico—me dijo entonces Blasco— no he vuelto a leer seriamente nada de Marcial» fuera de alguno de esos epigramas, modelos en su género, que los autores modernos, principalmente los franceses, se complacen, unas veces en traducir y otras en imitar ó acomodar a su lengua y gusto; tal como sucede, verbigracia, con el de La Harpe contra un mal abogado y con el de Voltaire sobre Leandro, el amante de Hero, calcados casi al pie de la letra sobre otros dos epigramas [5] de Marcial, que yo traduje cuando estudiaba humanidades y que le podría a usted recitar, ahora mismo, en latín y en francés. En aquella época sí que lo estudié, todo lo que un muchacho puede estudiarlo, y nos sabíamos de memoria su vida y sus aventuras, porque el buen padre que me enseñó el latín en Zaragoza tenía un verdadero culto por su paisano, mucho más que creo que era de Munébrega ó de Terrer—antes Monóbriga y Terrere, según él decía—casi suburbios de la antigua Bílbilis. De lo que entonces aprendí recuerdo que, el pobre Marco Valerio, era una especie de mendigo genial que, soñando con su patria, recorría las suntuosas calles de la soberbia Roma en busca de un hueso que roer ó un pingajo con que cubrir sus carnes

—¡Pobre Marcial!—respondíle; —en el fondo es verdad todo eso. Nuestro mísero compatriota, cual hacen hoy los jóvenes de provincia que se sienten con inteligencia y voluntad bastantes para abrirse paso en esta villa y corte de Madrid, dejó su pueblo a los veintiún años de edad, por la capital de la nación y del mundo, que olvidado tiene usted la que era entonces, y en ella penetró como gota de agua que cae en el Océano, pues si en la capital de un estado tan pequeño cual es hoy el nuestro, la competencia y la lucha por la vida en las distintas clases sociales son todavía muy grandes ¿qué no sucedería en Roma, cabeza del orbe y donde confluían todas las fuerzas vivas de aquel dilatadísimo imperio? No nos ha quedado más que el nombre de los que vencieron en esa lucha homérica que tuvieron que sostener para conseguir el triunfo y aun de éstos no conocemos todos, pues el tiempo se ha encargado de hacer la última selección, devorando muchos nombres aún de entre los vencedores; pero a juzgar por el gran número de millones de habitantes que llegó a contar aquel vasto imperio los que, a semejanza del joven celtíbero, acudirían a la capital en busca de fortuna debían de llamarse legión. Marcial no encontró a su llegada, como Lucano, por ejemplo, parientes ricos'y encumbrados que se encargaran de protegerle y de allanarle el camino, y tuvo que hacerlo todo a fuerza de ingenio, sin más armas que su osadía y su talento. La poesía producía entonces, poco más ó menos, lo que ha venido produciendo hasta hace muy pocos años, y digo hasta hace muy pocos años porque hoy han cambiado las circunstancias y los poetas, principalmente los dramáticos, van convirtiendo su antes solo honorífica profesión en una especie de industria lucrativa, y como no se ha oído nunca que las musas- frecuenten el trato de Mercurio, dios de los comerciantes y de los ladrones, de ahí que las producciones de muchos de los vates que ahora disfrutamos, ó mejor dicho padecemos, miren más bien al industrioso Hermes que no a las inspiradas deidades Melpómene ó T día, estén menos orientadas hacia el arte elevado y sublime que no hacia el trimestre vil y rastrero. Agotados, pues, los pocos recursos que, con una esmerada educación literaria, constituían todo el capital que los buenos campesinos bilbilitanos, padres de nuestro poeta, le pudieron entregar al darle, en la que había de ser eterna despedida, los últimos besos y abrazos, se halló Marcial solo en aquella ciudad babilónica, desconocido de todos y sin un protector que pudiera socorrerle en tan críticas circunstancias. Por fortuna su facilidad en versificar y la sal y pimienta de sus epigramas, debieron de llamar pronto la atención de los romanos hacía él, mas como no le vieron rodeado de los prestigios que dan el nacimiento ó la fortuna, se limitaron, el uno, a hacerle esperar, como su patrono, con la espórtula en la mano, la mísera ración que entre sus clientes distribuía; el otro, a regalarle, cuando el Soracta empezaba a lanzar sobre la ciudad de Rómulo las primeras escarchas, una toga de lana en buen uso, que él celebraba en versos inmortales [6] como si aquel abrigo de desecho fuera el manto de púrpura en que se envolvían los emperadores.

Cuando, ya más famoso, lo ocurrente y vivo de su ingenio le abrieron las puertas de los triclinios de aquellos opulentos señores, fué para sazonar con sus chistes los delicados manjares venidos exprofeso del Africa ó del Asia para el dichoso anfitrión. Concluído el banquete, y ebrios casi todos los comensales, pisaba Marcial a la mesa de los esclavos a apaciguar un hambre aguijoneado con la vista de tantos suculentos platos como habían desfilado ante sus ojos.

—De cuán poco le servían sus excesivas adulaciones a Nerón—me objetó Blasco al llegar aquí.

—¡Excesivas adulaciones! Esto han dicho algunos críticos casquivanos que no consideran más que el hecho escueto, sin tener en cuenta otras muchas circunstancias que se deben examinar antes de pronunciarse en ningún sentido. ¡Que adulaba al emperador! ¿Quién no le adulaba entonces? ¿Qué de extraño tiene que Marcial, un pobre poeta muerto de hambre y de frío, tratase de llamar la atención de Domiciano—que éste era y no Nerón el emperador a quien Marcial dedicó algunos epigramas—con frases ingeniosas, inspiradas en los cumplidos que era costumbre emplear al dirigirse al César, para que éste se dignara arrojarle algunas migajas sobrantes de su opípara mesa, si el Senado en masa, compuesto de lo más noble y rico del imperio, de hartos no de hambrientos, descendía con este mismo emperador y con otros tan malvados como él, con Tiberio, Calígula y Nerón, a las más bajas y denigrantes humillaciones? A quien deshonran estas adulaciones no es a Marcial, pues ya lo dijo Franklin «es difícil que un saco vacío se tenga de pie»,[7] sino a Pomiciano: a Domiciano que, viéndose ensalzado un día y otro día por las pocas cosas buenas que se podían contar de él — porque hay que fijarse en que Marcial no elogia en Domiciano sino lo honesto y loable; para sus actos viles ó crueles no tiene una palabra de alabanza—se limitaba a conceder al poeta sublime, cuyos versos iban a trasmitir a las generaciones más remotas los hechos dignos de un monarca que ejecutaba el hermano de Tito, en pago de tan señalada merced, honores y derechos que, en las especiales circunstancias en que el pobre Marcial se hallaba, casi parecían una burla, ó le regalaba una casucha en el campo tan ruinosa y desmantelada que ni tejas tenía que preservasen de la lluvia a sus moradores.

—En fin, menos mal que era solo y sin familia que sostener y, teniendo como tenía plato, vestido y espectáculos gratis—pues, si mal no recuerdo, no debía perder ni una fiesta del circo, a juzgar por los muchos versos que a estos juegos consagra—ya tenía todas sus necesidades cubiertas y saliéndole por una friolera, como ahora decimos—indicó entonces mi amigo Blasco.

¡Por una friolera! ¿Usted sabe lo que él tenía que trabajar para conseguir todo esto? Levantarse con el día; ir, lleno de frío, mal vestido, peor calzado, calle arriba, calle abajo; lloviendo, nevando; hasta la cabeza de todo, unas veces, cegado por el polvo que el cierzo levantaba, otras, en busca del pan de cada día. Esperar horas y más horas en glacial antesala el despertar del patrono, para luego dirigirle sus cumplidos a través de los cuales tenía que aparecer siempre un ingenio y un buen humor que no eran aquellas las mejores circunstancias para engendrar. Escribir, improvisar a voluntad de sus patronos, con pie, con asunto impuesto por el que mezquinamente retribuía su trabajo, sin ser dueño de elegir ni la ocasión, ni el instante, ni el motivo de sus producciones intelectuales, siendo un a modo de condenado a inspiraciones forzadas por toda la vida... ¡Inspiraciones forzadas! Usted, amigo Blasco, no debe de saber lo que es esto, qué suma de trabajo, cuánto esfuerzo mental supone el producir así, por poco que sea. En lo que sí tiene usted razón es en lo de los espectáculos: sin duda en aquella época ya debían de ser nuestros compatriotas muy amigos de presenciar las luchas de los hombres con los animales, y Marcial, como buen español, era aficionadísimo a los juegos del circo. Yo no sé cuántas composiciones poéticas dedica a Carpóforo y sus triunfos en las luchas que con las fieras sostenía. Hasta le dice en una de ellas que ha superado a Hércules en sus hazañas. [8] A otro gladiador, Hermes, le consagra una especie de letanía: «Hermes es tal cosa, Hermes es tal otra, Hermes es lo de más allá» [9], exclama, repitiendo por énfasis su nombre en todos los versos. Estos Carpóforo y Hermes debían de ser los Lagartijo y Frascuelo de entonces.

—Y Marcial el Lope de aquellos tiempos, porque su fama debió de ser inmensa—afirmó Blasco.

—Si; fué, como él mismo dice, el poeta favorito de Roma, el

 Toto notus in orbe Martialis
Arguíis Epigrammaton libellis

esto es «el Marcial conocido de todo el mundo por sus agudos epigramas.» [10] Sus versos los sabían de memoria todos los ciudadanos romanos, lo mismo los que vivían en la gran urbe metrópoli de aquel estado descomunal, que los que habitaban las más lejanas provincias del imperio. Los leía el centurión, acampado sobre el duro y helado suelo de la Germania, y el rico negociante de Gades ó Alejandría; el grave senador, que descansaba de las fatigas de la ciudad en su preciosa villa de la Campania, y la austera matrona, rodeada de sus afanosas esclavas en el oecxis corintio de su palacio.

Y se comprende un éxito semejante: los versos de Marcial eran el espejo en que se reflejaba la sociedad romana de aquella época, con todos sus vicios, con sus malas costumbres, pues ya lo decía el poeta, que no eran las suyas sino las de los otros las que él describía,[11] con todas sus cómicas y, a veces, ridículas debilidades. Las anécdotas picantes, las historias secretas y más ó menos fidedignas, las ¡menas ocurrencias de éste ó aquél, la crónica escandalosa de adulterios y liviandades de todo género, hallaban sitio en sus libros, refiriéndolos, con gracia y brevedad inimitables, en un par de versos agudos é intencionados.

—Según eso, los epigramas de Marcial son una especie de enciclopedia social de la época de los Césares, y no es el menor mérito de nuestro paisano haber sabido poner en verso cosas tan desemejantes y poco poéticas—me objetó Blasco.

—¿Enciclopedia? Vaya si es una enciclopedia la obra de Marcial. ¿Quiere usted creer que hasta la historia de la medicina le debería grandes descubrimientos, si hubiera muchos médicos ilustrados que, a imitación de lo que han hecho en estos últimos tiempos los doctores Meniére, Daremberg, Rosenbaun y Dupouy, tomaran a su cargo el desentrañar tantas cosas relacionadas con las ciencias biológicas como contienen sus eruditos versos? Y eso que Marcial debía de tener una gran inquina a los médicos, pues no hay insulto ni desvergüenza que no les diga, metiéndose, cuando el colega a quien elige como blanco de sus tiros es invulnerable, con su mujer ó sus hijas, si tienen algún lado flaco. Pero dejando a un lado estas venganzas que nuestro poeta tomaba de los personajes, grandes ó chicos, que le daban motivo de enojo, es lo cierto que en sus epigramas he encontrado cosas muy interesantes desde el punto de vista de mi profesión, como son, entre otras muchas que sería pesado enumerar, el conocimiento que indica de la sintomatología y el tratamiento de la histeria, de la génesis y etiología de la famosa fiebre hemitritea ó hemitritaica de Galeno y de la podagra y la quiragra y, por último, las claras alusiones que en varios pasajes de sus obras hace a una enfermedad que sino era la sífilis tenía con ella muchos puntos de contacto. Díganlo sino aquellos versos que usted comprenderá sin necesidad de que los traslade a nuestro idioma del honesto latín en que están escritos:

Méntula quum doleat puero; tibi, Naevole, culus: Non sum divinus, sed seto quid facías. [12]

Vea usted, por lo tanto, si existen motivos para asegurar que sus versos son una enciclopedia del siglo 1, y cuantos y cuan variados conocimientos atesoraba nuestro pobre Marcial. —Y, sin embargo, se moría de hambre—advirtió Blasco.

—Se moría de hambre; lo cual indica que en todos los tiempos el mérito a secas no es bastante para que gaste coche el que lo posee, y que también en Roma se hubiera acostado sin cenar Cervantes la noche que terminó su obra maestra y el esclavo de Camoens habría tenido que pedir limosna para que su indigente amo no pereciese de inanición.

—Tengo idea,—me dijo entonces Blasco,—de que Marcial salió al fin de aquella miserable situación casándose con una rica heredera aquí en España... ¿como pasó eso? Cuéntemelo usted, cuéntemelo usted.

—Es quizá el episodio más interesante y delicado de la vida de Marcial, episodio del que el verdadero protagonista no es Marcial sino la que fué luego su esposa: una mujer noble y magnánima como solo las cría el hermoso país que riegan el Ebro, el Jalón, el Huerva, el Gállego ...[13]

En una de esas noches que he descrito a usted y en la que el sin ventura Marco Valerio hacía las delicias de los comensales y parásitos de un viejo anticuario tan rico en dinero y en preciosidades de todas clases ,como avaro y mezquino en sus obsequios, y el -cual, según la bonita frase de Marcial, le hacia beber en la copa del viejo Priamo un vino mas nuevo que su nieto Astianacte; [14] noche en la ,que, como suele ahora decirse, se excedió Marcial a sí mismo en lo ocurrente, en lo oportuno, en lo agudo, en la facilidad en improvisar y en hallar siempre para el asunto más trivial, de las muchas insulseces que le proponían, frases ingeniosas y felices pensamientos conque presentarlo; en esa noche memorable de la vida del poeta y digna de eterno recuerdo para todos sus admiradores, principalmente para nosotros los aragoneses, pues por ella volvió a integrarse a la tierra originaria el «polvo animado», como dice nuestro paisano Zapata, de que se formara su ser material y que del «fértil suelo» patrio había recibido, entre las grandes damas romanas que le escuchaban embebecidas se encontraba una noble y rica joven celtíbera que había ido a pasar una temporada en Roma, la cual, ardía en deseos de oír y conocer a su célebre paisano, y cuyos ojos arrasaron varias veces las lágrimas durante esta larga velada, apreciando el mérito extraordinario del infortunado genio y viendo por su traje, por su aspecto y por lo que de él exigían, y que él se apresuraba a ejecutar, la profunda miseria en que había caído el poseedor de tan nobles cualidades y ricos talentos.

Terminó el suplicio a que sometían unos y otros el ingenio de Marcial; retiróse éste a su miserable tugurio, cuyo desvencijado mueblaje se complace en describir en sus epigramas, añadiendo que lo único que tenía de valor en tan pobre casa eran los volúmenes que encerraban las obras de sus escritores favoritos; pasó una noche más en brazos de la negra miseria; a la mañana siguiente llamaba a sus puertas la fortuna presentándosele bajo la forma de aquella hermosa celtíbera que la noche anterior no separaba la vista de él, alma grande y generosa que había comprendido todo el mérito, todo el sacrificio de su desgraciado compatriota y que, mitad por compasión mitad por la admiración que le inspiraba el poeta, sentía nacer en su alma un amor santo y sublime que iba a poner a los pies del genial mendigo con su mano, sus encantos y sus riquezas.

Marcial, creía que soñaba; pero cuando, después de oír aquella voz melodiosa que sonaba en sus oídos como el acento sobrenatural y compasivo de misteriosa deidad, vió avanzar a Marcela en actitud suplicante, con sus glandes ojos negros bañados por el llanto y, ya más serena, sentarse en el claudicante sitial que Marcial ocupaba, único que el poeta pudo ofrecerla, para decirle que su miseria había acabado ya, que de hoy más no tendría que pensar sino en ser feliz y en escribir epigramas cómo y cuándo quisiera, que las hermosas quintas y los espléndidos jardines que ella poseía en las riberas del Jalón le verían pronto amo y señor de todo ello, su alegría no tuvo límites, aceptó la mano y la fortuna de Marcela, dejó aquella soberbia Roma donde tanto había sufrido y porfiado, y partió para Bílbilis, la ciudad donde había nacido y en la que, gracias a la encantadora y noble Marcela, iba a esperar tranquilo y satisfecho el instante en que la madre Naturaleza le reclamase su postrer tributo.


—¡Oh, bendita sea mil veces esa Marcela incomparable que redimió de la miseria a nuestro poeta insigne y le trajo a la amada patria para que los átomos de que se formaba su cuerpo, se mezclaran con la tierra natal! Quien sabe si en el organismo de usted ó ea el mío habrá alguna partícula que haya pertenecido al cuerpo de Marcial—exclamó visiblemente emocionado Blasco. Y añadió después:—También yo vine a España de países extranjeros con mi Marcela, quiero decir con mi Mariana; pero yo no torné rico, sino tan pobre ó más que salí del patrio suelo, lleno de grandes proyectos y nobles ilusiones. Y diga usted—siguió diciendo—¿en la estatua, que supongo habrán erigido en Catalayud a su poeta Marcial, no hay algo que recuerde el proceder sublime de Marcela?

—Ya conoce usted a nuestros paisanos: no son de los que se entusiasman fácilmente, ni de los que se apresuran a honrar a los hijos ilustres de su país. Usted mismo se me ha lamentado muchas veces de esta indiferencia y apatía de nuestros, a pesar de filo, queridos coterráneos, por los genios que han brotado de su suelo. Y sino ¿cuánto tiempo ha sido necesario que transcurra para que caigan nuestros paisanos en la cuenta de que la epopeya de los sitios y el mártir de su deber en la noble causa de la defensa de los fueros merecen un monumento que conmemore tanto heroísmo en el primer caso, tanta abnegación en el segundo? Y esto no quiere decir que sea yo partidario de los fueros ni para nuestro país ni para ninguna otra región de España. Soy de opinión, como ya he dicho en otra parte, que no debe haber más que una ley para cada pueblo, de igual modo que opino, también, que no debe tener cada nación sino un idioma; pero no obsta el que así piense para que mutatis mutandis crea que se debe honrar a los que en circunstancias dadas han hecho el sacrificio de su vida por lo que ellos creían, y entonces era, una causa noble y legítima. Mas, en fin, aunque tarde, ya se hallan en camino de ejecución uno y otro monumento; pero ¿dónde están las estatuas del marqués de Villena, Servet, Zurita, Antonio Agustín, Antonio Pérez, los Argensolas, el venerable Palatox, Gracián, Luzán, Goya, Príncipe y tantos otros hombres ilustres como ha producido nuestra. tierra? D. Jaime I el Conquistador, el monarca más grande de la Edad Media; D. Alfonso V el Magnánimo, el principal impulsor del Renacimiento y uno de los reyes más sabios y heroicos que han existido, reclaman también las estatuas que, para perpetuar sus altos méritos, han debido elevarles los aragoneses. D. Fernando el Católico, al que los castellanos con un desconocimiento completo de la verdad y de la historia se empeñan en colocar por debajo de su esposa doña Isabel I, y el que, no obstante esa manera de pensar de los suyos, un escritor político castellano, D. Diego de Saavedra Fajardo, ofrece en sus Empresas políticas a la consideración del príncipe D. Baltasar Carlos, a quien éstas van dirigidas, como el modelo que ha tratado de diseñar en los ciento dos capítulos de que constan, cual «una planta de él—del príncipe político cristiano—, ó un espejo donde se represente como se representa en el menor la mayor ciudad», espera todavía de sus paisanos el desagravio a la estatua de la Castellana, aunque nosotros, más serios y justos, debemos pensar, no en erigir una sencilla efigie a nuestro antiguo soberano, sino en alzar un soberbio monumento que pregone los altos hechos de los Reyes Católicos, pues a nadie se le ocurre separar en el homenaje lo que la historia, la realidad, la costumbre y la obra común de ambos ilustres monarcas, que es la reconstitución de la nacionalidad española, tienen unido para siempre de un modo indisoluble.

Y menos mal que no nos ha dado a los aragoneses por levantar, como han hecho en otras partes, y en el sitio que debiera reservarse para las de los hombres verdaderamente ilustres, las efigies de los corifeos de la política contemporánea, las de los Cánovas, Sagastas, Elduayen y otros anergos por el estilo, en lo que respecta al engrandecimiento y prosperidad de la patria, que nada les debe desgraciadamente, y es más bien su acreedora, cuando no la victima de sus desaciertos; engrandecimiento y prosperidad de la patria, morales y materiales, que es lo único que debiera perpetuarse en mármoles y bronces, no los chismes de vecindad de esta política menuda que aquí se ha venido practicando y, lo que es peor, que no lleva camino de interrumpirse en mucho tiempo todavía.

Sobre esto de las estatuas alzadas a troche y moche, y casi siempre encumbrando en ellas más a los que menos altos están en la escala del verdadero merito, he pensado muchas veces en que si un viajero desconocedor de nuestra historia emprendiera un paseo por las calles y plazas de la capital a media noche, como el Don Cleofás de nuestro Vélez de Guevara, pero sin el acompañamiento del avisado Diablo Cojuelo y, por consiguiente, sin nadie que pudiera contestar a sus preguntas, y llegando al pie de cada estatuí de las que se alzan en Madrid reparara en las de Cervantes, Lope, Murillo, etc., y luego, alzando mucho su vista, se fijara en la de Cánovas, por ejemplo...

—Ya sé a donde va usted a parar, querido Doctor—dijo interrumpiéndome Blasco—; creería que el hombre más grande de todos ellos era este último, a quien saludaría como el Cisneros, el Richelieu, el Cavour ó el Bismarck de nuestro país y tiempo; a Cervantes lo tendría por un tenor de zarzuela y a Lope por el dómine Lucas, porque ¿cómo había de caber en su cabeza que el primero había sido tan sólo el jefe de un partido de gobierno, sin más títulos para la posteridad, pues por los literarios no es de suponer que le hubieran alzado tanto sobre su ciclópeo pedestal, y que los otros dos eran unos pobrecitos saludados en todo el mundo con los nombres de Príncipe y Fénix de los ingenios, Monstruo de la naturaleza, etc., etc.?

—Ha completado usted mi pensamiento, amigo Blasco. ¿Y qué diremos de las estatuas de los reyes? Pensar en que los dos monarcas peores de la casa de Austria—porque el nieto del primero é hijo del segundo ya no fué ni rey ni hombre, sino una sombra de ambas cosas— tienen sendas estatuas ecuestres, y que no 1» tiene el Rey Católico, ni el gran emperador Carlos V, ni el buen rey Carlos III, ni el valeroso príncipe D. Juan de Austria, a quien yo, poniéndole por modelo a nuestros jóvenes, le alzaría una gran estatua, llamándole, a imitación de lo que hacían en Roma con algunos césares, el Príncipe de la juventud española., saca de quicio a cualquiera que discurra como entre seres razonables se debe.


—Buena idea, amigo Mariscal, buena idea esa de la estatua e inscripción del gallardo D. Juan de Austria; de tópicos así necesitamos y no la echaré en saco roto, porque ese personaje, prescindiendo de por ser el protagonista de «la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos, ni esperan ver los venideros», mees sumamente simpático por sus cualidades personales, tan españolas, tan de su siglo. ¡Poder de la educación! Cualquiera dice que nuestro gran D. Juan era hijo de dos tudescos. Más parece hijo de su ayo el buen Luis Quijada... Y volviendo al origen de toda esta amena e interesante conversación sobre las estatuas, que es lástima que no se escriba y de la cual algo he de decir yo al público, Dios mediante: me voy temiendo que los de Calatayud no hayan caído en que es deber suyo erigir una buena estatua a su glorioso y viejo poeta.

—Y no les injuria usted, querido amigo, con esa suposición: en Calatayud no hay estatuado Marcial. Sólo me parece que hay una plaza, y no de las principales, que lleva su nombre.


—Pues es necesario animarles a que la erijan, y a que den el encargo a un Querol ó un Benlliure, indicándoles que más que estatua sea un grupo de Marcial y Marcela, pues tan merecida tiene la estatua el uno como la otra. Ya verá usted el partido que saben sacar cualquiera de estos dos escultores de esa poética leyenda del amor y la abnegación, verdaderamente sobrehumanos, que inspiró a la noble y hermosa joven celtíbera el ya machucho y no muy bien trajeado vate. ¿Y se sabe que lugar ocupaba Bílbilis? ¿Era el mismo en que está situado ahora Calatuyud?

—No, no era el mismo que ocupa hoy Calatayud; pero la famosa Bílbilis Augusta estaba situada en su término municipal, en un cerro llamado Bámbola, que dista tres kilómetros próximamente de dicha ciudad. Ya lo expresa Marcial en dos de sus epigramas: altam Bilbilim, la elevada Bílbilis, [15] y en otro lugar y refiriéndose a sus paisanos dice de ellos que son nacidos Bilbilis acri monti, en el áspero cerro de Bílbilis; [16] lo que excluye la idea de que pudiera estar en la parte que hoy ocupa Calatayud, que si de algo peca es precisamente de estar demasiado bajo y expuesto, por lo tanto, a inundaciones y a que quizá el mejor día, si fuerzan las aguas el famoso Azud sagrado, como creo que le llama el vulgo, desaparezca del mapa, como a poco sucede por los días del Corpus de 1878, en que me encontraba yo dentro de su agradable recinto.


¿Y se ven ruinas? ¿Han hecho alguna escavación?—siguió preguntándome Blasco.

—Se nota la dirección que llevaban las antiguas murallas, y algunos restos de la población celtíbero-latina. Respecto a excavaciones, no sé más sino que el conde de Guimerá, según refiere el docto D. Juan Agustín Cean-Bermúdez en el «Sumario de las antigüedades romanas que hay en España», encontró entre las ruinas barros saguntinos marcados con los sellos de los artífices, lo cual indica que hizo alguna excavación y que ésta no fué infructuosa.

—Pues nada, nada—exclamó con el mayor entusiasmo Blasco al llegar a este punto de nuestro coloquio—, es preciso que vayamos allí en cuanto dispongamos de unos miles de pesetas, y va usted a ver las excavaciones que hacemos y lo que vamos a descubrir en las ruinas de Bílbilis. ¿Quién sabe? puede que tropecemos con la tumba de Marcial y de Marcela; porque, por brutos que fueran nuestros paisanos de hace veinte siglos, no los irían a enterrar como a unos perros. Nos bañaremos en el Jalón, imitando a nuestro viejo poeta y aunque me cueste un reuma el chapuzonazo; beberemos agua de esa fuente de... vamos de Bijuesca, como dice Mariana, y subiremos en medio devota medio pagana romería al... ¿cómo le llamaba usted? Al Vada...

—El Vadaverón—dije yo.

—Eso es, al Vadaverón sagrado. .. Hombre, qué bonito título para una zarzuela de gran espectáculo: ¡El sagrado Vadaverón! Para descansar de nuestros trabajos arqueológicos la he de hacer cuando vayamos a Calatayud. Ya verá usted, ya verá usted: Aragón en tiempo de la dominación romana; templos por aquí, procesiones por allá; un sacrificio de cien toros blancos y un morueco negro; bailarinas de Gades y flautistas de Tiro; Marcial, Liciniano, Trajano Marcela, Juvenal, Manio, Lucio . .., por personajes principales; vestales, sacerdotes, legionarios, eméritos, pretorianos, gladiadores, etc. Algún cristiano ó cristiana nuevos que no quieren adorar a los dioses. El cesar ó él procónsul que se emperran en que han de sacrificar hasta en los altares del dios Priapo; Marcela y Marcial que interceden... Ya verá usted, ya verá usted.

Que así era aquel genio único en nuestros tiempos, el nieto legítimo de Lope, como le llamó Mariano de Cávia; con una imaginación y una fantasía creadoras tan grandes y tan inverosímilmente rápidas para concebir y producir que en el momento trazaba el plan de la obra más genial, abarcando con su prodigioso talento el conjunto de una época ó de un acontecimiento histórico con sólo cuatro palabras que se le apuntasen.

Me he extendido más de lo que tenía intención, y quizá de lo que debiera, en reproducir, con muchos de sus pormenores, las dos ó tres veladas que consagramos Blasco y yo a nuestro común paisano el glorioso escritor Marco Valerio Marcial; y digo que me he extendido más de lo que debiera, porque esto que mi pobre amigo y yo encontrábamos tan interesante, es muy posible que no interese a nadie en la actualidad y que, fuera de algún aragonés de tierra de Calatayud, amante de las glorias de su país, de los que ya hemos visto que no hay gran número, ó de algún iluso por el estilo de los interlocutores de la calle de Cervantes, almas soñadoras que ansiosas de más vida que la limitada del hombre y de la generación a que pertenecen se complacen en abismarse de cuando en cuando en las profundidades de la charmante antiquité, como dijo Voltaire, para desvanecer tan impenetrables tinieblas con la luz de su fantasía y hacerse la ilusión de que ven y oyen a todas aquellas sombras augustas que llenaron en pasados siglos con sus nobles figuras el escenario del mundo, y de que alternan y conviven con ellos, cosa que— entre paréntesis—sino colma la gaveta de dinero, extasía el alma de los que así son y les proporciona exquisitos goces y más que humanas emociones, no haya otros lectores para estas páginas que, en mal hora, me he comprometido a sumar a las precedentes de mi querido amigo Eusebio Blasco.

Demos aquí, pues, un corte a las muchas cosas que por decir nos quedan acerca de las tres inolvidables noches que pasamos haciendo, sino la novena, como dijo Cávia de cosa parecida, el triduo en honor de nuestro glorioso antepasado, el gran poeta latino; y consagremos las páginas en blanco que veo todavía sobre la mesa, en espera de que mi pluma las emborrone, a referir otras conversaciones y nuevas circunstancias de la interesante vida de mi buen amigo, que por ser testigo de las unas y partícipe de las otras puedo hacerlo en las obligadas condiciones de la más perfecta autenticidad.


  1. Libro XII, epigrama 18.
  2. Libro 1, epigrama 5.
  3. Libro XI, epigrama 20.
  4. Aunque sea en forma de nota y, por consiguiente, dejando al lector en libertad de leerla o no leerla, sin temor a que quede interrumpido el hilo del discurso, voy a consignar algunos de los motivos que tengo para creer que conozco muchos de los lugares citados por Marcial en sus libros, no obstante saber que sus comentadores suelen decir que no se han podido poner nunca de acuerdo los críticos acerca de este importante extremo de las obras del célebre poeta español. Y lo consigno aqui, aprovechando el relato de mis conversaciones con Blasco acerca de Marcial, por aquello de que a la ocasión la pintan calva, y porque, si bien serían mis deseos, como fueron los del poeta hispano-latino y los de Blasco, retirarme algún día a las orillas del Jalón a dejar allí en la madre tierra mis mortales despojos, en cuyo caso qué mejor ocupación podría dar a mis últimos días que escribir la vida de Marcial y poner en claro todos estos puntos, como pudiera suceder que no me sea dado verificar ni lo uno ni lo otro, evacuaré ahora esta diligencia por lo que pueda tronar. El Caussus debía de ser el río Piedra. En toda la antigua comunidad de Calatayud no hay un rio de corriente tan rápida ni de aguas tan frías. Cuando hace diez y nueve ó veinte años me bañaba yo en el Jalón, cuatro 6 cinco kilómetros más abajo de la desembocadura del Piedra en dicho río, al cruzar a la orilla derecha, que es el lado en que desagua el último en el primero, notaba la frialdad de aquellas Aguas tan heladas como cristalinas, sensación que a mí me causaba, sin embargo, una agradable impresión, parecida al que tropieza en su camino con una persona amada a quien no ha visto en mucho tiempo, ó, tras larga ausencia, siente en sus mejillas el tierno beso de una madre; porque en las márgenes del Piedra se meció mi cuna, allí pasé los mejores años de mi vida. El Salo ya se sabe que era el Jalón. Boberca, Vobisca ó Valisca pues de las tres maneras lo he visto escrito, porque éste, así como los demás nombres celtiberos que cita Marcial, varían en casi todos los manuscritos y ediciones de sus obras, debía de ser Bubierca. Botrodus ó Boterdus, cuyas huertas y frutos exquisitos pondera tanto Marcial, añadiendo que era un vergel próximo a Bilbilis y amado de la venturosa Pomona, me figuro que sería lo que ahora se llama Campiel, célebre por sus melocotones. Platea la de las armas, rodeada por el Jalón que, en aquel sitio, era más estrecho y turbulento que en lo restante de su curso, y famosa también, por sus deliciosas frutas, presumo estaría situada junto a Castejón de las Armas, en la parte que circunscriben el Piedra y el Jalón, donde, si mal no recuerdo, se ven todavía algunos restos de antiguas fortificaciones. El alto Vadaveron que en otros lugares y ediciones de las obras de Marcial se llama también Vaduveron y Baradon, aislado en medio de las otras montañas y cubierto de verdes robles no puede ser otro que lo que hoy se llama la Sierra, situada en la parte norte del término municipal de Villarroya. importante y rica población de la antigua tierra o comunidad de Calatayud. Esta montaña es la más elevada de todo el país, y desde su cumbre se descubre un hermoso panorama compuesto de montes, valles, vegas, llanuras, ríos y los términos y poblados de muchos lugares, villas y ciudades de las provincias de Zaragoza, Soria y Guadalajara. Marcial llama siempre sagrado a este monte, sin duda porque en la época de la dominación romana debia de ser el asiento de algún famoso templo pagano, o porque el espeso bosque de robles que le embellecía estaría consagrado a algún dios, como era costumbre en aquellos tiempos. En la actualidad se alza en él la ermita de nuestra Señora de la Sierra, lugar de mucha devoción, principalmente para los pueblos llamados de la Cañada ó sean Aniñón, Bijuesca, Cervera, Moros, Torrijo, Villalengua y Villarroya, y otros comarcanos, como son Añón, Aranda, Calatorao, Clarés, Gotor, Jarque, Malanquilla, Oseja, Pomer, etc. Antes de principios del siglo XVIII, en que la guerra de Sucesión destruyó los importantes edificios que allí existían, había en lo alto de dicha fragosa sierra, y adosados ala secular ermita, una hospedería y un hospital. Lo vasto de la primera y el concurso de peregrinos que a este sitio acudían lo dice el haberse allí reunido muchas veces en otros tiempos, según refieren los cronistas de la milagrosa imagen, más de mil quinientas personas «sin que a nadie faltase dentro de la Casa, comida, y lugar correspondiente para dormir (*)». (*) Hermandad espiritual, historia y novenario de la Virgen Santísima baxo el nombre de La Sierra, que se venera cerca de Villaroya en Aragón, escrita por el doctor D. Joaquín López. Abobado de los Reales Consejos, Familiar del Santo Oficio de la Inquisición del Reyno de Aragón, Vecino de la Ciudad de Calatayud, en obsequio de la misma Virgen.—Pamplona, 1790. D. Alfonso I el Batallador fué el monarca que mandó trazar y levantar primeramente la planta de esta casa y ermita, entregándolas al cuidado de los caballeros templarios. Recibió importantes donaciones y privilegios de muchos reyes y pontífices, en especial de D. Pelayo (**), D. Alfonso I, D. Ramón Berenguer IV, D. Fernando el Católico, el emperador Carlos V y D. Felipe II, y los papas Juan XXII, Clemente VII, Paulo II, Inocencio VIII, Adriano VI, Paulo III, y Gregorio XIII. _________ (**) Mucho me extraña que D. Pelayo extendiera sus donaciones—que no podían ser muchas aunque quisiera— a un lugar tan distante de su pequeño reino, pero asi lo he leído en un viejo cronicón de esta imagen. Entre los muchos milagros que de tan veneranda imagen se leen en las antiguas crónicas del reino de Aragón, hay dos muy interesantes: son éstos que al librarse Ja batalla de Lepanto y el día que entraron en Aragón las tropas que al mando del terrible D. Alonso de Vargas envió Felipe II para cortar la cabeza al Justicia y acabar con los fueros, las campanas de la Virgen de la Sierra tañeron por si solas para celebrar, en el primer caso, la victoria obtenida sobre los infieles y darnos aviso, en el segundo, de los grandes peligros que se avecinaban, con objeto de que pudiésemos prevenirnos. Lo malo es que, en esta ocasión, muy pocos cumplieron con su deber; pero, en fin, la culpa no fué de la Virgen: ella cumplió con el suyo. En los gozos que se cantan a esta milagrosa imagen, en la novena que celebra su cofradía, se alude a lo de Lepanto en los siguientes términos:

      «En la cumbre soberana
    dio aviso, quando en Lepanto
    oyó el Turco con espanto
    la lengua de una campana:

    El vencido, España ufana,
    Y la Campana es señal,
    que esta Reyna Celestial
    los enemigos destierra:
    Señora, rogad por nos
    Virgen Santa de la Sierra.»

    Y basta del Vadaverón, que por algo le decía yo a Blasco que era sagrado hoy como ayer.

    La fuente de Dircenna, ya lo digo en el texto, no puede ser otra que la de Bijuesca, mi pueblo natal y el de la rama materna de la familia de mi padre: los Aguarones.Ni en la comarca bilbilitana ni, quizá, en toda la península, habrá una fuente natural que pueda comparársele. Tiene veintiocho hermosos caños, por donde sale el agua potable más excelente con tal Ímpetu que forman una muralla de cristal, y todavía una cabeza de ángel 6 amorcillo que hay en el centro de fuente tan caudalosa, echa agua en abundantes chorros por ojos, boca y narices: si no es ésta ¿qué otra fuente de la antigua comunidad de Calatayud iba a ser digna de que la musa de Marcial la inmortalizase con su

    Avidam rigens Dircenna placabit sitim? (***)

    ____

        • Libro I, epigrama 50.
    El Tagus no hay que decir que era el Tajo; el viejo Caunus, cubierto de nieve, el Moncayo; el Congedus ó Considus, río de tibias y lentas aguas y con un lago en sus cercanías, el Giloca que, como es sabido, pasa cerca de la laguna de Gallocanta y aun me parece que recibe un afluente de ella, etc., etc., pues no quiero extenderme más en estas interpretaciones.
  5. Libro VI, epigrama 19.—Libro de los espectáculos, epigrama 28.
  6. Libro VIII, epigrama 28.
  7. Memoires de Benjamín Franklín'', écrite par lui-meme; chap. VII — Traducción francesa de Eduardo Laboulaye.
  8. De spectaculis libellus; epigramas 17, 26 y 30.
  9. Libro V, epigrama 24.
  10. Libro I, epigrama 2.
  11. Libro VIII, epigrama 3; libro XI, epigrama 15.
  12. Libro III, epigrama 71.
  13. En este episodio de la vuelta de Marcial a Bílbilis y su casamiento con Marcela, acepto como verosímil, sino rigurosamente auténtica, la versión de Mr. Julio Janin en sus tituladas «Memorias de Marcial», precioso estudio que forma parte de su interesante libro La poésie et l'éloquence a Rome au temps des Cesars. Por lo demás, sabido es de todo el mundo que el opulento Plinio el Joven, al comunicar a su amigo Prisco en una de sus cartas la muerte de nuestro compatriota, a quien llena de elogios, le dice que a su partida de Roma le dió con qué ayudarse en el viaje, «pobre recurso—añade—que debía a nuestra amistad y a los versos que había hecho para mí».
  14. Libro VIII, epigrama 0.
  15. Libro I, epigrama 50; libro X, epigrama 104.
  16. Libro X, epigrama 103.