Posfación a las Memorias Íntimas - Capítulo XII

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Obras Completas de Eusebio Blasco
Fin del Tomo IV, Memorias Íntimas.
Posfación - Capítulo XII
de Nicasio Mariscal

Nota: se ha conservado la ortografía original, excepto en el caso de la preposición á.


XII

Blasco se moría, pues; pero—habrá quien me pregunte—¿de qué se moría? De la fatiga del vivir, del exceso de pensar, de haber vivido tres vidas en una para el trabajo, para la inteligencia, para el corazón. Blasco, puede decirse que moría sin enfermedad: no tenía fiebre, no tenía disnea, no tenía pérdida importante alguna; de las lesiones que en él se observaban ninguna bastaba a producir la muerte; comía y digería bastante bien, dormía algunos ratos, secretaba y excretaba con normalidad...; moría como sucumbe el animal que no pudiendo con tanta carga y fatiga, llega un momento en que flaquean sus miembros, abrumado por el peso que agobia sus lomos se desploma en medio del camino y, sin una convulsión, sin un estremecimietito, dobla la cerviz y expira.

Era, por consiguiente, una víctima más de la larga serie que, a través de las edades, ha ido inmolando, en la sagrada falange de los genios el ruinoso trabajo mental: terrible y dura faena a la que de tal modo había consagrado toda su vida que, aun en los días aquellos que precedieron a su muerte, recostado en dos ó tres almohadas, cogía con mano trémula la pluma y escribía, escribía, unas veces por sí, otras valiéndose de socorro ajeno, crónicas y artículos, siempre con el bien por norte, siempre con el amor al desgraciado y la protección al desvalido por norma de su conducta.[1]

No sé si la antevíspera ó el día antes de expirar, intentó todavía escribir un artículo. Viendo la imposibilidad material de hacerlo, quiso dictárselo a uno de sus hijos; también las fuerzas mentales le faltaron, y abatido, desanimado, sin esperanza alguna ya, se echó en la cama a morir, comprendió, sin duda, que su último momento había llegado. ¿Lo comprendió, he dicho? ¿Se daba cuenta de su estado? ¿Sabía que se moría? No sé en qué sentido contestar a estas preguntas. Unas veces me parecía que sí: aquella implacable melancolía, aquel mutismo casi absoluto, aquella indiferencia a todo lo que le rodeaba, parecían indicar que sí, que conocía su situación, que sabía que sus días estaban contados. Y en ese caso, ¡qué dolor tan grande el suyo, considerando que tras cerca de medio siglo de trabajo rudo e incesante, no habíale bastado éste para asegurar el porvenir de su viuda y de sus hijos, y sólo les dejaba la gloria de su nombre por único patrimonio, pues parte por su indiferencia hacia el dinero, [2] parte por su inagotable caridad y su generosidad sin límites, parte, también, por lo poco que produce la pluma en nuestro país, aun a genios tan extraordinarios como el suyo, siempre había vivido al día, no sabía lo que era poder ahorrar una peseta!

Otras veces, sin embargo, en sus pocas palabras, que denunciaban futuros propósitos, se adivinaba que contaba todavía con vivir, con vivir muchos años quizá, a cuya creencia no sería extraña, por una de esas singulares superaciones tan frecuentes en los grandes hombres, además del ejemplo de la longevidad de muchos individuos de su familia, la lisonjera predicción de madama de Thébes de que había de vivir noventa años.

Extinguiéndose poco a poco como una lámpara a la que va faltando el óleo que la mantiene, vivió mi caro amigo, todavía, ocho ó nueve días. Durante el transcurso de éstos, una circunstancia fortuita y accidental hizo que me convenciera más aún de que el pobre Blasco estaba irremisiblemente perdido.

Salía una tarde de su casa y, al pasar, entré un momento en la librería de Vindel. Preguntóme éste por el estado del interesante enfermo, quien además de ser asiduo parroquiano suyo, era su vecino, y al decirle mis impresiones, llevado de un laudable optimismo muy propio de la manera de ser de dicho simpático librero, me dijo:— Yo tengo aquí una cosa con la cual se pondría bien—. Olvidéme por un momento de que yo era médico y Vindel un profano en la ciencia de curar, y le pregunté con ansia:—Dígame usted cual es—. Pues un libro—¿Un libro? —dije yo, moviendo incrédulamente la cabeza, pensando en que a mi pobre amigo le tendrían ya sin cuidado todos los libros de este mundo.—Sí, un libro— me respondió Vindel. — Hace varios años que D. Eusebio me tenía encargado le buscase y adquiriese un ejemplar del primer libro que publicó [3] titulado Arpegios y único que le faltaba de los suyos en su biblioteca por haberse agotado hace más de cuarenta años. No había echado en olvido su encargo, y hace pocos días lo he podido adquirir, y aquí lo tengo a disposición de él—concluyó diciendo Vindel, presentándome a la par un tomito de poesías en bastante buen estado de conservación. Cruzó por mi mente la idea de que aquel libro podía servirme para hacer un experimento en mi infortunado amigo y convencerme de si, cual sospechaba, estaba tan moribundo su espíritu como su cuerpo, y dije a Vindel:—Pues bien, sí; yo le adquiero a usted, con destino a mi amigo Blasco, este libro; y voy a ver si, en electo, puede servirle de remedio moral. ¿Cuánto quiere usted por él?—Si los vaticinios de usted se cumplen— respondió Vindel—dentro de poco no habrá dinero con qué pagarlo; pero, en fin, se lo cedo por un ejemplar de su «Higiene de la Inteligencia» y, encima, todavía le daré a usted mi gran catálogo ilustrado de obras antiguas que aparecerá en breve.— Aceptado por mi el trato, me hice cargo del libro, que leí con fruición aquella noche; y al día siguiente, a primera hora, me presenté con él en casa del pobre enfermo.— Amigo Blasco—le dije en cuanto entré—le traigo un buen regalo, un libro que hace años buscaba usted inútilmente—¿Sí?—me preguntó con acento tan débil como indiferente.—Sí, son los Arpegios, el primer libro que usted compuso y del cual no posee ningún ejemplar.—No observé ni una contracción en su semblante, ni vi animarse un momento sus ojos, ni nada que me revelase que, en aquel corazón, que en aquel cerebro, quedaba aún algo de las ilusiones de este mundo; le entregué el libro, que palpó un momento casi de un modo inconsciente, y salí de su alcoba profundamente apenado, juzgando a mi amigo muerto en la materia, muerto en el espíritu. Después supe que, durante ciertos instantes en que se animó algo, hizo que una de sus hijas le leyese una composición dada de las que contenía el tomito; luego, creo que no volvió a acordarse más de lo que, meses antes, hubiese considerado como un precioso regalo.

Conociendo sus arraigados sentimientos religiosos que le llevaron, entre otras cosas, a presentarse candidato a la diputación a Cortes con el carácter de «socialista cristiano», se pensó varias veces durante aquellos días de verdadero período agónico en prepararlo espiritualmente, desistiendo médico y familia de hacerlo porque suponíamos que había de ser aquél un golpe terrible para el desgraciado escritor, dado el estado de lucidez mental en que todavía se hallaba; y como de un momento a otro preveía que había de suceder lo que todos esperábamos ya desde que fué conocida su más que grave desesperada situación, tenía dicho a la familia que, en cuanto notaran ciertos síntomas, que enumeré, me avisasen inmediatamente, fuese la hora que fuese, para tener tiempo de poder ocurrir a aquellos menesteres espirituales a que está obligado todo el que muere dentro de nuestra comunión.

Acababa una noche de regresar a mi casa, rendido a la fatiga de un día entero más invertido en múltiples y variadas ocupaciones, cuando me anunciaron a Wenceslao Blasco, quien no tuvo necesidad de decirme una palabra para que al instante comprendiera lo que significaba su visita. Volví a ponerme el abrigo y el sombrero de que acababa de despojarme, y a los pocos minutos penetrábamos en la consternada habitación de la calle de Cervantes. La pobre señora de Blasco, que hasta entonces no había acabado de creer en la inminente desgracia que le amenazaba, me empujó hacia la alcoba con uno de esos ahogados gritos de supremo dolor que expresan más por el tono conque se les omite que por las palabras de que se acompañan. Penetré en el cuarto del agonizante, me acerqué al lecho de mi buen amigo y, sin un débil tenuísimo latido que aplicando el oído a su costado izquierdo pude percibir, le hubiera creído muerto. Púsele inmediatamente dos inyecciones hipodérmicas, que a prevención tenía dispuestas. Al sentir penetrar en la piel la aguja de la jeringuilla, contrajo dolorosamente su semblante, y como la acción de los medicamentos así aplicados es tan rápida en sus efectos, abrió aquellos grandes ojos que, por lo demacrado del rostro, casi llenaban la mitad de él, y con la mirada y un débil suspiro entendí que me daba las gracias por el poco bien que en tan tristes momentos recibía de mí. Juzgando que aquel efecto pasaría pronto, manifesté la conveniencia de que viniese el sacerdote. Llegó éste a los pocos instantes; recibió los sacramentos de la iglesia que su agónico estado permitía. Un nuevo síncope le dejó sin pulso, sin respiración, inanimado otra vez. Reanimóse, aunque ya más debilmente, a favor de los diferentes remedios que se le aplicaron; cayó en el coma estertoroso que precede inmediatamente a la muerte; hubo otro instante en que pareció revivir nuevamente; quiso balbucear una palabra, quiso volver los ojos—ultimum moriens en la cabeza exánime—hacia la imagen del Pilar que tenía a su derecha, y la vida huyó de aquel cuerpo que por conservarla tan recia y larga lucha venía sosteniendo. Con el gesto, más que con la palabra, indiqué a la atribulada familia que todo había concluido; como impulsados por una misma fuerza, lanzáronse viuda y huérfanos sobre el cadáver del ser a quien tanto habían amado, y al que la muerte sorprendió de tan blando modo que parecía dormido: las frases cariñosas, las dulces remembranzas, los ayes, los lamentos, los ósculos de amor en aquella noble frente que, con su suave y blanca curua, se destacaba en las sombras de la alcoba y todavía parecía irradiar inteligencia y genio... formaron un cuadro tan patético y conmovedor que, para describirlo, haría falta tener el ánimo más sereno que lo está el mío en estos instantes, y poseer una elocuencia y una fuerza de expresión de que en absoluto carezco.


Al llegar, pues, a este punto de mi relato, para tratar el cual me declaro, como ya he dicho, impotente, limpio y cuelgo mi pluma que, aunque pobre y vieja y con los puntos embotados por el uso, merece guardarse religiosamente, no por ninguna otra cosa sino por haber empleado su existencia material en conservar para la posteridad algunas páginas de la vida del glorioso escritor Eusebio Blasco.

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NOTAS DE LA POSFACIÓN

A LAS

MEMORIAS INTIMAS



FIN DEL TOMO CUARTO



  1. La última vez que estampó su firma fué en un bono de caridad para proporcionar alimentos a una pobre viuda.
  2. Esta poca importancia que daba Blasco al dinero era consustancial con él desde los primeros años de su vida. Todos sabemos lo mucho que gustan los cuartos a los niños, y que, por pequeños que sean, si se les da a elegir entre un perro chico y una peseta eligen casi siempre la peseta. Pues bien, teniendo Blasco siete ú ocho años de edad, heredó su señora madre veinte mil duros, cantidad que se le entregó en onzas de oro: apiladas encima de una sólida mesa de nogal, ofrecían un aspecto fantástico y deslumbrador, y queriendo ver su padre el efecto que aquel tesoro.producía en su hijo Eusebio, quien a la sazón estaba en otra habitación entretenido con sus juguetes, le mandó llamar. Presentóse al instante el niño Blasco, y cuando le dijeron el motivo porque se le llamaba, dijo con enfado dirigiendo una mirada de enojo a las brillantes peluconas: «¿Y para ver esto me habéis llamado? Vaya una cosa.» Y volvióse incontinenti a buscar la compañía de sus amados juguetes.
  3. Así lo creía Vindel y quizá Blasco, también, olvidado, en una producción de cerca de cincuenta años, del orden en que habían nacido sus hijos espirituales; pero después de su muerte se supo que su primer libro apareció en Zaragoza, contando el autor quince o diez y seis años de edad, bajo el titulo de «Veladas de verano».