Prim/XXIII
XXIII
Desde el amanecer, la humilde Villarejo, comúnmente silenciosa y pacífica, parecía un campamento. Calatrava y Bailén, y la turbamulta de paisanos, fueron recibidos con grande estrépito de aclamaciones. Acto seguido, las improvisadas cantineras servían a los sublevados: el aguardiente del vecino Chinchón venía como llovido a confortar los ateridos cuerpos, y a encender en las cabezas los sentimientos más patrióticos. Un vértigo de organización corría de un lado a otro, y las órdenes restallaban a lo largo de las calles villanescas, como las tracas de la fiesta valenciana. ¡Caballos, hacen falta caballos!... Cuatro fueron los que con el suyo trajo Clavería; de Huete, de Tarancón y Aranjuez vinieron como dos docenas, parte montados, parte conducidos por patriotas.
Al fin, como se pudo arreglose que tuvieran cabalgadura los amigos más inmediatos a Prim, y los demás, los que venían de mirones o para hacer bulto, que se apañaran borricalmente, o en los camellos que la Casa Real había instalado en Aranjuez. Esto decía Milans del Bosch, siempre inquieto y jovial, multiplicándose en los sitios donde había dificultades que vencer. Era corto de estatura, vivísimo de genio. Vistos una vez, nunca se olvidaban su encendido rostro, su bigote largo y su mirar impulsivo. El auditor de Guerra, Monteverde, cautivaba la atención por su lucida estatura y la nobleza y hermosas líneas de su rostro, alta la frente, blanquísima la barba. Dejábase tratar llanamente de todo el mundo, y sus compatriotas, los canarios, le llamaban Frasco Monteverde; era hombre modesto, sencillísimo, afable, gran corazón, y uno de los amigos más adictos y leales que tuvo don Juan Prim. Pavía no se dejó ver en la calle, atento al estado de ánimo del General, que a las seis de la madrugada extrañaba no haber recibido aviso de hallarse en marcha los sublevados de Alcalá; a las ocho comenzó a sentir inquietud, y a las diez impulsos de montar a caballo para salirles al encuentro. En el pueblo corría la voz de que los de Alcalá estaban ya en Pozuelo del Rey; pero ¿quién había traído la noticia? Los pájaros, el deseo tal vez.
Ello era que no sin motivo se hallaban todos en ascuas, porque al General se habían dado vehementes seguridades de que los Cazadores de Albuera, los Coraceros del Rey y de la Reina, con Cazadores de Figueras, se pondrían en marcha en la noche del 2 al 3... En estas ansiedades estaban los más allegados a Prim, cuando llegó a Villarejo, reventando el caballo, un capitán llamado don Bernardo del Amo con la tristísima nueva de que las fuerzas de Alcalá no habían podido salir, y que las de Madrid se quedaban en sus cuarteles esperando mejor ocasión. ¡Y para traer la noticia de tal desastre, el capitán había corrido con velocidad de hipogrifo! ¿Pero qué había pasado? El jadeante mensajero no podía contestar concretamente. Los de Alcalá no salieron cuando debían, por un error o azoramiento de Lagunero; y antes de que intentaran salir nuevamente, se echó encima el General Vega Inclán, a quien había telegrafiado el Gobierno... En Madrid, según indicó Del Amo, hubo imprudencias, delaciones... Sobre los entusiasmos de Villarejo se desplomó el cielo con toda su pesadumbre glacial de tenebrosas nubes.
Si el horrible desengaño dejó a los pobres insurrectos enteramente aplanados y casi sin respiración, Prim oyó con frío dolor la noticia, que era un toque más de la fatídica trompeta del fracaso, que ya conocían bien sus oídos. De tantos golpes y adversidades, de tantas esperanzas fallidas en el momento supremo, el hombre se había hecho estoico. Su alma se revestía de coraza durísima, y su propio amargor bilioso le tenía bien preparado para más intensas amarguras. La magna empresa política y militar requería el valor de los héroes, la paciencia de los bienaventurados, y quizás la abnegación de los mártires. De todo había de tener un poco y aun un mucho, pues el reino de la Justicia y de la Libertad que intentaba conquistar, se alejaba cuando parecía estar al alcance de la mano, y a cada embestida del expugnador se revestía de mayor fortaleza... Y ante el nuevo fracaso érale forzoso aguzar su entendimiento para decidir pronto si debía volverse a su casa vestido de cazador como vino, o ceñirse la espada y montar a caballo para salir a una fugaz aventurilla en los campos manchegos. Lo primero era desairado, lo segundo peligroso. Optó por lo peligroso, solución más conforme con su altivez. Había llegado a Villarejo con la ilusión de reunir un ejército como el que O'Donnell llevó a Vicálvaro, y el mons parturiens no le dio más que los húsares de Aranjuez y Ocaña. ¿Cuál era el contingente efectivo de Calatrava y Bailén? Pavía le dio la cifra exacta: Seiscientos ochenta y cuatro hombres.
Pues con sus seiscientos ochenta y cuatro jinetes y la irregular cuadrilla de paisanos armados, se sostendría en campaña todo el tiempo que pudiese. Corría el riesgo de ser acosado por tropas que O'Donnell mandara en su persecución. ¿Pero no podría sobrevenir algo feliz entre tantas adversidades? Aún no se tenían noticias de Ávila, donde Campos y González Iscar debieron pronunciar el batallón de Almansa; ni de Zamora, donde Villegas y Pieltain cooperaban resueltamente. Si estos cumplían en Castilla, y Latorre en Valencia, y Ferré no se había dormido en Tortosa, quizás el alzamiento, que tan torcido nació en Villarejo, podría enderezarse, cobrar aliento y vida... Adelante, pues, y Dios diría. Decidido a probar fortuna y sin oír otra voz que la de su esforzado corazón, salió Prim al campo; arengó a sus húsares, que le respondieron con vítores ardientes, y quedó dispuesto que se dedicara la noche al descanso, pues tenían por delante grandes fatigas y privaciones.
En las primeras horas de la mañana del 4, con un frío casi glacial, salió de Villarejo la tropa sublevada. Hallábase el gran Ibero en la plaza, metiendo maletas y fardos de víveres en la góndola que había traído al General y a sus amigos, cuando se sintió tocado brusca y pesadamente en el hombro. Al volverse, se encontró con la cara rugosa de un payo viejo y estas corteses razones: «¿Es usted por casualidad un mozo de ojos negros mismamente, a quien llaman Santiago Ibero?... ¿Sí?... Gracias a Dios que acierto, señor. Pues vengo de parte de una señora que en mi casa está, si no moribunda, poco menos». Respondiole Ibero que él no podía dejar su obligación por acudir a mujeres desconocidas, y el hombre siguió así: «Bien hará en ir a donde le llaman, que la señora desvalida tiene buena traza, y en el llorar y en la hermosura es, a mi ver, como la Magdalena, aunque sea mala comparación... Y dígame ahora dónde se halla un caballero militar llamado don Jesús, a quien también desea ver la madama». Ibero señaló a Clavería, que muy cerca estaba, instruyendo a los paisanos en el orden de marcha... Antes de abocarse con él, el payo indicó a Ibero la situación de su casa, que blanqueaba no lejos de allí, a la incierta claridad de la mañana brumosa... Fue Santiago de un vuelo al sitio de donde con tanto apremio le llamaban, y vio a Teresa en estado lastimoso, yacente sobre una estera, mal cubierta de mantas, la hermosa cabellera destrenzada y terrosa como si hubiera servido de escoba para barrer el suelo, encendidos los ojos de fiebre y llanto... Una vieja y dos mozas en cuclillas junto a ella, la miraban con piedad y querían reponerla con friegas y vino caliente.
Apenas vio al errante mozo, trató la doliente Teresa de explicarle con entrecortadas voces su situación y sus deseos... Se había quedado sola en el mundo. Ya no tenía madre; ya no tenía tampoco a Leal... Todo su afán era reunirse con su criada Felisa, habitante en Herencia. Andando había la infeliz toda la noche... Sacando fuerzas de flaqueza, trataba de llegar a Aranjuez, donde tomaría el tren hasta Madridejos... pero le habían faltado las fuerzas, cayéndose como cuerpo muerto en el camino real... En esta parte de la relación, entró Clavería, y Teresa hubo de repetir algo de lo dicho, refiriendo además la desastrada muerte de Leal... En su desolación, entendió que Dios no la abandonaba por completo. Acordose de los amigos que tenía en el ejército de Prim, y a ellos acudió en demanda de socorro, pues aunque no le faltaba dinero para tomar en Aranjuez billete de tercera, no lo poseía para llegar al Real Sitio en cualquier galeón o carromato, y antes que ir a pie, prefería que la llevasen de una vez a la sepultura.
No la dejó concluir Clavería. Impaciente y compadecido, fluctuaba entre sus obligaciones, momentos antes de la marcha, y su piadoso deseo de atender a la guapa moza. Solucionó al fin estas dudas a lo militar, soltando cuatro gritos y apoyándolos con patadas enérgicas. «No podemos entretenernos en arreglarle a usted su viaje, Teresa... ¿A dónde va, pues? ¿A Herencia, a Madridejos, a la Argamasilla? No, no lo repita usted, Teresita, pues ni tiempo de escucharla tenemos ya... Yo no puedo abandonar... a la viuda de un tan querido amigo mío... ¡Eh, hala!... usted se viene con nosotros... Chitón... no admito réplica ni observaciones... ¿Qué tiene que decir?... Silencio... A callar digo. Ibero, cógela y métela en la góndola. Si chilla, que chille: no le hagas caso... Cuando el carricoche pase por aquí, mandas parar, y adentro con ella. Figúrate que es un fardo más que llevas... un bulto más, quiero decir... Abur... Hasta luego». Corrió desalado... ya los batidores y cornetas iban saliendo del pueblo.
No le valió a Teresa protestar del despótico proceder de Clavería. Hecho Iberito a la estricta obediencia de lo que se le mandaba, metió en la góndola el no muy pesado bulto de Teresa, como una carguita más entre las que se llevaban; le arregló en el interior el mejor y más cómodo sitio para que descansara, y... andando velas... ¡Rediez! antes de pelear habían cogido los sublevados un hermoso botín. Por cierto que al enterarse del camino que seguían, volvió Teresa al tole-tole de su espanto y lloriqueo, diciendo: «¿Pero qué... me llevan otra vez a Fuentidueña? No, por Dios, no... Ibero, déjame en medio de la carretera antes que llevarme a ese pueblo donde puede verme mi madre, puede verme el desaborido señor de Oliván...». Recomendole Ibero silencio y paciencia; y como la quejumbrosa no le hiciera gran caso, tomó la actitud de un guardián inflexible, y así le dijo: «Usted, señora, va donde la lleven, y yo, que aquí estoy para cuidar de usted como ha mandado el señor Clavería, no la echaré a la carretera, ¿estamos? Cierre el pico y no tenga miedo, que aquí no se permiten alborotos... El capitán ha dicho que al pasar por los pueblos se guarde el mayor silencio... y que de haber gritos, sea no más que ¡viva Prim... viva la Libertad! pero de ningún modo gemidos ni cosas tristes, porque tal como va usted, señora, parece que la hemos robado para divertirnos por el camino».
Y pasaron por Fuentidueña sin tropiezo: Prim y sus húsares aclamados, aunque nadie sabía si traían la victoria o iban tras ella; Teresa inadvertida, cuidadosamente arrebujada y tapándose la cara con un pañuelo. Lo primero que hizo Prim una vez que pasó el Tajo fue mandar cortar el puente, incomunicando así su menguado ejército con las columnas que O'Donnell había de mandar en su persecución. Sin detenerse dejó la carretera de las Cabrillas, siguiendo por caminos transversales hasta Santa Cruz de la Zarza, donde pernoctó. Alojáronse los principales de la expedición en casas del pueblo, otros en corralizas y corralones, y Teresa quedó muy a gusto en el coche, pues, según dijo mil veces, no quería que nadie la viese y sólo deseaba llegar pronto a una estación del ferrocarril por donde pudiera encaminarse a Herencia.
A visitarla fue Jesús Clavería, y la encontró más consolada y repuesta, aunque todavía chillaba de vez en cuando; que tan fácilmente no había de pasar la trágica emoción de su desdicha. Ordenó luego al buen Ibero que si Teresa no iba bien en la góndola, la trasladase a un carro de la impedimenta, acomodándola sobre sacas de paja. También le recomendó con severidad que cuidase a la lastimada y enferma señora, y al fin le dijo: «De acuerdo con el General, te dejo venir en la columna, en previsión de algún servicio que puedas prestar; pero ya sabes... has de obedecer ciegamente cuanto se te mande. Con tu vida me respondes de que Teresa no tendrá nada que sentir en su viaje, y de que nadie le ha de faltar al respeto y consideraciones que se le deben». Tan al pie de la letra cumplió Iberito estos mandatos, que aquella noche misma hubo de tener una seria cuestión con dos albéitares de Calatrava, que se permitieron ametrallar con chicoleos a Teresita, por pasar el rato y tantear el terreno... que si tendría los ojos más bonitos si no llorara tanto... que si se tapaba demasiado la pechera... que ellos le darían conversación para distraerla... Todo esto le pareció a Ibero de una descortesía impertinente, y llegándose a ellos en actitud decidida y calmosa, les dijo: «Caballeros, déjense de ofender a esta señora con flechazos y tonterías, porque aquí estoy yo con órdenes terminantes para no permitirlo... ¿Qué?... ¿Se ríen?... ¿Toman a chacota lo que les digo?... Pues el guasón que no esté conforme, salga al camino con el arma que quiera o a puño limpio, y Dios dirá quién se ríe y quién se pone serio... Fuera de aquí, y que no les vea yo más molestando a esta señora».