Prendas de plata
Prendas de plata
[editar]Cerca del palenque, se oyó un retintín alegre que hizo levantar todas las cabezas agachadas en la taba, y salir de la pulpería a los gauchos en ella reunidos; y sólo fue después de una ligera cuerpeada de vacilación, que echaron todos a aclamar en bullicioso coro, y con un alboroto de teros, -con premiso de la gente-, que rodean a un perro, al amigo Ruperto Ramírez.
¿Y cómo lo hubieran conocido? acostumbrados a verlo pobre como las ratas, y, a veces, con los bastos pelados, sin poncho y sin tirador, de repente se les aparecía, todo chapeado en plata, como una Virgen milagrosa, o como dicen que anda Mandinga, cuando va cazando almas.
Al tranquito se venía, erguido en el oscuro, un grueso talero de plata, de punta en el muslo, con la diestra extendida sobre la argolla, en actitud arrogante. Ni se dignaba siquiera bosquejar, entre la espesa barba negra, una sonrisa de complaciente agradecimiento por la ovación, y se dejaba admirar no más, sin dejar traslucir en lo mínimo, la íntima satisfacción de su orgullo.
Cubiertos de plata venían, tanto el caballo como el jinete. Un ancho pretal adornaba el pecho del animal; en el freno brillaban copas como platillos, y del mismo colgaba una pesada barbada que el oscuro sacudía sin cesar, no se sabe si con ganas de quitársela o para llamar la atención. La cabezada, las riendas, las estriberas, todo venía lleno de presillas y de argollas, y los pies finos y elegantemente calzados de don Ruperto, descansaban en unos estribos enormes de brasero, todo labrados, que dejaban boquiabiertos a los compañeros, extasiados ante semejante lujo.
Del tirador, todo estrellado de monedas, asomaba la empuñadura de plata del cuchillo, encerrado en rica vaina, y con tanta plata, al fin, cargaba don Ruperto, en sus aperos y en su traje, que bien se podía creer que lo mismo había hecho él con ese metal, que el rey Midas con el oro.
A las mil preguntas que le llovieron, al apearse, curiosas, admirativas, envidiosas, irónicas, contestaba... sin contestar:
-«Sí; no; ¡claro! ¿quién sabe? ¡Tu madre!» dejando vagar las suposiciones, de lo más vil a lo más honroso, aunque, sin necesitar gran perspicacia, era fácil comprender que no debía ser herencia, no podía ser remuneración, ni era robo seguramente; y que sólo una inesperada vuelta de la rueda de la fortuna, podía haber hecho, en alguna partida de choclón o de monte, semejante milagro.
El caballo tan soberbiamente enjaezado, atado en el palenque, era como lunar entre la caterva de mancarrones mal ataviados, con cueritos haciendo las veces de sobrepuestos, bastos medio destripados, y caronas gastadas hasta faltarles el pedazo.
Los ojos del pulpero Fulanez habían quedado medio encandilados por el reflejo de tanto metal; pero pronto se repusieron, y sólo brilló en ellos un destello de codicia. Es que sabía la suerte que, tarde o temprano, suelen correr esas ingenuas y efímeras manifestaciones de lujo campestre, infantil superfluo de gente que nunca logra tener lo necesario, y que prefiere ostentar un cuchillo de plata sobre un chiripá roto, que tener un cuchillo de cabo sencillo, y ropa abrigada.
Tenía él, en la trastienda, todo un cajón lleno de aperos de plata, de esas prendas extravagantes, productos del arte del platero, quien por un caballo atrozmente tallado, cabezudo y de patas cortas, destinado a hebilla de tirador, cobraba dos onzas de oro, y que, una vez empeñados por la cuarta parte de su valor intrínseco, por algún gaucho ávido de poder seguir jugando, raras veces volvían a ser recuperadas por su dueño Se fundían, y para realizarlos con la mayor ganancia posible, Fulanez los ponía en rifa; sino, los vendía al peso, a plateros que, de nuevo, los volvían también a fundir; pero en otros moldes, haciendo los adornos cada día más livianos, con más cobre cada día, para responder a la vez al prurito eternamente humano de lucirse, y al moderno anhelo de hacerlo con poco gasto.
No demoró mucho, por supuesto, ese día, don Ruperto Ramírez en pedir a Fulanez licencia para entrar a la trastienda y confesarse con él; la taba lo había desconocido, quizás por tan paquete, y como tenía poco dinero efectivo, había quedado pronto en seco, teniendo que acudir al manantial tentador y engañoso de los aperos de plata.
Fulanez, primero, hizo el que se echa atrás; no quería más prendas, dijo, ni chafalonía en su casa; enseñó el famoso cajón; despreció hasta la exageración todo lo que era metal precioso; asegurando que aunque fueran onzas de oro, como las que solían llevar en el tirador los gauchos de antaño, no daría por ellas su buen papel de curso legal; y naturalmente menos, tratándose de un metal vulgar, como la plata, que, cada día, perdía en valor, sin contar que los plateros -agregaba- se habían hecho tan tramposos, que ya no podía uno fiarse de nada ni de nadie.
Tan abombado lo dejó a Ruperto con el discurso, tan desilusionado con toda su chafalonía, tan mareado, tan marchito y desarmado, que pudo entonces, con un puñado de pesos, desflorar a su gusto la fortunita del gaucho con sus ganchudas manos de pulpero. Pero también así, pudo Ruperto seguir haciendo guiñadas a la suerte, para tratar de hacerla volver. ¡En vano! por mucho dinero que tirara, la suerte lo dejó plantado, mereciendo ser tratada, una vez más, según la costumbre universal, de ingrata, y de muchas otras cosas, por no haber seguido colmándole con sus favores.
Cuando salió Ruperto de la pulpería, de noche cerrada, la luna, siempre juguetona, pudo, riéndose, sacar todavía algunas chispas de los restos del apero; pero el tirador había sido despojado de sus mejores y más valiosas monedas; los pesados estribos de brasero, de plata maciza, quedaban empeñados en el cajón de Fulanez; y el oscuro, más liviano, galopaba, sin hacer sonar ningún pretal, ni necesitaba sacudir la cabeza, para librarse de la molesta barbada.
El amigo Ramírez, con las prendas que le habían quedado, pudo todavía, durante un tiempo, hacer regular figura en las reuniones de gauchos; pero nunca volvió, en toda su vida, a juntarse con la suerte, y acabó por volver a ser, y sigue siendo, el gaucho pobre como las ratas, de bastos pelados a medio destripar, sin poncho y sin tirador, que reparte entre la caña y la taba los pocos pesos que gana, y los que consigue, pechando.
Cedidas en pago, vendidas para comprar galleta, o empeñadas para alimentar la hoguera del juego, las prendas se desparramaron todas de una, de a dos, de a puntas, como, en el campo, hacienda que sale del rodeo. Y quedan apiladas en montones, como chafalonía sin valor, en los cajones de objetos empeñados de las pulperías, de donde irán al crisol, que si bien devuelve el metal, guarda sepultado para siempre, con la linda costumbre del jaez suntuoso, lujo original de la pampa, un pedazo del alma criolla.
¡Adiós! retintín alegre de las hermosas prendas de plata, sacudidas por el corcel brioso. ¡Adiós! retintín alegre de antaño.