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Prim/XXI

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XXI

Siguiendo a Ibero con la vista hasta que desapareció, envidiaba Teresa lo que el gallardo mocetón semisalvaje entendía por vida libre, y consideraba dignas también de envidia las misiones secretas que a su parecer llevaba... Al volver a su casa sorteando los baches de la carretera endurecidos por la escarcha, pasaron junto a ella hombres a pie. Teresa les miró: eran caras conocidas; figuras militares vestidas de paisano. Viéndoles seguir la misma dirección que llevaba Ibero, decía para sí: «¿A dónde irán esos?... A mí no me engañan... ¡Prim, Libertad!...».

Después de dar un vistazo a su madre, a quien halló profundamente dormida, volvió a pasear por el camino real, acercándose a la cabecera del puente sobre el Tajo. Antes de que a este sitio llegara, vio venir cuatro jinetes; apartose para dejarles paso, y uno de ellos, reconociéndola y llamándola por su nombre con muestras de gozo, paró su caballo. Aunque iba vestido de zamarra, al modo de trajinante rico, y se había dejado la barba, Teresa le conoció: era Clavería. El caballero iba sin duda de prisa, y abreviando su saludo, entró en materia con rápida y nerviosa frase. Véase lo que dijo: «¡Qué suerte encontrar a usted aquí, Teresa!... La Providencia anda en esto, de seguro... Oígame un momento, un momento no más... ¿No sabe usted lo que le pasa al pobre Jacinto? No debe de saberlo; la veo a usted tan tranquila. Pues en Villamanrique tuvo la mala suerte de perder el dinero que tenía... y el que no tenía. Locuras, Teresa, que en estas circunstancias graves son la perdición de los hombres... Terribles traspiés y caídas ha dado el pobre Leal desde que anda solo por estos pueblos. ¿Y usted por qué le deja solo?... ¿De veras no sabe que Jacinto fue preso por la Guardia civil a consecuencia del altercado en Villamanrique? Y no es eso lo peor. Acá le traían con dos criminales cogidos en Belmonte... Pararon en una venta. Jacinto y sus compañeros de desgracia acometieron a los guardias cuando estaban cenando, y gravemente hirieron a uno, golpeándole con una barra. De los presos, uno fue muerto; el otro y Jacinto lograron escapar; vadearon el Tajo... Escondidos están en una casa que verá usted como a doscientas varas al lado allá del puente (señaló al Este). Va usted por aquí; pasa el puente; sigue por un arrabal de casuchas pobres... después por zarzales que costean un prado. La casa está en ruinas y es llamada del Águila... No tiene pérdida. La reconocerá usted por un águila de chapa de hierro clavada en una veleta mohosa... que no gira... Lo que yo digo: a usted no le será difícil sacarle salvo de allí, de noche, llevándole ropas de cura o de pastor con que se disfrace».

Alelada oyó Teresa este relato, sin que se le ocurriera más que esta lógica y natural observación: «Y usted y esos otros jinetes que le acompañan, ¿por qué no le salvan, amigo Clavería?...». Pronta y contundente fue la réplica del militar: «Porque mis amigos y yo vamos disfrazados, Teresa, y esquivamos toda ocasión de ser conocidos y descubiertos. Pasamos como sobre ascuas por los sitios en que puede haber guardias civiles, y aquí los hay. Y además, tenemos que estar sin falta esta tarde en Villarejo de Salvanés. Vea usted a mis amigos camino adelante, a cien varas de aquí... Me aguardan... están impacientes, están furiosos. No puedo detenerme más, Teresa...

-No se detenga... Yo sé a dónde usted va... ¡Prim... Libertad!

-Ponga usted en salvo al pobre Jacinto. Usted puede hacerlo; yo no... Adiós. Salve a Leal».

Y sin más conversación picó espuelas, y a trote largo fue a reunirse con sus compañeros que se habían cansado de esperarle. Volvió a su casa Teresa más muerta que viva, y halló a doña Manuela en pie, con la cara hinchada, ceñida de un pañuelo negro, por lo que su rostro tenía aspecto de luna en cuarto menguante. Juntas pasaron el resto del día arrimadas a un brasero, Teresa taciturna y medrosa, disimulando la turbación de su espíritu; Manolita satisfecha y locuaz, divagando en amenos cálculos acerca de la nueva casa que habían de poner en Madrid. Llegada la noche, la madre dormía como un tronco; echose Teresa sobre la cama, y a cada instante se levantaba descalza para examinar ventanas y puertas, y explorar el exterior obscuro, sombras de edificios, esqueletos de árboles, sobre un turbio cielo débilmente iluminado por las estrellas. Horroroso miedo embargaba el ánimo de la pobre mujer. Su idea fija era que Leal sabía que ella estaba en Fuentidueña, y favorecido de la obscuridad de la noche, vendría seguramente, no a darle un escándalo, sino a matarla... Como consecuencia de sus últimas degradaciones en el juego y de andar a tiros con la Guardia civil, el hombre había pasado de su antigua condición de caballero a la de bandido... Sí, sí: a matarla vendría... Mil veces le había dicho: «Si me dejas por otro hombre, ponte en salvo, Teresa; escóndete, vete lejos. Si no, moriremos, tú primero, yo después».

Al menor ruido, creía que Jacinto forzaba la puerta, o que escalaba la ventana, trepando por una parra que a ella se le antojaba escalera practicable; le sentía los pasos; le sentía los dedos como garfios, agarrándose a imaginarios salientes de la pared; le veía en toda su espantable catadura de facineroso, tal como se le presentó en Tarancón, y oía su ronquera, lenguaje del furor de venganza... Movida de un instinto de defensa, intentó arrimar a la ventana sillas y banquetas, y con el ruido que hizo puso Manolita punto final en sus ásperos ronquidos y acabó por despertarse... «¿Qué haces, hija; qué te pasa?». Resistiose Teresa a decir la verdad. Pero la madre encendió un mixto, dio luz a una vela que junto a su lecho tenía, y con la mirada inquisitiva y las expresiones cariñosas consiguió que la hija le diera cuenta de los motivos de su inquietud pavorosa. Incorporose la vieja en el lecho, también asaltada de zozobra, y llevándose la mano al dolorido, entapujado bulto de su cara, habló de este modo: «¡Ese hombre aquí!... Bueno. ¿Y qué nos importa? No temas nada... Si viniera, con que le diésemos algún dinero se retiraría tan contento. No conoces tú el mundo, hija del alma... Tranquilízate... De noche no ha de venir aquí... Hay buenos perros en la casa: sus feroces ladridos ahuyentan a los rateros y salteadores». En esto lo los perros ladraron furiosamente. Corrió Teresa a la ventana y distinguió bultos en la carretera: hombres que pasaban, no uno ni dos, sino en gran número. «Parece gente armada, mamá. Han pasado el puente van hacia allá... Ya sé... ya sé a dónde van... ¡Prim, Libertad!

-Estás desatinada esta noche... Ven, siéntate en mi cama. Charlando conmigo, se te pasará el susto, que no es más que imaginación». Esto dijo la sutil tramposa; mas no logró calmar la excitación de su hija, que no echaba de su alborotado entendimiento la idea de que Leal había de matarla antes que luciera el día. A instancias de la madre amplió las noticias que motivado habían su espanto, el relato de Clavería y la corta distancia de la casa ruinosa en que se ocultaba Jacinto, la casa del Águila, a doscientas varas por la parte allá del puente. Aunque la muy lagarta de Manolita no las tenía todas consigo, y hasta sentía que el bulto de la cara en peso y volumen aumentaba, adoptó una actitud serena, y con su labia ingeniosa y los recursos de su mundano talento, entretuvo a la medrosa hija hasta que las luces del alba despejaron la obscuridad del cuarto y los sombríos pensamientos de las dos mujeres. Las ocho serían cuando la reverenda señora ordenó a su hija que se arreglara lo mejorcito que pudiera, porque, o mucho se equivocaba, o antes de las diez había de aparecer en Fuentidueña el espejo de los caballeros sentados y administrativos, don Enrique Oliván... En tanto que la joven se arreglaba, la madre se adecentaría un poco, aliñándose la cara y cubriendo con el mejor de sus pañuelos el doliente y feo bulto. Así lo hicieron. Poco trabajo le costó a Teresa ponerse maja y dar realce seductor a su incomparable palmito y a su airoso talle. Doña Manolita, que en gracias personales era ya terreno esquilmado y yermo, hubo de contentarse con lavar sus legañas con agua tibia y darse una mano de gato en lo demás del rostro lastimado, endilgando luego el hábito y correa, que a su parecer le hacía figura respetable y de notoria dignidad.

En efecto: llegó don Enrique, alojándose en la casa de Sementales del Estado, y allá se fue doña Manuela con su bulto y sus marrulleras intenciones. Teresa quedó en casa, en expectación de las órdenes que su madre había de traerle; y como esta tardase más de lo presupuesto, se aburría lindamente en el cuarto ante las sábanas revueltas, las tazas rebañadas del chocolate, los migajones de pan y las servilletas rasponas con que ella y su madre se habían limpiado los morros al desayunarse. El aburrimiento no tardó en sobreponerse a la paciencia de la guapa moza, y al fin se manifestó en una vivísima gana de echarse a la calle. Desde que las luces del día limpiaron de nocturnas alucinaciones su cerebro, el estado psicológico de Teresa dio un brusco cambiazo, como veleta que se vuelve del Norte al Sur, y el miedo a morir a manos de Leal se trocó en piedad de aquel hombre sin ventura. Bajó al portal; díjole la posadera que doña Manuela había ido a la Remonta y después a la iglesia, donde estaba oyendo misa.

Alegre Teresa de la probable tardanza de su madre, y sin pensar lo que hacía, dejose llevar de un violento impulso de curiosidad y de otro de caridad, ambos nada nuevos en ella, y se metió por las calles del pueblo. La iglesia quedó a su derecha; pasado el puente, luego el arrabal, anduvo, anduvo, pisando terrenos blanqueados por la escarcha, insensible al frío y sin temor ninguno de verse en tal soledad. Creyérase que sus propios pasos eran guías infalibles del punto hacia donde un misterioso afán la dirigía, porque a los quince minutos de pasar el puente, vio una casa que no era la del Águila; luego otra que quizás lo sería... Encontró a un chico que conducía dos cabras; no quiso preguntarle, ni había para qué, pues pocos pasos más adelante, a la vuelta de un matorro de zarzas, vio la ruinosa construcción en cuya techumbre gibosa campeaba el pájaro de hierro sobre un torcido vástago de veleta.

Desde el momento en que vio el signo, quedaron las miradas de Teresa clavadas en la casucha y en un tuerto ventanillo con cruceta de hierro, donde algo distinguió que bien podía ser un rostro humano. Acercose, y en efecto, rostro era; pero no el de Leal... Aproximose hasta tocar una pared de piedra seca, distante como cuatro varas de la casa en ruinas, y el rostro vaciló un segundo, dos segundos; se movía... miraba hacia adentro... Pasó otro segundo... se asomó Leal, el propio Leal: su cara redonda y pálida, sus ojazos, su nariz roma... Quedó el hombre atónito... debió de nombrar a su amante; pero esta no le oyó. Con grande emoción levantó Teresa su mano con la palma hacia adelante; luego la recogió llevándosela a los ojos. Tras mediana pausa, Leal, sin maravillarse de verla, le dijo: «Te escribí a Tarancón; por eso has venido». Decidida a mentir, respondió Teresa que sí, y añadió una verdad: que supo por Clavería el lugar del escondite, y lo que era menester para sacarlo salvo de allí. «¿Hay Guardia civil en el pueblo?» preguntó él. Respuesta afirmativa... exhortación de Jacinto a que se retirara. Aunque poca, alguna gente pasaba por aquel lugar desierto. Podían verla... sospechar... dar aviso a los guardias. Dijo a esto Teresa que inmediatamente prepararía lo que el amigo le indicó, un vestido viejo de pastor, armas, algún dinero: comida... Esto por el día, y a la noche caballo para salir como exhalación por aquellos campos.

Habló entonces Leal con voz más entonada. Primero dijo: «Dos caballos, pues a mi compañero no he de dejarle aquí». Y luego, echando toda su voz briosa a los espacios tenía por delante, habló de esta manera: «No, Teresa, no me traigas nada de eso, si antes no me traes tu perdón por las injurias que te dije y las brutalidades mías de aquella tarde... Yo estaba fuera de mí, Teresa; yo llevaba tres noches sin dormir... El juego me emborrachó, y los malos amigos me pusieron de punta el amor propio. Yo era un tramposo y un canalla si no les pagaba... Te aseguro que cuando fui a quitarte el dinero y las alhajas, yo estaba loco y no sabía lo que hacía... Lo que he llorado aquel agravio, no lo sabe nadie más que Dios, que lo ha visto. Fui un miserable; no merezco tu perdón... pero yo te lo pido, Teresa, porque sin tu perdón no quiero ni la libertad ni la vida... no las quiero, no... Dios lo sabe, como sabe antes de la barbaridad de aquel día, y después de ella, y en el momento mismo de mi locura, te quise con toda mi alma... Sí, Teresa... y no te digo más porque me ahogo gusto de verte y del pesar de haberte ofendido... y del sofoco de decirte lo que te estoy diciendo... Vete, mujer: mátenme ahora que te he visto... Amor mío único fuiste y eres... Dios lo sabe, y no me digan que no lo sabe... por yo sé que lo sabe... ¡fotre!, y bien que lo sabe...». Dijo las últimas frases con inflexión de ira, golpeándose la cabeza contra el hierro y la piedra que le servían de marco. No podía Teresa sacar de su garganta una sola palabra: en su cuello sentía un dogal... Pero de alguna manera, con sílabas roncas pudo decirle que de corazón le perdonaba. Vio entre el hierro y la piedra la cara inmóvil de Leal, y brillo de sus mejillas mojadas por las lágrimas... Poco después, no vio más que la mano de Leal que con repetido movimiento le mandaba que se retirase... Así lo hizo, y a distancia miró de nuevo, y otra vez vio la mano, cara no, la mano que decía: «Vete, vete».

Regresó la pobre mujer al pueblo y a la posada, y no fue poca suerte que su madre no hubiese vuelto aún de la visita y careo con el señor Oliván. Este retraso dábale tiempo para serenarse, componer su rostro, y pensar en el arduo conflicto que Dios le había deparado. Hizo al fin su aparición doña Manuela, sofocada de haber venido con prisa, y se dejó caer en el desvencijado sofá de paja antes de soltar la sin hueso en esta relación: «Cordera, habrás estado en ascuas por mi tardanza. No he podido evitarlo. Figúrate que al llegar a la Remonta me dicen que el señor don Enrique está en misa... corro a la parroquia, y allí le encuentro. Díjome que hoy, 2 de Enero, es San Isidoro, el santo de su señora, y que esta le tiene muy recomendado que celebre como de precepto el día de su santo, y los de los santos de toda la familia... Bueno, señor: tuve que cargarme mi misa... Después de todo me alegré, porque con tantos ajetreos viene una retrasada en sus obligaciones para con la Iglesia... Concluido el Santo Sacrificio, pude hablar con don Enrique, aprovechando un momento en que nos dejaron solos los que le acompañaban... ¡Ay, hija! está el buen señor todo asustadico y sobresaltado... Dice que aquí no podéis veros porque viene con él el señor Arcipreste de Tarancón, que no le deja a sol ni sombra... Nada, que las buenas formas se imponen ahora más que nunca, y que habéis de tener paciencia y disimulo, para que de esto no se entere nadie... Quedamos en seguir hasta Aranjuez, a donde irá él mañana, en cuanto se sacuda al engorroso Arcipreste y a los zánganos de Sementales... Aunque nos contraríen estos aplazamientos, yo alabo la cautela de don Enrique, que nos viene muy bien para nuestro decoro... ¿no te parece? Sí, hija del alma, ya sabe Oliván lo que se pesca... Este no es un tarambana; este es de los que saben hacer feliz a una mujer sin faltar a la circunspección, y con arreglo a los preceptos... etcétera...».